100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
en sitios así. El trato con esta clase de mujeres te estropeará después para alternar con otras de tu misma clase social. Tu moral, tu refinamiento, tu cultura y educación saldrán siempre malparadas con estas amistades. Sabía que no ibas muy bien, y me dolía pensar que lo hacías para presumir de hombre de mundo, casi contra tu gusto. Pero con el tiempo serías esclavo de estas aficiones que degradan.
Dolly y Jorge estaban alicaídos por la filípica de Jo. Ella les puso una mano en el hombro.
―Os he hablado así porque os quiero, porque conozco vuestra valía y, sobre todo, porque ahora es tiempo de remediar los defectos. Estas tentaciones podéis aún dominarlas. Haciéndolo, os salvaréis vosotros y salvaréis a otros, con vuestro ejemplo. Si tenéis dificultades, acudid a mí. Sabéis que siempre os atenderé. Podéis hablarme con franqueza, porque muchas confidencias he recibido de cosas que ni aún podéis soñar.
―Comprendo cuanto nos dice ―aceptó Dolly―. Pero cuando uno se da cuenta que incluso jóvenes de buena familia son llevadas por sus padres a ver estos espectáculos, porque es moda, es difícil oponerse.
―Lo comprendo. Pero el mérito de un hombre es obrar de acuerdo con su conciencia, pese a la opinión de los demás. Incluso contra esta opinión adversa.
Jo hizo una pausa, luego prosiguió con entusiasmo:
―Cierto es que será duro resistir todas esas tentaciones que ofrecen los libros, los cuadros, los bailes, los espectáculos e incluso las propias calles. Pero si os lo proponéis, no será difícil. ¿Sabéis qué contestó John a mi hermana Meg, cuando ella se preocupaba porque como periodista debía volver tarde a casa, expuesto a mil tentaciones? ¿Lo sabéis?
―No. No lo sé.
―¿Qué dijo «Medio-Brooke»? ―preguntó «Relleno».
―Contestó con absoluta seguridad en sí mismo: «El hombre que se extravía… es porque quiere extraviarse». Nada más que eso.
Aunque exteriormente los dos muchachos procuraron «encajar» el sermón como hombres duros y curtidos en su fuero interno dieron a Jo toda la razón.
En consecuencia también se formularon un propósito de enmienda, que era precisamente lo que ella deseaba.
CAPÍTULO XVII
ENTRE LAS MUCHACHAS
Aunque la historia se refiere casi exclusivamente a los muchachos de Jo, sus vidas se relacionan íntimamente con las chicas, por cuyo motivo no puede dejárselas de lado.
En Plumfield, pequeña república, las muchachas tenían puestos adecuados a su valía personal, y tanto su formación espiritual como cultural las preparaba para ocupar dignos cargos en la vida de sociedad.
Esto no suponía ni un desprecio ni un abandono siquiera de las tradicionales labores de la mujer.
Buena prueba de ello era una de las costumbres establecidas: la costura de los sábados.
A pesar de las ocupaciones que a nadie faltaban, en las tardes de los sábados se reunían las tres hermanas con varias de las muchachas, y cosían y remendaban juntas, enseñando unas, aprendiendo las otras, y haciendo prácticas muy útiles las más. Resultaban reuniones muy agradables, porque la clase de trabajo que hacían les permitía hablar entre ellas, discutiendo puntos de interés común y sacando, por tanto, una doble enseñanza.
En ocasiones, Bess leía en alta voz escogidos libros o recitaba Jossie si se trataba de obras teatrales o simplemente poéticas.
También tenían entrada en la reunión libros de economía doméstica, cocina, primeros auxilios y puericultura.
Un día surgió una controversia acerca de las carreras femeninas. Jo fue preguntando a cada una de las muchachas qué es lo que iban a hacer.
―Seré maestra.
―Yo, médico.
―Ayudaré a mi madre.
Así otras muchas contestaciones, distintas entre sí. Pero todas con algo común; luego añadían: «Hasta que me case.»
―Muy bien. Pero ¿y si no os casáis?
―Entonces… ¡no sé!
―Os he preguntado eso ―afirmó Jo― sabiendo bien la respuesta. Lo supeditáis todo en la vida al casamiento. Pero ¿y si no os casáis? No pensáis bien. Vuestros proyectos deben prever la posibilidad de quedaros solteras, lo cual no debe aterraros. No es ninguna deshonra y en este estado podéis ser muy útiles a la sociedad y a vosotras mismas.
―¡Vaya panorama halagador! ―bromeó una chica.
―Pues es halagador de verdad. Elevarse y cultivarse una misma y servir y ayudar a los demás son motivos suficientes para llenar una vida. Aparte de que en ocasiones se encuentra el premio. Por ejemplo, yo misma, y sin merecerlo. Cuidé durante un tiempo a una vieja algo rara. Interiormente me consideraba desafortunada, pero me esforcé siempre en ser amable, cortés, educada. La traté con cariño, con atenciones… y la viejecita me dejó esta finca cuando yo no lo podía ni siquiera imaginar.
―¡Qué gracia, por una finca así también me sacrificaría yo! ―rio una.
―Pero hay que hacerlo sin esperar premio. Simplemente, tener dispuesta la rueca que Dios ya mandará el lino.
Así, entre bromas y veras, cosiendo y aprendiendo las lecciones sobre la vida iban penetrando en aquellas mujercitas, que estaban destinadas a crear nuevos hogares o mejorar el nivel cultural de las mujeres de otras épocas, gracias a la labor de una abnegada familia.
No era raro ver a la muchacha más despierta de la clase, o a la que mejores notas conseguía en latín, esforzándose en coser un sencillo delantal, mientras otras, menos inteligentes en los estudios, la ayudaban a corregir los defectos.
Aquella tarde, Jo les dio una inesperada noticia.
―Hoy tendremos una visita. Recibiremos a lady Ambercombrie.
―¡Oh, señora Bhaer! ¿Por qué no nos avisó antes? ¿Cómo vamos a recibir a una lady con estos vestidos de diario?
―No conocéis a esa señora. Lady Arbercombrie y su esposo dedican su vida al bien de sus semejantes. El señor está estudiando en nuestro país los sistemas penitenciarios, y ella los métodos de enseñanza. Son sencillos en todo, afables en el trato y humildes. Ellos están más a gusto en reuniones así que en las de alta sociedad, donde el esplendor y el lujo a duras penas tapan la hipocresía.
Pese a las palabras de Jo, confirmadas por Amy y Meg, aquellas chicas estaban intranquilas. No ocurre cada día la circunstancia de recibir una representante de la aristocracia británica, y ellas hubieran deseado estar vestidas con sus mejores galas.
Cuando lady Ambercrombie entró quedaron decepcionadas. Incluso hubo alguna, más atrevidilla, que contuvo a duras penas una sonrisa de burla. Todo porque aquella señora tenía un físico poco agraciado y una forma de vestir no demasiado elegante.
Jo se dio cuenta de esta errónea impresión. Ayudada por sus hermanas fue interrogando a la noble señora, la cual habló sencillamente de las escuelas nocturnas sostenidas por su esposo, de la pensión que su esposo obtuvo del gobierno para las viudas desamparadas, de cómo unos amigos, nobles también, se dedicaban a regenerar mujeres descarriadas, otros fundaban bibliotecas para gente modesta, construían nuevas casas para los trabajadores, luchaban para suavizar las condiciones de las cárceles inglesas, y mil otras acciones que grandes intelectuales, destacados miembros de la nobleza, industriales y terratenientes, realizaban sin otro fin que el de ayudar a sus semejantes y hacer más dichosa su vida.
Esto impresionó más a las muchachas que cuanto pudieran decirles en su casa en cien sermones. Aquello probaba que gentes que valían mucho consideraban a los necesitados como hermanos.
Cuando lady Ambercrombie se despidió lo hizo amablemente, saludando una por una a todas las muchachas e interesándose por sus trabajos, a los que acertó a elogiar según