100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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del muchacho.

      Cuando ya iban a acostarse, Meg retuvo a Daisy.

      ―Cuando vuelva Nath, también tú tendrás flores blancas, hija mía.

      Daisy correspondió con un impetuoso abrazo y unas lágrimas de alegría.

      CAPÍTULO XX

      VIDA POR VIDA

      La estancia de Franz y Emil. En Plumfield, con sus respectivas esposas, sirvió para que las mismas se identificaran totalmente con sus nuevos familiares.

      Ludmilla era una verdadera ama de casa con múltiples habilidades. María tenía un don, adquirido en sus múltiples viajes, que la hacía adaptarse instantáneamente a todos los ambientes y ser siempre una compañera ideal.

      Tía Jo llegó a la conclusión de que podía despreocuparse bastante de los dos muchachos, porque con tan excelentes compañeras habían de tener un buen sostén en todas las circunstancias de la vida.

      Las relaciones de John y Alicia satisfacían a toda la familia. Todos estaban de acuerdo que por su extremada juventud debían esperar todavía. Ellos esperaban, pero eran completamente felices con esa esperanza.

      También las cosas se arreglaron para Daisy. Instantáneamente había recuperado su perdida alegría. Era otra vez la muchacha cantarina, jovial y animada que siempre fue.

      Jossie vivió la dicha, para ella inmejorable, de pasar un mes en la playa con la señorita Cameron, de la que aprendió muchísimo.

      Tom y Dora seguían desconcertando a la gente. Hablaban, se les veía juntos, pero no concretaban nada. Tom parecía más irresoluto que nunca.

      O sea que, en general, las cosas marchaban bien para los muchachos y, por tanto, la tranquilidad de Jo iba en aumento.

      Había una excepción solamente: la constituida por Dan.

      De forma muy espaciada habían recibido últimamente noticias suyas. Por toda dirección, para que le contestasen, les había mandado la de «Casa de la señora Mason. Para entregar a…»

      La última carta, llegada en septiembre, decía:

      «Por fin me encuentro nuevamente aquí, probando fortuna con lo de las minas aunque por poco tiempo. He desechado la idea de la granja y pronto os daré cuenta de mis planes. Estoy bien de salud, muy ocupado y contento. D. K.»

      Al decir Dan «contento» quería decir libre. Porque habiendo cumplido su condena buscó el contraste de un trabajo muscular que le rehiciese del largo encierro. Gozó lo indecible luchando con un pico contra la roca.

      También halló placer en trabar amistad con aquellas rudas y sencillas gentes que no conocían su pasado y en ir regenerándose poco a poco.

      Había llegado el mes de octubre. Caía el agua a torrentes y Jo estaba removiendo los cajones. Sacó una repleta carpeta con una anotación: «Cartas de los chicos.»

      ―Hace más de un mes que no ha escrito. Tiene tiempo sobrado de contar todos sus planes, que me gustaría conocer.

      Al poco de haber expresado este deseo llegó Teddy. Llevaba un periódico en la mano, y estaba excitadísimo.

      ―¡Mamá, mamá! Ha ocurrido una catástrofe… en una mina… Veinte hombres atrapados… ¡Y Dan los ha salvado! Dan es un héroe. Todos los periódicos hablan de él.

      ―¡Por favor, dame el periódico! Déjame que lo lea yo. ¡Pronto!

      La información era extensa. Contaba que veinte hombres quedaron atrapados en una mina inundada, en la que iban a morir ahogados sin remisión. Dan, que fue el único en recordar la existencia de una galería en desuso, ya tapiada, se ofreció voluntario para intentar el salvamento de los mineros.

      No permitió que nadie más se expusiera y fue descolgado solo. No solamente abrió el paso, sino que penetró en la galería inundada para llamar, guiar y recoger a los mineros atrapados. Desde aquella salida salvadora los veinte hombres fueron izados uno a uno, quedando Dan el último.

      Cuando en último lugar Dan intentó trepar, las cuerdas, ya muy desgastadas, cedieron y cayó desde considerable altura, quedando herido de gravedad. Al fin se le consiguió rescatar y los propios mineros que él había salvado le llevaron triunfalmente en camilla hasta el hospital.

      Las esposas de los mineros besaban su rostro y sus manos, ennegrecidas y manchadas de sangre. Los dueños de la mina prometieron recompensarle espléndidamente.

      ―Lo sabía. Lo sabía. Ese chico tenía que hacer algo grande… si antes no le pegaban un tiro o le ahorcaban por alguna de sus locuras. Ahora tiene que vivir con nosotros. De esta forma se recuperará totalmente.

      Teddy la estaba incitando.

      ―Debieras ir a curarle, mamá. Yo te acompañaré. Sabes que Dan me quiere más que a nadie, y le agradará verme.

      Laurie entró en la habitación con un periódico en la mano.

      ―¿Conoces la noticia, Jo? ¿Qué te parece? ¿Me marcho ahora mismo a cuidar de este valiente?

      ―¡Ojalá pudieras hacerlo! Pero a lo mejor es sólo un rumor.

      ―He telefoneado a John para que lo compruebe. Si es verdad me marcharé inmediatamente. Si puede ser le traeré aquí; si no se le puede trasladar, me quedaré con él.

      ―¿Podré acompañarte, tío? Yo le podría cuidar muy bien, ¿verdad, Rob?

      ―Sí. Pero si mamá no te deja, estoy dispuesto a ir yo.

      ―No, ni uno ni otro. A los demás no puedo retenerlos, pero a los míos sí. En cuanto os separaseis de mí, desastre seguro. Llevamos un año muy movido: bodas, naufragios, inundaciones, compromisos matrimoniales…

      Laurie rio.

      ―Es la ley de la vida, mi querida amiga. Todo se mueve, todo evoluciona. Hoy retienes a tus hijos, más adelante no podrás hacerlo. Y cuando sean ellos los que echen a volar, nos tendremos que consolar mutuamente, ¿no es cierto?

      ―Ahora quien me inquieta es Dan.

      ―Pronto tendremos noticias por John. En cuanto las tengamos, saldré inmediatamente.

      Las noticias llegaron y confirmaron lo que decían los periódicos.

      Laurie marchó sin perder un minuto. Teddy le acompañó hasta la ciudad y estuvo ausente todo el día. Pero Jo no se inquietó.

      ―Está enfadado porque no le he dejado ir. Esta noche volverá con John y Tom, más manso que un cordero. Le conozco bien.

      Pero en eso se equivocaba Jo. Porque al llegar la noche, ni había aparecido Ted, ni nadie sabía nada de él. Empezaba a cundir la alarma, cuando llegó un telegrama de Laurie, puesto en una estación de su itinerario. Decía:

      «Encontré a Ted en el tren. Me lo llevo. Escribo.

      T. Laurence»

      Rob dijo juiciosamente:

      ―Teddy ha emprendido el vuelo antes de lo que suponías, pero va en buena compañía. Además, a Dan le alegrará tenerle consigo.

      Jo oscilaba entre la furia y la inquietud.

      ―Cuando vuelva, le castigaré severamente. Mira que si le pasara algo. ¡Pobre hijo mío! Si es un niño todavía… ¡Pobrecillo! La culpa la tiene Laurie. Debe estar divirtiéndose con la travesura. Ya le apañaré también.

      Así era. Laurie se divertía extraordinariamente con Teddy. Se sorprendió al verle en la estación, sin más equipaje que una botella de vino reconstituyente para Dan dispuesto formalmente a emprender el viaje.

      Le gustó la decisión de su sobrino, un chiquillo aún. La entereza y el valor que demostraba y, especialmente, el que su acto estuviera guiado por el afecto hacia otra persona, en ese caso Dan.

      Siendo como era un hombre generoso, Laurie admiraba a los generosos.


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