100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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y sugeridora. Recreándose en sus propios pensamientos sonrió con anticipada felicidad.

      Brevemente pidió a Jossie:

      ―Pon las rosas, por favor.

      La muchacha lo hizo con el mejor de los cuidados, y deseó que diera buen resultado. John escribió con mano casi trémula por la emoción unas breves líneas:

      «Querida Alicia:

      »Conoces el significado de estas flores. ¿Quieres ponerte una o todas ellas? Seré más feliz de lo que ya soy.

      »Tuyo siempre

      John.»

      Entregó la tarjeta a la bulliciosa Jossie.

      ―Confío en ti, hermana. De esto depende mi felicidad.

      Jossie salió, deseosa de cumplir el encargo inmediatamente.

      Entregó primero los ramos a las dos novias, que se lo agradecieron como una delicada atención. Luego, llevó las tres rosas a Alicia. Aquellas tres rosas conmovieron a Alicia. Estaba sola en la habitación porque Daisy y Meg estaban en la de al lado. Nadie pudo ver, por esta causa, el rubor que cubrió su rostro, ni las lágrimas de felicidad que se deslizaron por sus mejillas.

      No hubo vacilación en lo que ella deseaba. Por su gusto, inmediatamente hubiera escogido la esplendorosa rosa abierta, como una aceptación sin reservas.

      Y sin embargo no lo hizo. ¿Por qué?

      Recordó a su madre inválida y a su anciano padre, que la necesitaban, especialmente ahora que había terminado los estudios y estaba en situación de ganarse la vida.

      Era un grave problema para ella. Un problema del que dependía su felicidad. Pero conocía su deber y había que cumplirlo.

      ―No sería justo pedir a John que esperase. El sacrificio debo hacerlo yo sola sin encadenarle a una larga espera.

      Con lágrimas en los ojos ―pero entonces de dolor― cogió el blanco capullo.

      ―Ese significa esperanza. Pero, aunque lo quiero muchísimo, ni eso puedo darle. ¿Cuánto habría de esperar?

      Abatida por la tristeza quedó sumida en sus pensamientos.

      Pasaron unos instantes. Unas voces hablando en la vecina habitación llegaron a los oídos de Alicia, alejando sus dolorosos pensamientos. Como es natural no habría escuchado, pero al oír el nombre de John no pudo resistir.

      ―¿Viste a John cuando Alicia recitó aquel discurso? Si no lo detengo, la abraza delante de todos. Estaba entusiasmado.

      ―También a mí me gustó su actuación. Vale mucho Alicia. ¿Tú crees que John siente por ella…?

      ―Seguro que sí. No podría negarlo. Sin embargo, nada me ha dicho. Yo creo que es porque tiene pocas esperanzas y prefiere reservárselo para sí. Deseo que todo le salga bien.

      ―No debiera de ser de otra manera, Daisy. ¿Qué muchacha con sentido común puede rechazar a nuestro John? ¿Hay algún joven mejor que él?

      ―No, mamá.

      ―Seguramente no sabes lo último que ha hecho. Ha gastado todos sus ahorros para pagar una operación al pobre Barton, que se estaba quedando ciego. Ni yo lo hubiera sabido de no haberme enterado en forma casual. ¿Te das cuenta?

      Alicia se emocionó al oír aquello. Por esto perdió algunas frases de la conversación. Luego siguió escuchando:

      ―¿A ti te gustaría Alicia, madre?

      ―Muchísimo. No he conocido muchacha más completa que ella.

      ―Es una suerte. Así John no conocerá la pena que yo conozco. Si su elegida te gusta a ti…

      Alicia oyó entonces un rumor indefinido. Pensó que con toda seguridad madre e hija estaban abrazadas y quizá de ello saliera una tolerancia de Meg para Nath.

      No quiso escuchar más. La forma como hablaban de ella la decidió. En su corazón podían muy bien tener cabida el amor y el deber y, ante todo, debía una franca explicación a John, mucho más extensa de lo que las rosas podían expresar.

      Con mano firme prendió las tres rosas sobre su corazón, como mensaje elocuente para quien había de interpretarlo.

      Cuando Alicia bajó a reunirse con los invitados, John estaba ausente muy a pesar suyo. Por pura y molesta obligación estaba ayudando al abuelo a atender a unos señores, que alargaban más de la cuenta sus discusiones filosóficas.

      Pudo al fin desprenderse de tan intempestiva presencia, y corrió al salón. Solamente pensando en facultades extrañas que tienen los enamorados se comprende que John descubriese inmediatamente a Alicia, que esperaba en un rincón, turbada por la emoción y la esperanza.

      Con todo el salón por delante, John miró ávidamente. Sí, llevaba una rosa. ¿Cuál de ellas? Pero no, no era una; eran dos. ¿O acaso las tres?

      ―Lleva las tres. ¡Las tres!

      Esta exclamación la dijo casi en voz alta. Una señora que estaba a su lado detuvo a John, que se lanzaba impetuosamente en busca de Alicia, para preguntarle algo.

      El muchacho contestó de forma tan incoherente, tan fuera de lugar, que la buena mujer quedó desconsolada.

      ―Es una auténtica vergüenza que los jóvenes de hoy día beban como nunca lo hicieron sus padres. Incluso este chico que parece excelente.

      Aquella interrupción había dado ocasión a que Daisy y «Relleno» mosconeasen ya alrededor de Alicia. John hubo de contener el impulso de la sangre, aunque no respondía de él si aquellos inoportunos no se marchaban pronto.

      Se alejaron al fin, porque Alicia se esforzó en no hacerles demasiado grata su compañía. Cuando quedó sola, John se acercó.

      ―Alicia, Alicia…

      Ella le miró dulcemente con emoción contenida.

      ―¿Cómo podré pagarte en toda mi vida, Alicia? Es la felicidad lo que me concedes. ¿Qué podré hacer yo para compensarte?

      ―¡Por Dios, John, aquí no! Y no hables nunca de pagar. Soy yo la que no te merezco.

      ―¡Oh, sí! Mereces mil veces la mejor.

      ―John, por favor, ten prudencia. Los demás se reirían y no podemos consentir que se rían de eso que tanto vale para nosotros.

      El muchacho se contuvo. Calló, pero en su mirada había todas las promesas de felicidad que sus labios deseaban también convertir en palabras.

      ―Pero somos muy jóvenes aún…, será preciso esperar… y sabremos hacerlo, ¿verdad?

      ―Sí, Alicia. Lo que tú dispongas.

      Como acostumbraba a suceder con rara frecuencia, Tom Bangs fue inoportuno una vez más. Sin darse cuenta en absoluto de la intimidad de aquella pareja fue hacia ellos.

      ―No lo soporto más. Por todas partes oigo hablar de filosofía, de educación, de arte… ¿Por qué no habrá un poco de música? ¡Eso mismo! Alicia, ¿quieres cantarnos algo?

      La muchacha vio en aquella propuesta la solución para decir a John lo que aún no le había dicho. Así, pues, aceptó.

      Interpretó con excelente estilo, mejor voz y una vibración interior que sólo dos personas comprendían, una bonita canción, a la que arregló la letra sobre la marcha.

      De esta forma dijo a John que debían tener paciencia porque eran muy jóvenes, y porque dos viejecitos esperaban que se les endulzasen los últimos días de su vida; pero que aquella espera fortificaría sus esperanzas en un futuro feliz.

      Cuando la canción terminó, John se acercó a ella.

      ―Estás muy acalorada. Necesitas tomar un poco el aire.

      Salieron al jardín, donde conversaron durante largo rato. Entre


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