Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero

Hernán Cortés. La verdadera historia - Antonio Codero


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–y los otros presentes pretéritos–, incurriendo premeditadamente en lo que nomina como la «temeraria praxis de la especulación». «Creamos dioses y demonios a nuestra imagen y semejanza», añade. Dicho de otra forma, esa memoria oficial que, a modo de verdad absoluta, condena, exonera y a la vez reduce la realidad de ayer a un santoral de héroes y villanos: para los primeros, pedestal en el altar patrio; para los segundos, ignominia, distorsión y olvido.

      Contra ello se rebela nuestro autor, que se muestra, sin tapujos, como un gran defensor de la figura y obra de Hernán Cortés, a quien considera el principal impulsor de la nacionalidad mexicana, lamentando en consecuencia que México siga cometiendo el viejo error de tener «recluido» al «principal constructor del país» en una pequeña urna, de una descuidada iglesia, de un olvidado hospital de la capital mexicana. Además de esta reclusión, que anuncia fractura interna y ausencia de reconciliación del «nos» colectivo con su propia biografía nacional, la lectura recuerda el olvido infligido contra Cortés en los anales oficiales y la consiguiente condena como si se tratase del primero de los villanos, un parricidio contra el fundador de un país que, en palabras del propio creador, bien podría llamarse, por méritos consustanciales, «Cortesia». Por todo ello, el libro se presenta como un reclamo contra esa manipulación «irresponsable y cortoplacista», que se ha hecho de la figura de Cortés durante los dos siglos del México independiente.

      Desde esta perspectiva, Antonio no oculta una realidad que persiste, donde Hernán Cortés se presenta como punto de fractura, como ese símbolo de explotación que nutre una «leyenda negra», debidamente alimentada por quienes, en su día y hasta la fecha, desde adentro y desde afuera, recrean la hispanofobia para provecho propio. Si bien sabe que hablar de Cortés es «causar polémica», no tiene reparo alguno en afianzar su tesis: «Cortés es ante todo México». Por eso, y frente al viacrucis de su desprestigio, aboga no solo por el rescate consciente del personaje y por una valoración racional de su legado, sino que alerta de las graves consecuencias de su olvido.

      Si bien el ensayista hace hagiografía y hasta panegírico de Cortés, también advierte que lo hace para reivindicar esa verdad histórica y no para evocar acostumbradas falacias propagandísticas de quienes se siguen sabiendo conquistadores o de quienes recrean su victimismo en su noción consciente de conquistados (o sometidos). Así se deja bien claro –tesis que comparto–, que Cortés no puede seguir siendo nutrimento legitimador de banderías al uso, sino fuente de aprendizaje para la reunión de ese «nos» mexicano –y añadiría para la ocasión, hispano-mexicano– que, a fecha de hoy, y después del paso de tantos y tantos años, pareciera seguir fragmentado. Superar estos maniqueísmos es intención del autor, partidario como es, eso sí, de un solo anhelo para México: el descubrimiento del «nosotros».

      Como se dice, Antonio analiza ese «colectivo» al que pertenece en su condición de mexicano –y hasta español– para avanzar una inquietante reflexión: «no hemos tenido ganas de pensarnos; nos da miedo buscarnos, porque, en una de esas, nos encontramos». De nuevo, la ausencia de una reconciliación del mexicano con su propia biografía nacional, una apelación que también serviría para procurar la revisión de la particular relación entre España y México.

      Por ende, reclama la pertinencia de una mirada interior consciente, con el único propósito de salir de la trampa en la que se encuentra enquistado el «ser nacional» de un México que ha venido siendo rehén de una mitología patria, «tan útil a la historia oficialista estancada y estancadora». Por eso, y de nuevo, el libro nos pone en la senda de la propuesta para descubrir que la solución pasa por la recuperación de esa herencia rechazada, esto es, por la vivificación de toda huella de «lo español». Frente al señalamiento de la orfandad, el ocaso definitivo de la misma pasa ineludiblemente por lograr ese tránsito que asegure la conciliación de México con su particular «hormonismo histórico», una de las acertadas expresiones en el libro.

      Pongo el punto final a este introito y les dejo con la vibrante prosa de Antonio Cordero. Nuevamente, les hago la cordial invitación a leer este libro, de principio a fin, aunque siempre con las pausas debidas para asentar la reflexión. Si secunda el propósito, navegará por las aguas calmas de sus páginas con la brújula de la explicación, pero nunca del juicio. Para quienes se sienten cómodos oteando fronteras nuevas, disfrutarán y aprenderán de su lectura; para quienes, por el contrario, se aferran a los estereotipos arcanos, con mayor razón hago la invitación a que lo lean. Me consta que solo la lucidez puede vislumbrar de nuevo el rumbo, tantas veces perdido, más aún en estos tiempos de tanta incertidumbre y confusión, aunque para ello sea preciso abrir con serenidad, prudencia y suma responsabilidad la Caja de Pandora del pasado.

      Carlos Sola Ayape

      Doctor en Historia y profesor e investigador

      en el Tecnológico de Monterrey

      (campus Ciudad de México).

       Prefacio a la presente edición

      Nota aclaratoria:

      Antes de lo sustantivo, mencionemos la forma en que este libro fue escrito. Al inicio fue concebido únicamente para el lector mexicano, después se valoró la importancia de hacerlo conocer al resto del público interesado en los temas del papel del hispanismo en la historia del mundo, para lo que se adaptó esta versión. El resultado es el siguiente, no sin esfuerzo de quien aceptó la tarea de conciliar un estilo personal muy mexicano a otro que pudiera comprender con facilidad quien no esté habituado al mismo. No obstante, para no desvirtuar el sentido de algunos fragmentos, se estimó apropiado respetar la dirección íntima y forma gramatical que tenía el texto original en ciertas partes.

      Entonces, digamos:

      Tienen razón quienes piden a España que se disculpe. Como las personas, toda nación que ofende a otra debería hacerlo. Motivos hay muchos y por los cuales ya varios perdones y en distintas épocas se ofrecieron. Pero si se demandan justificaciones de otro, si se es congruente, antes habría que reconocerle sus contribuciones. Correspondería entonces enviar, primero, un detallado pliego de agradecimientos, extensos listados de legados recibidos y una medalla al mérito acompañada de carta explicativa de por qué la primera solicitud no debe ser tomada en serio. Después, tener muy claro de qué España se pretenden cuentas: de la de allá o la de acá. La de América se llama México, porque todos sus habitantes también son España, desde el Presidente de la República hasta el indígena más puro con el que se entabla comunicación. Poder hacerlo, hablar, es la prueba más clara del legado español. Los hispanoamericanos, los que llegaron hace 500 años, hace 40 o los que ya estaban hace 5.000 y se latinizaron, lo son. Los primeros tendrían que enviar la mencionada diligencia después de la entrega de los documentos. Y como mexicanos – yo mismo me incluyo–, también debemos exculparnos por las horribles ofensas que cometimos contra nosotros mismos a lo largo de las centurias en las que todavía no éramos España: fuimos muy duros y crueles entre nosotros y apenas nos conocíamos. Sería una larga y absurda cadena de absolución.


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