Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero
La Conquista de la Nueva Galicia, comparten como única relación entre ellos la guerra. Cuando el invasor llega, salvo el del pueblo dominante, todo esplendor había terminado.
Hacía mucho tiempo que las montañas en Mesoamérica eran montículos selváticos que escondían en su seno una pirámide maya, y en el Valle de México, Teotihuacán era un conjunto de ruinas sin nombre desde cientos de años antes de que los aztecas llegaran al Anáhuac. Desde luego que en esas tierras hubo grandeza, magnificencia e interesantes avances en la ciencia y organización social, pero se dieron siempre de manera aislada y nunca de forma continuada. Los aztecas, desde su ciudad estado, dominaron, gracias a sus alianzas, la meseta central, e impusieron por la fuerza su hegemonía al resto de poblaciones, a las cuales sojuzgaban.
Los aztecas, desde su ciudad-estado México-Tenochtitlán, en la meseta central, imponen su hegemonía al resto de poblaciones. La ciudad alcanzó un urbanismo que maravilló a los conquistadres españoles por sus dimensiones, jardines, palacios y plazas.
Los aztecas, entonces, viven en constante rivalidad con los tlaxcaltecas y permiten cierta soberanía a los tarascos en occidente, y a los zapotecas en el sur. Pero nada los identifica como un alma nacional, ni una misma lengua, idea de estado, organización política o religión común; son fracciones que no arman un todo. Al contrario, una feroz enemistad alimenta la guerra perpetua, siempre inclinado el resultado a favor del dominante, cuya evidencia eran los esclavos para los trabajos más arduos, tributos excesivos y víctimas para los sacrificios. Deséchese ese sentimentalismo, fomentado por algunos autores anglosajones, sobre el dolor del indio que pierde su patria. No existía ninguna patria antes de la Conquista. Los aztecas sí perdieron su ciudad, la cual fue destruida junto con su supremacía y su poder, pero ellos eran una minoría privilegiada y opresora. Los españoles, dice José Vasconcelos, el famoso educador, filósofo y escritor mexicano, en su Breve Historia de México, «oprimieron a los indios, y los mexicanos seguimos oprimiéndolos, pero nunca más de lo que los hacían padecer sus propios caciques y jefes».
En las crónicas se lee cómo el cacique de Cempoala8 y el señor de Quiahuiztlán se quejan con Cortés, desde el principio, de las exacciones de los mexicas, de los niños robados para los sacrificios, de las cosechas confiscadas, de las mujeres tomadas, violadas y esclavizadas. Terror y extorsión de Estado. Se entiende por qué Cortés, más que un sometedor, fue un libertador para la mayoría. Llaman la atención, y así lo manifiesta en sus cartas al monarca español, las rivalidades existentes que encuentra entre los distintos pueblos. Llegaban emisarios de uno y otro bando solicitando mediación. Cortés se convierte entonces, de súbito, el comandante invasor, en árbitro de añejas rivalidades entre los naturales de la tierra que apenas conoce.
Si se logra extirpar el veneno acumulado por dos siglos de propagandas inductivas, deberá reconocerse que fue más patria la que Cortés construyó después, que la del valiente Cuauhtémoc o la del temido Moctezuma. De los tributarios de este gran tlatoani9 recoge el futuro conquistador múltiples quejas, como los de Huejotzingo, quienes sienten tal enemistad por los mexicas que abrazan la causa de la Conquista con un entusiasmo que desconcierta a los españoles, y hasta de sus forzados aliados, como constata a su paso por Chalco, Tlalmanalco y Chimalhuacán, tomando nota de lo vulnerable que podría ser la posición del absoluto emperador tenochca. Por eso Vasconcelos le pide al indio «que reconozca para su propia sangre humillada por la Conquista, que había más oportunidades, sin embargo, en la sociedad cristiana que organizaban los españoles, que en la sombría hecatombe periódica de las tribus anteriores a la Conquista». Severo, sin duda, Vasconcelos, pero no es posible negarle la razón.
Entrada de Cortés en Cempoala. Ahí es recibido por el «Cacique Gordo», quien se queja de las exacciones que Moctezuma impone a los pueblos dominados. El futuro conquistador vislumbra la posible alianza con los enemigos del imperio.
Antes de continuar, una aclaración: se usarán indistintamente las palabras azteca, mexica o mexicas, que es como se llamaron a sí mismos los antiguos mexicanos. El primer término, aclara Juan Miralles, aparece empleado por primera vez por Álvaro Tezozomoc, a finales del siglo XVI y propalado por Prescott siglos después, al referirse a los hombres que procedían de un lugar llamado Aztlán. También se les llamará tenochcas, por ser los habitantes del nombre binario como se llamaba esa ciudad: México-Tenochtitlán.
En el Templo Mayor, actual Zócalo de la Ciudad de México, confluían los aspectos más importantes de la vida política, religiosa y económica de los mexicas. Ahí tenían lugar desde las fiestas que el calendario ritual marcaba, hasta la entronización de los tlatoani («Gran Señor», «el que habla») y los funerales de los viejos gobernantes.
Se verá más adelante lo que pasó a los mexicanos al ignorar la herencia hispana y olvidarse de uno de sus mejores exponentes. Pero que aflore de una vez lo que en el «consciente colectivo» se cree que es Cortés y el país de donde proviene: lo primero un conquistador ambicioso que destruyó una maravillosa civilización y forma de vida mítica; dirigió a un puñado de bandidos cuya única intención era enriquecerse y regresar a casa con su botín; oprimió al indio; asesinó y torturó para conseguir riquezas. En segundo lugar, España, una nación atrasada que no merece todo lo que encontró. Desplumemos, entonces, el guajolote10 para no indigestarnos.
Inventario de tributos recibidos por México-Tenochtitlán. Según sus propios registros, se recibían, de 371 señoríos y pueblos, diversas cantidades de productos, alimentos y riquezas, sin ninguna contraprestación por parte del imperio. El pueblo que no cumpliera con el requerimiento era sujeto a la esclavitud o encontraba la muerte.
Los reyes aztecas no solo fueron vencidos por los centenares de españoles que acompañaban a Cortés, sino también por los millares de indios que se unieron a este para destruir la opresión en que vivían. En ese entonces, aunque al mexica se le considera imperio porque, según sus registros, recibe tributos de 371 señoríos y pueblos distintos, en realidad no gobierna, solo sojuzga y extrae beneficios de distinta clase. El sistema tributario, tan exigente y sin contraprestación, es un detonante definitivo para que los indios decidan aliarse contra la Confederación del Valle de México que encabezaban los tenochcas.
El odio que los indígenas de Tlaxcala11 y de otras poblaciones tenían a los aztecas, era más fuerte que su sentimiento racial. En la realidad del mundo indígena hay más regocijo por el fatal destino azteca que interés por formar causa común contra el extranjero, como se demostró finalmente con la apatía de los príncipes tarascos ante el desesperado llamado de Cuauhtémoc para salvar Tenochtitlán.
Desde cierta óptica, las batallas revisten más la forma de una guerra civil que de una conquista y, desde otra, los verdaderos conquistadores son los habitantes locales, venciendo a otros. Por eso la ocupación española, en algunas partes del territorio mexicano, fue pacífica, por persuasión. Pero esto no es un argumento para minimizar la victoria de Cortés; al contrario, los fuertes enemigos de los aztecas, nunca logran imponerse a su dominador. Es el genio del conquistador, su estrategia, quien concreta la gesta. La principal herramienta no es el garrote tlaxcalteca, sino el liderazgo del general que sabe utilizar la imprescindible fuerza que no lleva. ¿Fue la honda la que venció a Goliat o fue David?
El tzompantli (osario) impresionó a los extranjeros invasores durante su primera visita a la sede del imperio mexica. Era un altar donde