Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero
Tlalcaelel, «el que anima el espíritu», fue un sacerdote y consejero mexica. Asesoró a tres gobernantes: Itzcóatl, Moctezuma y Axayácatl.
15 Quetzalcóatl: uno de los más importantes dioses del panteón azteca. Dios de la vida, la luz y la fertilidad. El significado de la palabra en lengua náhuatl es «serpiente emplumada».
Capítulo III
Ya que evocamos al Quijote, hablemos de su patria. La intervención más importante que ha tenido España en la historia del mundo es la obra que realiza en América. Se equivocan quienes sugieren la conveniencia de haber sido conquistados por otra nación más «avanzada». En aquella época, asevera Agustín Basave Fernández del Valle, «España fue la más preparada para la incorporación y comprensión de los pueblos sometidos». Y dice Vasconcelos: «a través de España, accedemos a la cultura más vieja y más sabia e ilustre de Europa: la cultura latina; y latino es el mestizo hispano-indígena desde que se formó la raza nueva».
Cuando los romanos llegaron a la Península Ibérica en el siglo segundo antes de Cristo, se encontraron con íberos, celtas y tartesios, los pueblos más antiguos de la hoy España. También estaban ya los griegos y cartagineses disputando el dominio de ese suelo estratégico del mundo antiguo. Los romanos, tenaces, dejaron ahí casi «nada»: un nombre (Hispania), caminos eternos, ciudades de piedra, acueductos, organización política, códigos y, al final del imperio y ya oficializado, el cristianismo. Es decir, la principal aportación de ese imperio fue unidad. Las conquistas romanas comenzaron en tal época y se extendieron por casi todo el territorio.
Anfiteatro de Mérida, España. El peninsular hispano recibe el legado greco-romano y lo riega en América. La organización política, la lengua, la religión, entre otras muchas expresiones humanas, son la herencia cultural que Europa implanta en el «nuevo continente».
Su dominio militar tardó siete siglos en decaer, pero su soberanía subsiste hasta nuestros días a través de una fuerza aún más poderosa: la cultura, que se traduce en orden, disciplina y estructura, pero también en tecnología, filosofía y ciencia. En conclusión, otorgaron la supremacía de ideas y valores, una estructura mental y una forma de organización.
Diecisiete siglos después, ese mismo mundo romano envía al nuevo continente un procónsul, Hernán Cortés, y funda igualmente ciudades, dicta leyes, impone la religión, da estructura al territorio, nombra autoridades y establece gobiernos. Es decir, Roma, españolizada, vuelve a dar unidad a lo que no tenía. La principal herramienta fue una lengua común, el castellano, hija del latín. Hasta hoy, la mitad occidental del mundo sigue siendo romana, incluyendo México, así como su organización en municipios, el senado, el derecho, la iglesia, la división política, la estructura diplomática, la lengua latina, entre otros rasgos.
Pero también ingresamos a la civilización bajo el estandarte hispano que riega en América todo el bagaje cultural que recibe. A través de España y de distintos influjos, nos llega una vasta herencia. Además de los pueblos ya mencionados, hubo influencia fenicia, románica (como heredera cultural de Grecia), visigótica (de los descendientes germánicos), además del refinamiento y la ciencia árabe, con todo lo que representa. Asimismo, hubo influencia judía, pues España es el país más judío del mundo, Israel incluido. Convivieron tantos siglos y su cultura subterránea permeó a tal grado que en México lo constato cada día que me desnudo. Encontramos rostros judíos no solo bajo el kipá en alguna sinagoga de Polanco16, sino también en cualquier celebración de la colonia española.
España no era cualquier cosa, venía de una misión espiritual autoimpuesta: salvar la cultura cristiana y recuperar el territorio de la península. Lo anterior, dice López Portillo y Weber, «dota a la Historia de España de una dirección bien definida y de un carácter trascendente, dramático, estético, de que carece la de cualquier otro pueblo. Y esa historia es tan nuestra como la de los Aztecas».
Traía inercia, le sobraba adrenalina después de casi ocho siglos de reconquista. Salvó al viejo mundo, se merecía el nuevo, pues, en la concepción de la época, Europa y el cristianismo se veían amenazados por el poder otomano-islámico. Los reinos españoles, liderados por Castilla, fueron los que al final los contuvieron. España ya se había probado a sí misma, ahora tocaba hacérselo saber al mundo. En esa época, la principal característica de lo español, asegura J.M. Sánchez-Pérez, era el valor, un valor rayano en la osadía. Pero «la intrepidez de sus capitanes, de sus atrevidos navegantes, ha estado siempre templada por la caridad de sus misioneros».
Ruinas romanas, en Extremadura, España. «En una de las regiones más pobres y áridas de Europa, donde la tierra más se agrieta, en Extremadura, germina la semilla que dará mejores frutos, da los hombres más enérgicos, que más riquezas aportan al imperio y más almas a la iglesia».
Durante aquellos tiempos, España domina en el nuevo mundo porque domina en el viejo. A ella acuden los aventureros de Europa en busca de apoyo (Colón, de Génova; Magallanes, de Portugal, entre otros), dan Papas a Roma y exportan literatura. Son los mejores. Mientras en España se organiza la exploración de nuevas rutas y tierras para luego lograr su conquista, en Inglaterra y Francia se organizan empresas estatales de piratería, con mucho éxito, por cierto.
El Houston de la época, donde se planifican las expediciones y se gestionan fondos y voluntades, es la corte itinerante de los reyes de España y Sevilla, el Cabo Cañaveral. Desde ahí se lanza la mayoría de los viajes de descubrimiento y la odisea de Magallanes que da la primera vuelta al mundo. Los «astronautas» de antaño no nacen en Nueva Jersey; son extremeños, andaluces o portugueses, quienes aplican la mejor técnica y tecnología disponibles en ese momento.
El Cid. Las principales características del guerrero español de la conquista de América concurren en sus dos principales antecedentes: el Cid y el «Gran Capitán» Gonzalo Fernández de Córdoba.
En una de las regiones más pobres y áridas de Europa, donde la tierra se agrieta, en Extremadura, germina la semilla que dará mejores frutos, los hombres más enérgicos, que más riquezas aportan al imperio y más almas a la Iglesia. Ningún otro pueblo tiene en igual grado el poder de espíritu necesario ni el fogueo militar para llevar a cabo la empresa más importante hasta entonces. Y la conquista del suelo de México es el más atrayente e interesante episodio. Esa hazaña, casi legendaria, la construye un conquistador poco común, que revela, en todas sus acciones, dotes de general y político. El mérito es doble, puesto que estos descubrimientos y posteriores conquistas las hacen los españoles, no España, es decir, son empresas privadas sujetas a las leyes de la monarquía, pero organizadas y financiadas por particulares. Para eso se necesita ser «notoriamente ambicioso», como lo fue Cortés.
La empresa de la Conquista de América es de tal magnitud que, por su misma grandeza, queda fuera del alcance de las colectividades organizadas. Solo está al alcance de los individuos. Que no se crea que a ese hecho histórico llega la escoria de la península. Juan Miralles lo confirma: «entre todos los capitanes y soldados de Cortés, que desempeñaron algún papel relevante, no figura uno solo que fuese analfabeto, eso, para la medida de su tiempo, era un porcentaje elevadísimo; se diría que allí venía lo mejor de Europa».
¿Cuáles son las circunstancias que producen a esos hombres? ¿Cuál es el troquel de Hernán Cortés y el resto de sus iguales, que los lleva a sobresalir por encima de sus contemporáneos? ¿Por qué produce España, y solo España, esos guerreros astutos, capaces y con tal ánimo de lucro? ¿Por qué surgen en la Península Ibérica esos paradójicos