Integración, interpretación y cumplimiento de contratos. Alberto Lyon Puelma

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probada y esta prueba significa una manifestación objetiva de la misma. Conocer con claridad la intención significa que esta ha sido exteriorizada, manifestada, en forma evidente. Es esta exteriorización de la voluntad –independiente de los términos en que ha sido expresada– la que permite al juez determinar lo que realmente se ha querido encontrar más allá o en el silencio de los términos expresos”.5, 6

      Estas opiniones –que parecen ser mayoritarias en la doctrina chilena– son, a nuestro modesto entender, completamente equivocadas, pues confunden lo que son las reglas de interpretación de los contratos con la prueba de la intención de las partes. Las pruebas aceptadas por nuestra legislación civil, como la de testigos, la documental, la inspección personal, etc., sirven para probar los hechos sobre los que se basan los supuestos jurídicos contemplados por las reglas de interpretación e integración de los contratos; pero las conclusiones que se extraen de la aplicación de estas últimas son obligatorias para el juez que conoce del proceso, a tal punto que constituyen la intención de los contratantes y, por ende, ellas deben entenderse conocidas por el juez. De manera entonces que en el derecho chileno no solo hay espacio para algo que pueda entenderse como una suerte de voluntad virtual, sino que, además, esa suerte de voluntad virtual es atribuida por nuestro ordenamiento jurídico directamente a las partes e impuesta de manera obligatoria al juez que conoce de la causa, conclusión esta última que se confirma y consolida por lo dispuesto en el artículo 1546 del Código Civil. “La interpretación no es, considerada en sí, constatación de un hecho, y lógicamente ha de mantenerse diferenciada de las comprobaciones fácticas que la preceden y que recaen, ya sobre el hecho de la declaración o del comportamiento, ya sobre las circunstancias concomitantes. En efecto, a diferencia de la prueba, la interpretación no se propone formar una convicción acerca del punto de si un hecho se haya producido realmente alguna vez o no, o de si algo ha ocurrido en un determinado momento y de una cierta manera, sino que solo pretende aclarar la idea, el significado en que se haya de entender la fórmula usada o la actitud mantenida”7.

      Son interesantes e ilustrativas las palabras de Stolfi8, quien señala que con la expresión “conocida la intención de los contratantes debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras”, se ha querido decir que “la voluntad real no debe obtenerse únicamente por los medios facilitados por la gramática y el diccionario, sino que [por] todos los que suministre la lógica… Porque la manifestación de voluntad es eficaz en cuanto manifieste con exactitud el pensamiento, en defecto de locuaz es necesaria deducirla del conjunto de las varias disposiciones, del fin práctico que las partes se hayan propuesto y de todas las demás circunstancias de hecho que puedan contribuir a la averiguación en tal sentido y que deben, por consiguiente, tenerse en cuenta con el mayor cuidado”.

      1.8. En consecuencia, por mucho que pueda darse por conocida por el juez la intención de los contratantes, si en conformidad a las reglas de interpretación contenidas en el Código se llega a una intención contrapuesta, el juez no puede considerar sus propias convicciones, porque la claridad del conocimiento de dicha intención es una condición necesaria de las conclusiones que se extraen en virtud de la aplicación de esas reglas y no de la convicción que alguna prueba en particular sobre la voluntad psicológica pueda haber más o menos influido sobre el juez9.

      El Código Civil chileno no ha modificado el sistema de interpretación del Código de Napoleón, el cual tampoco establece –como se dice– una suerte de libre y subjetiva investigación psicológica de la intención de los contratantes10, pues con la voz claramente se está aludiendo a la intención de los contratantes, la que se extrae mediante la aplicación de las reglas de interpretación e integración que contiene el Código. Por otra parte, si las conclusiones extraídas al amparo de esas reglas no son claras, no es que esas conclusiones queden subyugadas a lo literal de las palabras usadas por las partes, como parece concluir la posición dominante, sino que no priman sobre ellas y, por ende, debe aplicarse la regla final contenida en el artículo 1566 del Código Civil.

      2.1. Si se analiza, entonces, qué es la interpretación de los contratos considerando la intención de las partes como una abstracción que se extrae del proceso deductivo e inductivo establecido por la ley, se debe llegar a la conclusión de que esa interpretación no es otra cosa que el proceso mismo. La doctrina ha descrito este proceso como la aplicación de métodos o criterios de interpretación que dan cuenta del análisis de las distintas cosas o elementos que conforman esta abstracción jurídica denominada intención de los contratantes, y que redundan en una investigación subjetiva, objetiva o técnica, individual y típica.

      2.2. Es más, aun cuando se estimare que la intención de los contratantes es un hecho que debe ser probado, y no un proceso inductivo y deductivo elaborado por la ley, como hemos afirmado, no puede caber duda alguna de que la integración del contrato, que es distinta al proceso de interpretación, según se verá, no puede ser concebida como objeto de prueba, sino como un imperativo de lógica y racionalidad que se deriva de la naturaleza del contrato y, por lo mismo, una cuestión que precede al proceso de interpretación. Primero se integra el contrato y solo después se puede interpretar el mismo, porque no se puede interpretar algo que no se encuentra completo o pleno; y la plenitud se alcanza una vez realizada la integración. Así se ha fallado11.

      2.3. Estos métodos se diferencian, en particular, según la diferente orientación que los inspira, en: (a) interpretación psicológica o subjetiva, y a ella contrapuesta, (b) una interpretación técnica (objetiva); (c) interpretación individual; y como antitética, (d) una interpretación típica, (e) una interpretación en función recognoscitiva; y como contrapuesta a ella, (f) una interpretación integradora”12.

      En las palabras de Betti y Schleiermacher13, cada uno de estos criterios o investigaciones se explica de la siguiente manera:

      (a) Subjetiva o psicológica se califica a las características de un criterio dirigido a “investigar en la objetivación del espíritu la mens del que la ha actuado, según los cánones hermenéuticos de la autonomía de la totalidad…” Es decir, se trata de averiguar cuál ha sido la voluntad de los contratantes sin limitarse al sentido literal de las palabras, en términos tales que este sentido literal no necesariamente refleja la conciencia común de los contratantes en aquello que denominamos acuerdo. Se trata de descubrir una psicología, esto es, el verdadero pensamiento íntimo que unió a los contratantes. Nuestro Código Civil, al igual que otros14, no se refiere a la intención de cada una de las partes, sino a la intención de los contratantes, que es algo distinto a las primeras, pues esa intención, al ser de los contratantes, se entiende que se refiere a la de ambos, esto es, a la común, respecto de la cual se produce el acuerdo, la que por cierto exige un grado de objetivación que no requieren las primeras, las que ni siquiera necesitan haberse exteriorizado y que, por lo tanto, para los fines del derecho, resultan despreciables. En esta parte, “si el intérprete se muestra capaz de descubrir la voluntad común de las partes, realizando lo que le prescribe el sistema subjetivo, será sobre todo gracias a su inteligencia y a su buen sentido”15.

      (b) Objetiva o técnica, en cambio, se califica a la investigación “dirigida a replantearse el problema propuesto en la anterior, indagando la solución independientemente de la conciencia refleja que haya podido manifestarse en su autor, encuadrándola –en el caso de un contrato– no ya en la totalidad individual de ambas partes16, sino en la totalidad del ambiente social, según el punto de vista corriente en torno a la autonomía privada”. Esto significa que debe ponerse el acento en la racionalidad implícita del contrato celebrado según el punto de vista corriente, racionalidad que obviamente escapa a la psiquis individual y se manifiesta en la estructura misma de las relaciones económicas y jurídicas y en la aplicación del principio de la buena fe y de los usos no en su dimensión interpretativa, sino normativa, donde se presupone una común convicción de las exigencias del tráfico y que constituye en el fondo una opinión necesaria para los interesados.

      (c)


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