El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
dispersos por todo el mundo, una vez que les haya informado del experimento.
—Será un trabajo bonito, sin duda. Me gustaría participar en ese estudio...
—¿Tenías dudas sobre ello? Después de todo, es gracias a ti que el mundo conocerá este efecto, y puedes estar seguro de que de ahora en adelante te espera solo una cosa: un montón de trabajo. De hecho, tendrás que seguir con tu plan de estudios tal y como estaba programado, y además te implicarás en cuerpo y alma en este nuevo desafío. Felicidades, Marlon, vas a ser famoso y al mismo tiempo vas a tener que trabajar más que un grumete fregando la cubierta de un barco. ¿Qué más puedes pedir? —Drew se dirigía a Marlon en tono paternal, satisfecho del trabajo del chico.
—Bueno, en este momento, pediría una buena cama —respondió sonriente Marlon, al mismo tiempo que terminaba su licor.
—Totalmente de acuerdo —dijo Drew—. A propósito, ¿cómo te llamas?
—¡Marlon! ...Ah... ejem... Joshua Marlon. Josh.
Drew lo miró con simpatía.
Aquel chico de color chocolate había tenido la suerte y la agudeza de capturar un fenómeno que, si no, habría podido permanecer desconocido para la humanidad por quién sabe cuánto tiempo.
«Un punto más para los negros», meditó. «Hacía falta. Se lo merecían. Al demonio los que querían discriminarlos. El mundo empieza a girar en el sentido justo, gracias al cielo, y creo que...», Drew volvió al presente, dándose cuenta de que el güisqui empezaba a tomar el control.
—Buenas noches, Josh.
—Buenas noches, profesor Drew.
Poco después Drew estaba en su cama, solo como siempre en su vida de solterón.
Había conocido alguna mujer, hace mucho tiempo, pero habían sido amistades o poco más. Él no había profundizado en la relación, y ellas, después de un poco, lo habían dejado, con la impresión de que no se pudiese construir nada con ese tipo que parecía tener siempre la cabeza en las nubes.
Seguramente la física ocupaba toda la vida de Drew, pero él también era un hombre, independientemente de todo lo demás, y la verdadera razón por la que no había podido construir nada en el aspecto sentimental era su hermana.
Timorina Drew vivía con él desde siempre. A sus cincuenta años, diez menos que su hermano, ella tampoco estaba casada, y se ocupaba de ambos y de la casa de manera tan ejemplar que Drew se sentía muy agradecido por todo lo que ella hacía. La presteza de su hermana le permitía, de hecho, dedicarse totalmente a su trabajo, cosa que normalmente consumía toda su energía.
De hecho, Drew había evitado casarse, inconscientemente, porque temía que su mujer no pudiera estar a la altura de su hermana, limitando su disponibilidad para sus actividades, algo inconcebible para él. Además, la eventual esposa habría podido entrar en conflicto con Timorina, y esto también le habría resultado insoportable, porque él sentía que tenía una deuda enorme con su hermana, y con su mujer habría debido tener las atenciones de un marido. Se habría encontrado en un callejón sin salida del que no habría sabido cómo salir.
En resumidas cuentas, Drew tenía sus complejos y esto no hacía fácil su vida, aunque él no se daba cuenta de ello.
Timorina, por su parte, lo sometía a chantaje psicológico, como muchas mujeres saben hacer sin que el hombre se dé cuenta, y lo inducía a hacer algunas tareas que ella simplemente no tenía ganas de hacer, proponiéndolas a Drew como trabajos que «solo tú sabes hacer bien».
Uno de estos era cortar el césped delante de la casa.
Tenía una superficie de unos doscientos metros cuadrados y con el cortacésped que tenían hacía falta una hora. No era mucho, pero últimamente la hermana lo asaltaba los domingos por la mañana, un momento sagrado para él, durante el cual habría querido relajarse completamente y permanecer en el sillón escuchando música clásica. Hasta hace un par de meses él cortaba el césped los sábados por la tarde, pero entonces Timorina había empezado a invitar a sus amigas, que antes invitaba los domingos, justo el sábado, y sostenía que no podía tomar el té con el ruido del motor del cortacésped.
Drew se había adaptado, pero estas últimas semanas esto estaba empezando a resultarle insoportable, y había tenido una idea.
Pensó que, como profesor de física que era, habría podido construir un dispositivo que pudiera quemar instantáneamente la hierba por encina de una altura dada, obteniendo un resultado parecido al del cortacésped.
Drew sospechaba que, con un retículo de conductores en el jardín, y generando un campo eléctrico con un alto potencial a, digamos, cinco centímetros sobre la hierba, podría quemarla en una cierta longitud, obteniendo el mismo efecto que al cortarla.
No se le pasó por la cabeza, ingenuo él, que su hermana pudiera no aceptar las marcas de las quemaduras en la hierba, y que él habría tenido que volver al cortacésped como siempre.
En todo caso, de todo esto había salido el dispositivo que ahora reposaba en la mesa del laboratorio.
Si hubiese sabido que la «amiga de Leeds» que Timorina visitaba desde hace poco los domingos, y esta vez todo el fin de semana más el lunes, era un simpático señor de mediana edad que en aquel preciso momento estaba haciendo gimnasia con su hermana en una buena cama de matrimonio.
Capítulo IV
Marlon se despertó pronto, al amanecer. Normalmente no tenía ninguna dificultad para levantarse por las mañanas, y esta vez, a pesar del cansancio de la noche anterior, no fue diferente. Pero se quedó un poco en la cama, reflexionando sobre todo lo que había ocurrido, y volvió a preguntarse a dónde estarían mandando el material. ¿Quizá a una pagoda japonesa? ¿A un desierto australiano? ¿O quizá a algún pueblo africano remoto?
«Bah! Si hay una manera de descubrirlo, ¡lo descubriremos!» concluyó filosóficamente.
Bajó a la cocina y encontró a Drew, que estaba preparando un copioso desayuno para dos.
Se saludaron y atacaron con gusto los huevos con panceta acompañados de un buen té.
Hablaron poco mientras comían, porque no tenían mucho tiempo.
Acabado el desayuno Drew llamó a la secretaría de la Universidad para informar de que llegaría tarde.
Marlon, sin embargo, no tenía clases esa mañana, así que estaba libre.
Se prepararon y salieron.
Lo primero que hicieron fue ir a ver a un notario amigo de Drew. Después de unas explicaciones breves, el notario ordenó preparar un documento en el que se declaraba que en una cierta fecha los señores Lester Drew y Joshua Marlon habían descubierto un efecto físico, descrito sucintamente, y que este efecto era producido por un instrumento construido por Drew y oportunamente regulado por Marlon. Del gato no se hablaba.
Después de firmar, entraron en el coche y Drew condujo hasta el aparcamiento cercano al despacho del rector.
Se hicieron anunciar y pocos minutos después entraron.
El rector McKintock ocupaba ese despacho de manera espartana y sin florituras. Solo lo esencial y lo útil tenían cabida en ese local. El aspecto mismo del rector emanaba sobriedad y eficiencia.
—Drew, amigo mío, ¿qué puedo hacer por ti? —Tan solo una ojeada a Marlon, sin saludarlo.
—Hola, McKintock. Tengo un descubrimiento.
Lo escueto de la afirmación de Drew hizo que la frente del rector se arrugara, colocándose la fría máscara que presentaba en su puesto de trabajo. Esa máscara debía expresar autocontrol y también control total sobre todo y sobre todos, y eso era una ayuda valiosa para mantener la escala jerárquica como debía.
McKintock sabía que Drew era bueno, pero no esperaba que, con sesenta años, el físico