El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
Artemisa se sintió tan ultrajada por la mirada fija de Acteón que le lanzó agua mágica y lo transformó en un ciervo. Sus perros creyeron que era una presa y lo hicieron pedazos, matándolo. —Hizo una pausa, vacilante, y luego repitió—: Espero no tener el mismo final que Acteón...
Ella rio, divertida.
—No veo perros por aquí.
McKintock respiró, aliviado, y rio a su vez, después, retomó la palabra en un tono confidencial:
—Uf, por esta vez estoy a salvo. Discúlpeme si la he molestado —dijo, y volvió a su taburete.
—No hay de qué excusarse. A mí también me gusta charlar relajadamente, después del día que he tenido. ¿Lachlan, ha dicho? ¿Cuál es su origen?
McKintock se relajó.
—Es un nombre gaélico, y parece que significa «proveniente del lago», o, a lo mejor, «guerrero belicoso».
—Prefiero la primera acepción. ¿Qué opina usted?
—Ciertamente. Estoy de acuerdo. —McKintock se sentía realmente a gusto hablando con Cynthia. Era agradable conversar con ella, y tanto o más encontrar inmediatamente puntos en común. ¡Hacía mucho tiempo que sus relaciones con los demás consistían únicamente en silencios estresantes, decisiones amargas y pomposos discursos públicos!
McKintock propuso a la mujer:
—¿Qué le parece si nos sentamos? —Sugirió, señalando un agradable espacio anexionado al bar, con mesas bajas y cómodos sillones.
Ella miró el reloj y estimó la propuesta durante un momento, cosa que angustió a McKintock, hasta que dijo:
—Claro, todavía es pronto.
Cogió su copa y se dirigió, junto con él, hacia el salón. Se instalaron uno enfrente del otro, con una mesa baja entre los dos.
Ella bebió un sorbo de jerez; McKintock, que no tenía ya nada que beber, se giró hacia la barra del bar e hizo un gesto al dependiente, que acababa de volver. El camarero llegó rápidamente y McKintock se dirigió de nuevo a Cynthia:
—¿Puedo permitirme invitarle a algo? ¿Le apetece picar algo, salado o dulce? ¿Un helado?
Ella reflexionó y luego se decidió:
—¿Por qué no? Algo salado, gracias.
McKintock pidió una tónica, y el camarero se fue a preparar todo.
Cynthia cruzó las piernas y asumió una pose poco espontánea.
—¿A qué se debe su presencia en Birmingham? —le preguntó.
—He venido por la conferencia sobre la mitología griega. Soy profesor de Letras Clásicas y quiero mantenerme al día.
—Ah, entiendo. Por eso sabía todo de Artemisa. Pero... —añadió con algo de malicia— ¿y si le hubiese mandado un cerdo salvaje?
Eso fulminó a McKintock. Se puso rojo hasta la punta del pelo, sintiéndose un perfecto imbécil. Cynthia sabía todo de Artemisa, ¡todo! Había estado jugando con él hasta ese momento, y él no se había dado cuenta.
—Habría acabado como Adonis, muerto por el cerdo salvaje que le envió Artemisa —constató, avergonzado. Después tuvo una idea.
—Pero era lógico: ¿quién mejor que la diosa en persona podría conocer sus propias leyendas?
Cynthia sonrió, halagada.
—Esta vez seré magnánima Sobre todo porque esta diosa se ocupa de inversiones, más que de culebrones del Olimpo.
McKintock sonrió ahora, y se sintió feliz de haberla conocido. Era una mujer culta e inteligente, increíblemente fascinante.
El camarero trajo las cosas. Como Cynthia había acabado su jerez entre tanto, McKintock la miró interrogativo, y ella pidió:
—Una tónica para mí también, por favor.
Comenzaron a picotear los aperitivos, que eran muy diversos y sabrosos. Por algún momento estuvieron en silencio, hasta que McKintock le preguntó:
—¿Así que inversiones? Interesante. Debe ser un trabajo de gran responsabilidad.
—Efectivamente —confirmó ella—. Hay que considerar que quien decide investir espera tener beneficios, o al menos conservar el capital investido, en el peor de los casos. Eso depende del perfil de riesgo del inversor. Cuanto más alto es el riesgo, y entonces hablamos de invertir mayoritariamente en acciones, mayores pueden ser los beneficios, con la condición de que la inversión sea a un plazo de, por lo menos, cinco años. Este período es suficientemente largo para permitir que las acciones aumenten de valor en el tiempo, aunque estén sometidas a fuertes variaciones a corto plazo ligadas a los altibajos del mercado. Lo que cuenta es la tendencia, en este caso, porque si las acciones son de las llamadas sanas, su valor aumentará irremediablemente, excepto en caso de guerras, revoluciones, o perturbaciones a nivel nacional o mundial. Si el inversor está razonablemente seguro de no necesitar el dinero invertido, al menos por la duración mínima necesaria para este tipo de operaciones, es muy probable que después de algunos años se encuentre con unos beneficios significativos. Cierto, nadie conoce el futuro, por lo que el riesgo de perder dinero existe, es real, pero la economía presenta ciertos movimientos cíclicos que permiten hacer previsiones razonables e invertir en consecuencia.
Mientras tanto el camarero había llevado la tónica para Cynthia, que bebió un sorbo y continuó:
—El extremo opuesto es el riesgo bajo, es decir, la inversión en valores de renta fija. En ese caso, el horizonte temporal es mucho más breve; puede ser incluso menor de un año. Estos valores, de hecho, dan un rendimiento bajo pero seguro, por lo que son aconsejables para quienes no quieren arriesgar nada, se contentan con pocos beneficios y saben que tendrán el capital disponible cuando lo necesiten.
Entre los dos extremos están las inversiones mixtas, en las que se elige invertir una parte del capital en acciones y una parte en valores fijos, en proporciones variables según la disposición al riesgo. De este modo es razonable esperar que, si una parte de la inversión no va bien durante un cierto periodo, la otra sí lo haga, lo cual deja al inversor más tranquilo. Mi trabajo es guiar al inversor para que elija la forma más apropiada para él. Como es el dinero del cliente lo que se arriesga en la operación hay mucha competencia, y hacen falta mucha conciencia y mucho sentido de la responsabilidad al aconsejar un tipo de inversión u otro. El error no está permitido. O mejor, no se pueden cometer dos errores, porque después del primero debemos cambiar de trabajo.
Tomó otro sorbo de tónica y le miró:
—Le estoy aburriendo, ¿verdad?
McKintock la escuchaba fascinado durante todo este tiempo. Esa voz cálida que exponía con tanto dominio conceptos áridos como los de las finanzas, esos ojos verdes que miraban lejos mientras hablaba, lo habían hechizado completamente.
—No, para nada —respondió convencido—. Es un tema muy interesante. He hecho algunas inversiones, como muchos, pero debo reconocer que no he conocido a nadie que me hablara de ello como usted lo acaba de hacer.
Ella cogió una galleta salada y le preguntó alegremente:
—¿Y cómo van sus inversiones? —comenzando a mordisquear la galleta; con pimiento y anchoas, muy rica.
McKintock bebió algo de tónica mientras reflexionaba y respondió:
—A decir verdad, no lo sé. Ahora que lo pienso, hace mucho que no me ocupo de ello. Quién sabe cómo va mi dinero. Intentaré controlarlo un día de estos.
Ya..., un día de estos. Como para muchas otras cosas, ese día no llegaría nunca, ocupado como estaba con su trabajo y distanciado, inconscientemente, de todo lo que no tenía nada que ver con la universidad. De repente se dio cuenta de que había dejado demasiadas cosas