El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
lo más profundo de su alma, lo solo que estaba. Y desde cuánto tiempo lo estaba.
En ese momento McKintock se vio a sí mismo. Vio en lo que se había convertido. Un personaje potente y prestigioso de cara al mundo.
Y un miserable en el ámbito personal.
La miró fijamente a los ojos.
—Me preguntaba... —empezó dubitativo— me preguntaba si... —se interrumpió de nuevo—, me preguntaba si podría ser tan amable de ocuparse de mis inversiones —concluyó casi susurrando.
Cynthia lo miró, asimismo, y mientras él hablaba, leyó en sus ojos lo que llevaba dentro. Leyó la soledad, y la estatura de la persona.
No lo dudó ni un segundo.
—No me apetece dormir sola esta noche.
Lo dijo con tal naturalidad que McKintock no se dio cuenta del significado real de sus palabras.
Solo tras algunos instantes lo comprendió, y una fortísima emoción se apoderó de él. Se le humedecieron los ojos, y con los labios temblando alargó una mano para tomar delicadamente la de ella, que le sonrió con naturalidad.
Cogieron sus vasos y se dirigieron al ascensor, cogidos de la mano.
El camarero los vio marcharse.
«Guau, qué velocidad», pensó.
Miró con perplejidad el plato que estaba sobre la mesa.
«¿Habrán sido los aperitivos?».
La habitación de Cynthia era muy similar a la suya, amplia, con cama de matrimonio, un armario grande, un escritorio cómodo y sillones para relajarse. La televisión vía satélite y el bar eran accesorios suficientes para el ocupante. La decoración era cuidada, como correspondía a un hotel de máxima categoría como aquel. Los cuadros en las paredes representaban paisajes de Yorkshire, con páramos verdes poblados de brezo continuamente agitados por el viento.
El baño era muy acogedor, con los sanitarios novísimos y perfectamente higienizados. La ducha lujosa con cabina de cristal invitaba a usarla, y Cynthia empezó a prepararse enseguida. Se quitó la pinza del pelo para liberarlo, moviendo la cabeza a izquierda y derecha para desenredarlo. Le llegaba a los hombros, y revelaba un sofisticado corte escalonado. Se quitó la chaqueta y la colocó cuidadosamente en la percha. No se quitó los elegantes zapatos. Aún no. Cuando bajó la cremallera de la falda McKintock se sintió desvanecer, y para esconder su reacción le preguntó si podía ir a su habitación a coger sus efectos personales.
En cuanto salió de la puerta, con la frente empapada en sudor y el corazón batiendo salvajemente, se preguntó si no estaba cometiendo una locura. Mientras avanzaba por el pasillo con paso mecánico y cogía el ascensor para bajar al primer piso, donde estaba su habitación, se acordó de que ya no estaba casado. Estaba divorciado desde hacía años, y debía considerarse un hombre libre para poder buscar otras oportunidades. Metió rápidamente en la maleta una muda, un traje planchado y los accesorios para la higiene personal, luego cerró la puerta y se dirigió tranquilo hacia el segundo piso, habitación 216.
Llamó, pero no hubo respuesta. Movió la manija y vio que Cynthia había dejado la puerta abierta para él. No era un sueño, entonces, lo que estaba viviendo.
Entró y sintió el sonido del agua de la ducha. Dejó la maleta al lado del armario y vio que la puerta del baño estaba abierta.
Y a través de ella vio a Cynthia.
Dentro de la cabina de cristal, bajo el masaje tranquilo del agua calentísima, se pasaba una esponja llena de espuma por el pecho, bajo los senos generosos, por el estómago y por el abdomen. Estaba girada tres cuartos respecto a la puerta, con la pierna izquierda ligeramente desviada de la rodilla para abajo. Ella lo vio y no se movió ni un milímetro. Le sonrió y empezó a enjabonarse los brazos, las axilas, los lados.
McKintock habría querido encontrar la fuerza para separarse de aquella visión, al menos por una cuestión de respeto, pero no fue así.
Era bellísima. Maravillosa.
Permaneció como encantado, observando ese cuerpo magnífico, lleno e increíblemente sensual.
Ella empezó a pasar la esponja por las ingles, lentamente, metódicamente, y a echar para atrás la cabeza rítmicamente.
La mirada de McKintock siguió los movimientos irresistibles de la esponja, con los ojos fuera de las órbitas, incapaz de moverse.
Hasta que se dio cuenta de que ella lo estaba mirando, sonriente y burlona.
Cynthia llenó de agua el tapón del gel de ducha y se lo lanzó por del techo abierto de la ducha.
McKintock se despertó de golpe, como tocado por una descarga eléctrica, y enrojeció completamente de la vergüenza. Comprendió cómo debió sentirse el pobre Acteón de la leyenda. ¡Oh, Artemisa! ¿Cuántos hombres has destruido con tu belleza? Ahora yo también me he mojado con el agua mágica: ¿me transformaré en ciervo?
Cynthia echó una carcajada y se pasó la esponja rápidamente por la espalda, los glúteos y las piernas, luego se enjuagó abundantemente girando bajo la ducha y pasándose los dedos entre los cabellos para eliminar todo el champú. Cerró el grifo y dejó que el agua resbalase por su cuerpo, se cepilló el pelo y finalmente abrió lentamente la cabina, salió y se puso de espaldas para ponerse el albornoz que McKintock sujetaba para ella.
Se lo puso y se dio la vuelta. La sintió cálida, perfumada de gel de ducha de lavanda, con el pelo mojado y la piel congestionada por el agua calentísima. Terriblemente deseable.
Se movió para salir del bajo; McKintock no consiguió resistir y le apoyó las manos en los hombros, plantándose de frente a ella sin saber bien qué hacer. Cynthia lo miró con cara de reproche:
—¡La ducha!
Él soltó su presa y la dejó pasar, descorazonado.
Cynthia salió del baño, se ató el cinturón del albornoz y cogió el secador de su maleta, después volvió a entrar y empezó a secarse el pelo delante del espejo parcialmente empañado.
McKintock salió entonces y se desnudó, dejando su ropa en un espacio libre del armario, y las gafas en el escritorio. Preparó un pijama en el lado izquierdo de la cama.
Con cincuenta y ocho años cumplidos estaba bastante en forma. Como buen escocés comía poco, además le gustaba caminar rápidamente durante largos periodos, sobre todo dentro de la estructura universitaria. Usaba el coche solo cuando era indispensable, y esto le había ayudado a mantener un buen tipo. Solo un ligero esbozo de grasa en aquel hombre magro de mediana estatura, con el pelo gris y la mirada penetrante, de ojos castaños.
Entró en la ducha con una toalla alrededor de la cintura, y cuando la quitó y abrió el agua permaneció girando hacia la pared.
Cynthia no se dignó a mirarlo durante todo el tiempo. Siguió usando el secador con mano segura, con un resultado final envidiable. A pesar de la edad, su pelo era voluminoso y brillante. El tinte reproducía fielmente el que había sido su color original, solo parcialmente manchado de blanco si el rojo oscuro artificial no lo hubiese cubierto perfectamente, y sin dejar ver ni un milímetro de raíces.
Volvió a llevar el secador a la habitación. McKintock todavía se estaba duchando.
Se quitó el albornoz, cogió el perfume del neceser y disparó el aerosol repetidamente a su alrededor, creando una nube. Se introdujo en la nube y dio vueltas durante unos segundos, dejando que su cuerpo desnudo absorbiese aquella fragancia, después se puso un camisón de seda brillante de un ligero verde azulado que le llegaba hasta el muslo, sin ropa interior. Se sentó en un sillón, medio tumbada en una pose lánguida.
Tenía los brazos apoyados relajadamente sobre los reposabrazos, la cabeza apoyada en el respaldo e inclinada a la izquierda, la pierna derecha en ángulo recto y con el pie desnudo sobre la moqueta, con la pierna