El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
La recompensa era, además, grande. Gobernaba la Universidad más importante del país y esto le daba un prestigio inmenso, una afirmación personal que pocos podían sentir, y que muchos le envidiaban.
Y por eso estaba solo.
Solo como un perro callejero. Desde lo alto de su gran poder, la distancia con las personas que lo rodeaban era tal que las relaciones humanas eran imposibles.
Su mujer se había ido hacía ya muchos años, desechándolo como a un organismo defectuoso que solo funcionaba en el ámbito profesional, alimentado por la presunción y la satisfacción de sí mismo, mientras en casa, como marido, era totalmente inútil e incapaz. No sabía comprenderla, no sabía ni siquiera cómo razonaba una mujer, siempre concentrado en su promoción a puestos más importantes y prestigiosos, pero al mismo tiempo áridos y disociados de los sentimientos. No tenían hijos, así que cuando ella se cansó de vivir como una mera conocida con privilegios cambió su dirección e hizo llevar la causa del divorcio por una amiga suya que era abogado. No habían vuelto a hablar.
Al principio McKintock no se dio cuenta realmente de lo que había ocurrido. No pasaba mucho tiempo en casa, y, cuando estaba, no era lo que se dice propenso a las relaciones familiares. El estrés del trabajo lo descargaba en esos momentos, y tener a su mujer a su alrededor le fastidiaba bastante. Prefería estar aislado, en el jardín o en la biblioteca.
Sin embargo, una semana después de que ella se hubiera ido, McKintock encontró a la chica de la limpieza poniendo unas maletas al lado de la puerta. Preguntada sobre ello, ella había adoptado un aire avergonzado y le había informado de que su esposa había dispuesto el envío de sus objetos personales a su nueva dirección.
Como despertándose de un sueño que se tiene con los ojos abiertos, él miró a su alrededor, buscando instintivamente a su mujer, y solo entonces asumió la situación real.
Se cerró en sí mismo, dominado por el sentimiento de culpa, pero al mismo tiempo incapaz de superar la barrera que él mismo había creado durante tantos años de vida conyugal estéril.
Y comenzó su vida de hombre solitario. Solamente un poco más solo de lo que lo había estado antes.
Hasta que conoció a Cynthia.
Alrededor de un año antes había decidido pasar una semana de vacaciones atendiendo una conferencia en Birmingham, de tres días, por lo que tuvo que ir a un hotel.
Una noche estaba en el bar, después de un día escuchando a unos iluminados de la mitología griega que debatían animadamente sobre las distintas traducciones posibles de las inscripciones en la tapa de una urna desenterrada recientemente en Corinto.
Eso le había dado de comer, eso, la materia en la que él era un experto y de la que él había hecho su propia especialidad, enseñándola durante años y años, anteponiéndola a importantes programas de investigación y colaborando como consultor con las mayores instituciones mundiales dedicadas a la conservación de la cultura clásica.
Todo esto hasta que la carga de ser rector lo proyectó en una nueva dirección, muy organizativa y muy poco cultural, aunque con la halagüeña contrapartida del poder. Desde entonces se contentaba con seguir los proyectos de los demás, consultar las publicaciones nuevas sobre el tema y participar en seminarios cuando podía.
Aquella noche no tenía sueño, y, sentado en la barra del bar del hotel, disfrutaba meditabundo un güisqui añejo de pura malta. Era el único cliente allí, a pesar de que no era demasiado tarde. El dependiente estaba dando brillo por tercera vez a los vasos de cristal. Las luces débiles y el tinte de madera gastada que caracterizaba la decoración le transmitían tranquilidad, y hacían que se sintiera muy a gusto.
Iba a tomar otro sorbo de licor cuando, inesperada e invencible, la fragancia de un perfume increíblemente femenino lo envolvió, cogiéndole completamente al desprovisto y dejándolo aturdido por un instante. Se quedó paralizado, como si se hubiera vuelto de piedra, y el perfume lo sumergió del todo. A su izquierda había aparecido una mujer muy bien vestida, de maneras elegantes y seguras, que, de pie, algo alejada de la barra, hizo su pedido:
—Un jerez, por favor.
Su voz era cálida, de contralto, perfectamente controlada, como de una persona acostumbrada a hablar en público, a un público culto y atento.
McKintock la miró por el rabillo del ojo, intentando no mostrar ningún interés.
La mujer lo ignoraba completamente. Era de mediana estatura, de piel clara, y pelirroja, con el pelo recogido con una pinza de color de marfil. Su silueta tenía proporciones muy femeninas.
Llevaba un traje escocés de exquisita factura, con la falda adherente hasta las rodillas, perfecta, los zapatos de charol marrón oscuro, con tacón alto y sutil, las medias negras. La chaqueta cubría una camiseta blanca con un escote evidente pero comedido. En la solapa un broche dorado en forma de «C» destacaba con sutileza. Llevaba un collar de oro finamente trabajado, y unos pendientes con un generoso brillante iluminaban con mil luces los lóbulos de sus orejas.
Su expresión era amable, y su cara era de rasgos delicados, pero bien definidos. Sus ojos, de color verde claro, acompañaban la nariz bien proporcionada y levemente aguileña. Los labios sutiles, pero no demasiado, estaban a tono con el mentón, apenas marcado.
Maquillaje ligero de color pastel. Solo alguna sombra sutilísima de arrugas en la frente y en las mejillas de la mujer, seguramente cercana a los cincuenta años.
El dependiente le sirvió el jerez, posando la copa en la barra del bar sin hacer el mínimo ruido, y desapareció en el local de servicio detrás de la vitrina del bar.
La mujer alargó la mano derecha, con dedos largos y finos y con una manicura exquisita, las uñas esmaltadas de madreperla, y cogió delicadamente el vaso. Mientras lo levantaba, McKintock no pudo retenerse, quizá embriagado por ese perfume y esa visión, y levantó también su vaso, diciendo con voz mesurada:
—¡Salud!
Ella giró levemente la cabeza en su dirección, y al mismo tiempo inclinándola hacia delante. Esbozó una leve sonrisa y respondió sin inflexiones de la voz:
—Salud.
Después volvió a mirar delante de ella y bebió un pequeño sorbo de su licor, mientras McKintock se tragaba de una sola vez todo lo que le quedaba del suyo.
Y se quedó así, con el vaso vacío en la mano, dándose cuenta solamente entonces de que se había bebido tres cuartos de su contenido de un solo trago. El güisqui lo estaba inundando de un calor agradable, y el perfume de la mujer lo embriagaba y despertaba en él sensaciones olvidadas mucho tiempo atrás. Y, sobre todo, ella estaba allí, a un metro de distancia, increíblemente atractiva y perfecta, aquella que podría haber sido su mujer ideal, si alguna vez él hubiera pensado que había un tal prototipo.
Sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía, dejó el vaso, bajó del taburete y dio un paso hacia la mujer, la sonrió y tendió amigablemente su mano, diciendo tímidamente:
—¿Me permite? Soy Lachlan McKintock.
Ella posó su copa, se giró hacia él y le dio la mano con elegancia.
—Cynthia Farnham, es un placer.
—Cynthia... —McKintock se quedó atónito. Después siguió, con voz baja y tranquila—: Es uno de los apodos de la diosa Artemisa, hija de Zeus y de Leto, hermana gemela de Apolo. Nació en la isla de Delos, en la cima del monte Kynthos, del que deriva el nombre Cynthia. Diosa de la luna, era extremadamente bella y fue una de las divinidades más amadas de la Antigua Grecia. Y... —dejó de hablar, incierto.
Mientras él hablaba, Cynthia había empezado a sonreír, complacida.
—¿Y...? —le urgió inclinando la cabeza ligeramente hacia la izquierda.
Ahora ya McKintock no podía echarse atrás. La suerte estaba echada.
—... espero no tener el mismo final