El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
yo hemos creado un aparato capaz de intercambiar volúmenes de espacio de manera instantánea y con poco gasto de energía.
El rector era profesor de filología, y la física era para él un mundo completamente etéreo e incomprensible. Conceptos como el espacio-tiempo, la relatividad o incluso la estructura del átomo le eran del todo extraños.
Creyó comprender lo que Drew había dicho, y lo miró con una sombra de sarcasmo. Después cogió simultáneamente un pisapapeles y el estuche de sus gafas, se cruzó de brazos y los cambió de sitio.
—No me parece un descubrimiento importante, Drew. Yo también lo puedo hacer con mis propias manos y sin la ayuda de instrumentos, como puedes ver.
—Estupendo, ¿pero tienes los brazos suficientemente largos para hacerlo entre Manchester y Pequín? —Drew conocía las lagunas científicas de McKintock, así como su propensión al sarcasmo, así que decidió responder con la misma actitud.
—¿Cómo? ¿Pequín? —El rector estaba confuso.
—Así es, Pequín —afirmó Drew—. Nuestro instrumento es capaz de efectuar el intercambio a una distancia que creemos que depende de cómo lo regulemos, pero seguramente hablamos de kilómetros, cientos, por no decir miles.
—¿Qué quieres decir con «creemos»? —McKintock ya había retomado el control de la situación.
—Que hemos trabajado esta noche y hemos conseguido obtener muchos datos fundamentales sobre el funcionamiento del dispositivo, pero todavía debemos establecer a dónde apunta el instrumento y cómo modificar esas coordenadas. Como el intercambio no ha ocurrido en el mismo laboratorio, obviamente, por el momento este es un dato que todavía tenemos que determinar.
Drew se había dado cuenta demasiado tarde de que ese «creemos» le había hecho perder la ventaja que tenía sobre el rector, y esto podría resultar problemático.
En ese momento se oyó un altercado en la secretaría. Un portazo, pasos rápidos y una voz femenina estridente que agredía a la secretaria, después otra vez pasos rápidos, con ruido de tacones, y la puerta del rector que se abría de par en par, de golpe, con la profesora Bryce entrando como una furia y llegando hasta la mesa, ignorando a los que estaban dentro.
A través de la puerta abierta, la secretaria, consternada, alargó los brazos y sacudió la cabeza, comunicando así al rector que no había podido pararla.
—¡Rector McKintock! —exclamó la mujer con voz alterada, casi gritando—, ¡esta vez es demasiado, realmente! ¡Mire lo que he encontrado esta mañana en la silla de mi despacho!
La profesora blandió una bolsa de plástico transparente, que contenía numerosos objetos de distintos colores.
—He llegado esta mañana a mi despacho, me he sentado..., pero encima de todas estas cosas. Mire qué asco: cristal, metal, plástico, y, oooh, ¡sobras de comida! Me han estropeado la falda y no sé si conseguiré arreglarla. Los estudiantes de segundo año se han pasado de la raya esta vez, y espero que usted tome las medidas necesarias. ¡En lo que me respecta, ya sé cómo ponerlos en su sitio!
Durante la diatriba, Marlon y Drew habían palidecido de golpe: habían reconocido en el contenido de la bolsa los materiales que habían intercambiado por la noche. El misterio del destino del instrumento estaba resuelto, pero ahora tenían un problema mucho más inmediato.
McKintock había permanecido impasible frente al enfado de Bryce, de hecho, bromas similares ocurrían con una cierta frecuencia y él consideraba que este caso fuese uno de tantos, sin poder relacionar el descubrimiento de Drew con los objetos del escándalo.
Drew comprendió la situación, y vio que la profesora estaba demasiado enfadada como para aceptar explicaciones: buscaba solo venganza. Así que dejó que el rector se apañase por sí mismo.
McKintock asumió una expresión severa de reprobación.
—Tiene toda la razón, profesora Bryce. Esos estudiantes no saben qué son la disciplina o el respeto hacia los profesores, y puede estar segura de que tomaré medidas inmediatamente para que se aplique un castigo ejemplar, tras el cual no tendrán ningunas ganas de hacer otra cosa que no sea estudiar.
Bryce aceptó la respuesta asintiendo con la cabeza secamente, después giró sobre sus tacones y salió a grandes pasos del despacho, dirigiéndose al aula de biología, su materia, para imponer su castigo personal a los estudiantes de segundo año con un examen escrito. Les daría una tarea imposible y la calificaría para que bajase la media de todos.
Esos chicos iban a ser las primeras víctimas del Intercambio.
En el despacho del rector, mientras tanto, el ambiente estaba volviendo a la normalidad después de ese paréntesis de furia, y Drew retomó la palabra.
—McKintock, olvídese de esos estudiantes. Esas cosas son nuestras. Ahora sabemos dónde apuntaba el instrumento: a unos trescientos metros al este del laboratorio de física.
El rector miró a Drew con aire interrogativo.
—¿Quieres decir que habéis sido vosotros, esta noche, los que habéis mandado todo eso a la silla de Bryce?
—Así es. He reconocido los objetos. Todos tenían la forma que esperábamos y los materiales eran los mismos. Los hemos mandado nosotros.
McKintock cambió radicalmente de expresión, intentó controlarse, pero en pocos segundos estalló en carcajadas, y tanto Drew como Marlon se asociaron sin retenerse.
—Con todos los sitios a donde podían ir a parar, y van justo al despacho de Bryce... ¡ja...ja...ja! —el rector reía como un loco.
—¿Has visto su cara? Parecía el apocalipsis en forma de mujer... ¡je... je...je! —dijo Drew, imitándolo.
Marlon reía de manera desenfrenada, sujetándose la tripa.
La hilaridad general duró unos cuantos segundos, y después, gradualmente, volvieron a la normalidad.
McKintock fue el primero en hablar.
—Bien, querido Drew, parece que tu descubrimiento es un descubrimiento de verdad, ya que yo no tengo unos brazos de trescientos metros de longitud y no habría podido hacerlo —miró al profesor de física con aire provocador—, así que ahora ¿qué intenciones tienes?
Drew no reaccionó a la provocación, limitándose a levantar la ceja con falso estupor.
—Quiero hacer público el descubrimiento, y quiero compartir los detalles del experimento con mis compañeros en el extranjero con cuyas universidades colabora la nuestra, para que lo puedan reproducir y estudiar. Necesitamos su ayuda para poner a punto la teoría que...
—Calma, calma, Drew. No tan rápido —lo interrumpió el rector—. Hacer público el descubrimiento está bien, pero comunicar todos los detalles no me parece oportuno. Sabes, nuestro ateneo necesita dinero, mucho dinero, y si este descubrimiento puede traérnoslo debemos guardar los detalles para nosotros mismos y aprovechar al máximo la ventaja que tenemos, es decir, ser los únicos en el mundo que poseen esta tecnología.
Drew se quedó paralizado durante unos instantes. No esperaba un comportamiento de ese tipo. Él siempre había visto la ciencia como algo que compartir con los otros, para que la humanidad pudiese progresar lo más rápidamente posible y de manera armoniosa, en el interés común. Tenía que luchar.
—McKintock, ¡maldito escocés! —exclamó con rabia apenas controlada—, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Por un puñado de monedas que no se notarían en una Universidad como la nuestra, que ya está más financiada que el resto de Gran Bretaña, ¿pretendes que el descubrimiento de Marlon permanezca confinado entre estas cuatro paredes? ¿Cómo puede progresar la ciencia? ¿Cómo puede progresar la humanidad? Imagínate si... —buscó un ejemplo que el rector pudiese comprender—, si Guillermo Marconi no hubiese compartido la invención de la radio. Si ahora quisieses comprar una radio tendrías que