El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
Por ejemplo, un carillón.
McKintock no perdió la compostura.
—¿Y cómo crees que podría conseguir dinero con tu descubrimiento de otro modo?
—Bueno, organizando seminarios, escribiendo artículos en revistas del sector...
—Drew, sin duda alguna eres un físico óptimo, pero no tienes ningún sentido práctico. ¿No has pensado que tu instrumento, convenientemente regulado, podría permitir transferir materiales con fines comerciales? Actualmente, si queremos mandar un paquete de Manchester a Pequín debemos utilizar un correo que necesita días, en el mejor de los casos, y cuesta muchísimo. Con tu dispositivo la transferencia sería instantánea y, haciendo pagar, no sé, la mitad de lo que cuesta por correo, sería realmente interesante para todos. ¿Tienes idea de cuántos paquetes se mandan desde Manchester en un día? Yo no, pero supongo que serán miles. Extiende el mercado a Inglaterra, a Europa, al mundo...
Drew estaba confundido. No había pensado en esa posibilidad y ahora empezaba a comprender el punto de vista del rector, pero esto no lo distrajo de su cruzada por la ciencia.
—Escuche, McKintock, las aplicaciones comerciales siempre podremos estudiarlas a su debido tiempo, pero ahora es indispensable construir una teoría que explique el funcionamiento del aparato y permita regularlo correctamente. Sin esta teoría el dispositivo es inutilizable, a menos que quiera limitarse a mandar caramelos a la silla de Bryce. El efecto del intercambio está completamente fuera de toda teoría conocida, y es muy difícil que Marlon y yo solos, incluso con la ayuda eventual de nuestros compañeros de aquí, podamos llegar a un resultado satisfactorio en un tiempo razonable. Cuando tengamos la teoría tendremos que construir más aparatos y estudiar cómo mejorarlos y hacerlos más eficaces. O sea, necesitamos la ayuda de las mejores mentes del circuito, y esto no es negociable —concluyó Drew con firmeza.
El rector sopesó atentamente los argumentos de Drew, y finalmente convino que para ganar dinero con el dispositivo era necesario saber cómo funcionaba y por qué funcionaba.
—De acuerdo, Drew, me has convencido. Hagamos lo siguiente: seleccionemos un grupo reducido de científicos de quien podamos fiarnos, acordamos con ellos una compensación adecuada, compartimos la información e intentamos llegar lo más rápidamente posible a la definición de la teoría de la que hablas. Cuando tengamos la teoría y los aparatos funcionando como queremos, solo entonces, haremos público el descubrimiento. Hasta ese momento no podréis hablar de ello con nadie sin mi autorización.
Drew no estaba satisfecho. Era un idealista y no podía concebir que todo se redujese a una cuestión de vil dinero.
—Pero el progreso, la ciencia... —inició con tono amargo, pero McKintock lo interrumpió.
—El mundo progresará y la ciencia se enriquecerá con vuestro descubrimiento, pero no veo nada malo en que contribuya también a aumentar los ingresos de esta universidad. Necesitamos dinero de verdad, Drew, y créeme cuando te digo que tengo que atrapar al vuelo todo lo que sea para conseguir unos céntimos más. Bueno, estamos de acuerdo —estableció por su cuenta—, prepara la lista de los científicos con los que quieres hablar y tráemela. Empezaremos inmediatamente.
Drew capituló, desmoralizado.
—Bien —replicó con tono apagado—, nos vemos esta tarde.
Se levantó y, seguido por Marlon, que no había dicho ni una palabra durante todo el encuentro, salió del despacho.
El aire fresco de marzo entró en sus pulmones, vivificante, y eliminó la sensación de opresión que sentían. El cielo azul presentaba algunas estrías de cirros blancos. El sol brillaba con fuerza.
Marlon intervino:
—Ha sido difícil, ¿eh?
Drew no respondió.
El Nobel tendría que esperar.
Capítulo V
—¡Oooah!
Era de noche y Marlon estaba haciendo el amor salvajemente con Charlene Bonneville, su novia. Llevaban más de una hora con el asunto, y durante todo ese tiempo habían hecho tanto ruido que el gran final no pasó desapercibido. Desde las habitaciones adyacentes llegaron reacciones de distintos tipos.
—¡Basta! ¡No lo soportamos más! ¡Queremos dormir!
—¡Vamos, Charl! ¡Que vean de qué estamos hechos nosotros, los psicólogos!
—Esa mulatita te pone a cien, ¿eh?
—¡Si te atrapo mañana te rompo las piernas!
Pero Marlon ya no sentía nada. Después de su actuación se había derrumbado al lado de Charlene, boca arriba, y se había dormido inmediatamente, empapado en sudor, y en estado cataléptico. Ciertamente, esa era la condición a la que estaba abonado esos días. Todavía llevaba el preservativo, y la chica se rio al ver lo ridículo que resultaba Marlon en esa situación. Su participación en el acto sexual había sido portentosa, como siempre, de hecho, a ella también le gustaba hacer el amor intensamente, usando todo su cuerpo y realizando una actividad física notable, pero, como muchas otras mujeres, mantenía el control de la situación. Su mente estaba siempre despierta y atenta a cómo se desarrollaban las cosas. Valoraba y juzgaba, y memorizaba para el futuro.
Marlon, por el contrario, se dejaba llevar completamente por los instintos primarios, se volvía un animal gobernado por las hormonas y se comportaba como tal. El final de sus coitos era a menudo pirotécnico, pero aquella noche había llegado a un paroxismo superior a todas las otras veces.
Charlene fue al baño para darse una ducha, pensativa.
El tan vituperado instinto femenino es una realidad; de hecho, ella sentía que había algo nuevo en su novio. A lo mejor se sentía más atraído por ella, pero no le parecía probable, porque Marlon estaba tan enamorado de ella que una atracción mayor no habría sido posible.
El agua caliente se deslizaba agradablemente por su cuerpo, la masajeaba generosamente y la relajaba, después de tanta actividad.
«No, es otra cosa», pensó Charlene, «más de una vez parecía que estuviese a punto de decirme algo, esta noche, pero siempre se ha retenido. Quién sabe por qué».
Cerró el grifo de la ducha y se envolvió en un albornoz amarillo, suave y esponjoso.
Se secó vigorosamente, frotando con energía todo el cuerpo, y dejando que el tejido absorbiera el agua del pelo, y luego encendió el secador.
«No debería ser difícil de descubrir», concluyó con una sonrisa maliciosa.
Capítulo VI
Esa misma tarde, el rector McKintock había acabado la enésima jornada de trabajo en la Universidad. Había sido un día duro, como siempre. Gobernar una estructura mastodóntica como aquella era una tarea extremadamente compleja y también ingrata, ya que las decisiones que tomaba en beneficio de alguien descontentaban a otro, y, con un orgánico de más de diez mil docentes, la estadística funcionaba de modo preciso e inexorable: cualquier cosa que hiciese estaba destinada a proporcionarle cada día un nuevo enemigo. Un enemigo que él intentaría reconquistar más tarde, aceptando quizá alguna moción sin cavilar demasiado; algo que le habría procurado nuevos enemigos en algún otro departamento.
Y bien, ese era su trabajo, y su destino. Amado, respetado, y al mismo tiempo odiado y despreciado. E incluso por las mismas personas con algunas semanas de diferencia.
Si al menos hubiera podido tener un enemigo bien identificado, sabría de quién protegerse. Al contrario, mientras andaba por los caminos que ya verdeaban y que comunicaban los distintos edificios del complejo universitario, o mientras atravesaba un despacho lleno de empleados, o incluso pasando por los pasillos entre las aulas, le parecía caminar por un sendero controlado por francotiradores, dispuestos a dispararle al primer falso movimiento. El profesor que hoy le saludaba sonriente podía ser el mismo que en un mes o dos le faltaría al