El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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      Cynthia cerró los ojos, dejándose llevar por esa sensación dulce.

      Después de un minuto McKintock salió del baño con el albornoz puesto y se dirigió hacia donde había dejado su pijama, pero durante el recorrido pasó por delante de Cynthia. La vio en el sillón, etérea como una ninfa, rosa como una flor maravillosamente nueva, y sintió su perfume mágico. Una descarga de adrenalina recorrió su cuerpo de los pies a la cabeza, y cayó de rodillas delante de ella. Posó sus dedos sobre su muslo derecho, delicadamente, apenas rozándola. La piel era extremadamente suave, cálida e hidratada. Recorrió unos centímetros con sus dedos, en dirección al tobillo, y después besó dulcemente la rodilla redondeada. Con la otra mano acarició el exterior del muslo derecho, y después movió la mano hacia el interior, besando primero un muslo y luego el otro. La seda del camisón resbalaba hacia arriba a medida que él avanzaba, hasta que la ingle quedó al descubierto. McKintock se encontró delante del pubis, cuyo pelo estaba cortado en forma de rectángulo formado con precisión geométrica, con el borde superior un centímetro por encima de la vulva y los lados verticales a dos centímetros de los labios mayores. Besó la cavidad de la ingle izquierda, y fue avanzando a lo largo de la semicircunferencia por encima del monte de Venus, besando cada tres centímetros hasta llegar a la ingle derecha. Apoyó ardientemente los labios sobre el clítoris, dudó, luego se limitó a besarlo, con sus labios ahora secos. La besó sobre el vientre, liso y tónico, y alrededor del ombligo, y después besó también este. Colocó sus manos sobre las costillas, le besó el estómago, luego el seno izquierdo, cálido y pleno, y pasó al derecho, frotando voluptuosamente la boca y la nariz.

      En ese momento Cynthia abrió los ojos de golpe y con la mano derecha le aferró el pene, y sujetándolo como se sujeta una linterna, le hizo ponerse de pie, se levantó del sillón y maniobrando el pene como una palanca de mando hizo que McKintock se tumbara en la cama de través, con las piernas hacia abajo. Se quitó el camisón y se sentó a horcajadas encima de él, con el busto erecto, y con la mano izquierda manipuló sus labios grandes para facilitar la entrada del pene en su vagina, luego rodeó su cuello con sus dedos y empezó a moverse rítmicamente arriba y abajo. Cuando llegaba abajo del todo giraba el vientre hacia delante para frotar con el clítoris la piel de él. El ritmo era perfecto y regular, con el descenso más lento e intenso que el ascenso.

      McKintock estaba como en un trance, y con las manos apoyadas en las rodillas de Cynthia la miraba con adoración extasiada. Ella se movía con una gracia y un dominio de sí misma tales que parecía una criatura divina. Mientras la acariciaba toda entera con la mirada, notó bajo las axilas dos cicatrices sutiles en forma semicircular, de forma idéntica. Al principio no comprendió, luego se acordó de que un cirujano amigo suyo le había contado que uno de los sistemas usados para implantar prótesis de silicona en el pecho era practicar un corte justo por debajo de la axila, para esconder la cicatriz. Así que ese era el secreto de esos senos tan llenos y sensuales. McKintock no se sintió decepcionado. Al contrario.

      «¡Qué más da!», pensó. Si ese era el resultado, era feliz de estar disfrutándolo.

      Esos senos danzaban delante de sus ojos, mientras Cynthia se movía arriba y abajo con la mirada ausente y la boca abierta. Un gemido nasal bajo acompañaba el final de cada bajada, hasta que empezó a acelerar el ritmo, más rápido y más rápido, más rápido y más rápido, dando cada vez más fuertes golpes contra él, con el gemido que se había convertido en un «¡oooh!» gutural con cada golpe. Cuando los golpes alcanzaron una furia salvaje, con el cuerpo de Cynthia tenso hasta el espasmo y cubierto de sudor, ella separó sus manos del cuello de él y lanzó un grito agudísimo, estridente y prolongado, mientras su cuerpo se estiraba y se contraía rítmicamente por el orgasmo, e iba perdiendo la coordinación

      McKintock había asistido incrédulo a aquella exhibición. Nunca en su vida había visto algo así. Ni siquiera sabía que una mujer pudiese ser capaz de todo eso.

      Cynthia se calmó, el orgasmo terminó y su respiración volvió a ser regular. Lo miró a la cara, con los ojos que lanzaban rayos y dejó caer un golpe violentísimo en la mejilla izquierda.

      —¡Imbécil! —exclamó, luego se separó de él y se dejó caer de espaldas en la cama, durmiéndose inmediatamente.

      McKintock no movió un músculo y se quedó mirando el techo, humillado, con la mejilla que ardía como un carbón ardiente.

      Había eyaculado en cuanto Cynthia había comenzado a moverse más rápido.

      En medio de la noche.

      Cynthia tenía el sueño ligero y se despertó inmediatamente, cuando su cerebro percibió un cambio en el ruido de fondo. Hasta ahora la habitación había permanecido prácticamente silenciosa, pero ahora una voz estaba murmurando algo.

      Girando levemente la cabeza, Cynthia buscó el origen de aquella voz y, en la luz que habían dejado encendida, vio a McKintock hablando dormido. Todavía estaba tumbado como ella lo había dejado, con solo el albornoz abierto, y su timbre de voz se volvía más claro con cada palabra que pronunciaba:

      Canto a Artemisa, la del arco de oro,

      tumultuosa, virgen veneranda,

      que hiere a los ciervos, que se huelga con las flechas,

      hermana de Apolo, el de la espada de oro;

      la cual, deleitándose en la caza

      por los umbríos montes y las ventosas cumbres,

      tiende su arco, todo él de oro, y arroja dolorosas flechas.

      Cynthia reconoció enseguida el Himno de Omero número XXVII, titulado «A Artemisa», dedicado a esta diosa.

      Lo conocía muy bien porque, de todos los himnos que se habían escrito en honor de Artemisa, ese era su preferido.

      McKintock seguía impertérrito, como si estuviese repitiendo una lección:

      Tiemblan las cumbres de las altas montañas,

      resuena horriblemente la umbría selva

      con el bramido de las fieras

      y se agitan la tierra y el mar abundante en peces;

      y ella, con corazón esforzado,

      va y viene por todas partes

      destruyendo la progenie de las fieras.

      De hecho, la actuación era intensa y expresiva, participativa. En la mente de McKintock aquel canto debía estar impreso con toda la carga interpretativa que se le presuponía, y que salía durante su declamación inconsciente.

      Mas cuando la que acecha las fieras se ha deleitado,

      regocijando su mente,

      desarma su arco

      y se va a la gran casa

      de su querido hermano Febo Apolo,

      al rico pueblo de Delfos,

      para disponer la bella danza

      de las Musas y de las Gracias.

      Aquí Cynthia empezó a recitar en voz baja, siguiendo a McKintock.

      Allí, después de colgar el flexible arco y las flechas,

      se pone al frente de los coros y los guía,

      llevando el cuerpo graciosamente adornado;

      y aquellas, emitiendo su voz divina,

      cantan a Leto, la de hermosos tobillos,

      como infante que vino al mundo

      superior a los demás inmortales

      por su inteligencia y por sus obras.

      Salud,


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