El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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otro canto4

      El himno se acababa, glorioso y magnífico, dejándole una profunda satisfacción.

      Muchos años antes había buscado el origen de su nombre y se había imbuido en el mito de Artemisa; se había apasionado de tal forma que había aprendido todo sobre ella de memoria, y ahora se sentía complacida de que McKintock la alabase incluso en el sueño

      Se irguió para sentarse en la cama, desnuda como estaba, y sonrió con ternura maternal al hombre que dormía. Cogió la manta que estaba apoyada cerca de la almohada, la desdobló y la extendió delicadamente sobre el tronco y las piernas de McKintock, tapándolo; después se metió debajo de la manta, apagó la luz y se giró sobre el costado, durmiéndose inmediatamente.

      McKintock iba pensando en su primer encuentro mientras cerraba la puerta de su despacho esa noche.

      Cynthia había cambiado su vida, y desde hacía un año él había empezado a sentirse un hombre más completo, más feliz. En promedio, iba una vez por semana a pasar la noche en su casa, en Liverpool, y cuando llegaba el día establecido, las tareas del día le eran menos pesadas, y conseguía incluso tomar algunas cosas con filosofía. De hecho, normalmente todos los problemas, pequeños y grandes, eran para él obstáculos igual de importantes que había que eliminar absolutamente lo más pronto posible, esforzándose de tal manera que a veces resultaba obsesivo. Pero cuando sabía que por la noche iría a casa de Cynthia su visión cambiaba, estaba más relajado, y los obstáculos menos difíciles pasaban a un segundo plano, a veces incluso pasaban al día siguiente.

      Salió del despacho y montó en su coche. Llegó a Oxford Road, que atravesaba el complejo universitario a lo largo, y se dirigió hacia el norte. Torció a la derecha en Booth Street East y un poco después giró a la izquierda en Upper Brook Street. Un poco más adelante giró otra vez a la izquierda para subir por la rampa de acceso a la calle elevada Mancunian Way. El tráfico era moderado a aquella hora, y un calabobos ligero y persistente bañaba el parabrisas del coche; el limpiaparabrisas aseguraba una visibilidad perfecta.

      Desde la Mancunian podía ver algo de su Manchester, la ciudad en la que había nacido y que amaba más que ninguna otra. No podría distraerse demasiado, sin embargo, porque aquella carretera era conocida por la alta incidencia de accidentes.

      El motor ya estaba suficientemente caliente y el climatizador empezó a soplar aire caliente en el habitáculo.

      La Mancunian pasó a ser Dawson Street y desde allí McKintock giró a la izquierda en Regent Road. En la rotonda siguió derecho por la M604, que comenzaba en ese punto, y empezó a relajarse.

      Encendió la radio y puso el canal que daba las noticias a aquella hora.

      «... manifestaciones de los estudiantes en la plaza Tien An Men no dejan de disminuir. Este tercer día de protestas ha registrado numerosos enfrentamientos y cargas policiales. Varios estudiantes han sido arrestados, y los periodistas deben permanecer a una cierta distancia. Por ahora está prohibido hacer fotografías o imágenes de televisión. La insistente demanda de democracia parece no poder hacer mella en el firme muro que opone el gobierno, y la represión es por ahora la única respuesta a los desfiles pacíficos en la plaza...».

      «Pobres», pensó McKintock, «lo están pasando realmente mal, ellos. Querían un poco de libertad y en su lugar les llueven palos. Y los soldados tienen que golpearlos, porque si no, no comen, y son ellos los que se llevan los palos, o peor aún. China está lejos de nosotros, en todos los sentidos...».

      En ese momento se acordó del encuentro con Drew.

      Ya, Drew, que, de punta en blanco había sacado de su sombrero aquel descubrimiento, junto con ese estudiante de color. ¿Cómo se llamaba? No se acordaba. Las implicaciones, sin embargo, las recordaba, y bien. Si de verdad había una aplicación comercial para aquel fenómeno, sería muy útil en el ateneo. Desde que el gobierno de Howard había decidido recortar los fondos a la Universidad de Manchester para destinar una cantidad mayor a otros centros él luchaba para mantener el ateneo al mismo nivel, pero era prácticamente imposible. Cualquier actividad tenía un coste, y si el coste no estaba cubierto la actividad no se podía desarrollar. Sin discusiones. Sin peticiones. Había que renunciar. Y el orgullo del sistema universitario británico estaba deslizándose hacia un segundo plano. Era algo inaudito, absurdo, y, sin embargo, estaba pasando.

      «Equidad e igualdad», había sido el lema de Howard, y lo estaba poniendo en práctica demasiado bien, ese bastardo.

      Las luces de Salford volaban a los lados de la carretera, mientras la lluvia fina se había reducido a un goteo esporádico sobre el cristal.

      Un tráfico discreto circulaba en dirección opuesta. Eran los que volvían a la ciudad después de haber estado fuera por el trabajo.

      A medida que él avanzaba el número de coches iba disminuyendo progresivamente, y cuando llegó a la altura de Alder Forest, y la M602 se convirtió en la M62, se encontró en campo abierto.

      La idea de transportar paquetes con el sistema de Drew le había venido improvisadamente, quizá estimulada por un documental sobre el comercio mundial que había visto hacía unos días, en el que habían mostrado líneas de transporte para paquetes de varios tamaños, siempre llenas y siempre en movimiento. Era impresionante ver cuánta mercancía era enviada por correo o por compañías de mensajería. Sin duda, el transporte de mercancías era un enorme negocio, y poseer un método totalmente innovador, inmediato, seguro y de bajo coste sería ciertamente un golpe ganador. Sin concurrencia. La tecnología sería únicamente suya, y podrían ganar todo lo que quisieran. Vistas las dimensiones del asunto, tenía la sensación de que la universidad podría permanecer en el nivel en el que siempre había estado.

      Cierto, cómo conciliar una gestión puramente administrativa, como la de un ateneo, con una gestión netamente comercial, como era la del transporte internacional, era una cuestión que había que estudiar a fondo. También sería necesario comprobar si la ley permitía una combinación tal, incluso siendo por el bien de la universidad. Habría que consultar con expertos en el tema lo más pronto posible.

      Sintonizó la radio en un canal de música clásica y durante unos minutos estuvo escuchando a Bach. La «Passacaglia en Do menor» era una obra excelsa, muy superior a la mucho más famosa «Tocata y Fuga en re menor», y la escuchó con gran placer.

      Mientras tanto las pequeñas ciudades que atravesaba iluminaban brevemente el oscuro paisaje del Noroeste. McKintock solo identificó alguna, absorto como estaba en escuchar la música: Risley, Westbrook, Rainhill.

      Al acabarse la Passacaglia apagó la radio, para mantener dentro de sí la sensación de elevación que le transmitía la obra. El placer sublime que experimentaba lo colocaba en un estado de gracia, y se sentía pletórico. El cansancio del día era un recuerdo, y cuando, pasado Broadgreen, terminó la autopista y empezó a acercarse a Liverpool tras tomar la Edge Lane Drive, se sintió electrizado con la idea de ver a Cynthia, de pasar la velada y la noche con ella. Era una mujer excepcional. Le daba todo lo que un hombre puede desear. La necesitaba. La amaba con locura.

      La quería.

      Capítulo VII

      Drew no podía dormir.

      La discusión con McKintock lo había turbado más de lo que habría creído. Pensaba ser suficientemente sólido como para no dejarse influenciar por las escaramuzas verbales, y ahora había que verlo ahí tumbado en la cama mirando el techo, escuchando estoicamente el tictac estentóreo del reloj, ese viejo despertador mecánico al que estaba tan apegado. Él, que se ocupaba fundamentalmente de física teórica mediante excursiones sorprendentes con los métodos matemáticos más abstractos y abstrusos con el fin de demostrar las leyes que gobiernan el universo ante sus estudiantes, tenía encima de su mesilla un despertador de agujas y al que había que dar cuerda. El despertador constituía un anclaje a las cosas simples, que funcionaban sin dificultad, y que funcionarían siempre, gracias a una tecnología anticuada, quizá, pero fácilmente comprensible y reproducible,


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