Encuentro Con Nibiru. Danilo Clementoni
estúpida» dijo Jack volviéndose hacia el alienÃgena. «Si quisiéramos usar estas cosas como recipientes, por ejemplo para el agua, tendrÃamos que inventar un sistema práctico de cierre y apertura. ¿Cómo se podrÃa hacer?»
«Muy sencillo. Se usa otro y se hace con forma de tapón»
«Mira que soy memo. No lo habÃa pensado.» exclamó Jack dándose un golpe en la frente.
«¿Cómo llamáis a estas cosas?» preguntó Elisa con curiosidad.
«Su nombre en nuestro planeta es Shani» respondió Azakis mientras hacÃa desaparecer de nuevo la esfera y la sustituÃa el rectangulito oscuro.
«Entonces esto es un pequeño Shani.» dijo Elisa sonriendo mientras que, teniéndolo entre las manos, lo observaba con atención. «¿Puedo intentar yo construir algo?»
«Bueno, no es tan sencillo. Yo lo consigo porque, para su programación en tiempo real, utilizo mi implante N^COM. Por lo tanto, o te pongo uno a ti o utilizasâ¦.» se interrumpió y se puso a revolver en un pequeño cajón al lado de la consola. Después de algunos segundos extrajo de él una especie de casco muy similar al que habÃan utilizado antes para respirar y, poniéndoselo, terminó la frase diciendo «esto»
«¿Me lo debo poner en la cabeza?» preguntó Elisa dudando.
«Exacto.»
«¿No me va a freÃr el cerebro esta cosa, verdad?»
Azakis sonrió. La cogió delicadamente de las manos y la ayudó a ponérselo correctamente.
«¿Y ahora?»
«Coge el Shani entre los dedos y piensa en un objeto cualquiera. No te preocupes por las dimensiones. Está programado para no transformarse en nada que sea mayor de un metro cúbico.»
Ella cerró los ojos y se concentró. Después de unos segundos, un fantástico candelabro plateado de tres brazos se materializó entre sus manos.
«¡Dios mÃo!» exclamó estupefacta. «Es absurdo. Es increÃble.» Elisa no conseguÃa contener su emoción. Giraba y volvÃa a girar el objeto entre las manos analizándolo en todos sus detalles. «Es exactamente como lo habÃa imaginado. No es posible, estoy soñando.»
Nasiriya â La emboscada
Dos enormes jeeps descapotables, provenientes de la parte norte de la ciudad, cada uno de ellos con tres personas a bordo, detuvieron su carrera al encontrarse con el semáforo en rojo de un cruce aparentemente desierto. Esperaron pacientemente la luz verde y después continuaron lentamente durante una veintena de metros hasta llegar a la entrada de un viejo garaje abandonado.
Del primero de los jeeps descendió un individuo realmente corpulento que, armado con una vieja cizalla, se aproximó con aire circunspecto a la entrada y cortó el cable de metal oxidado que mantenÃa cerrada la puerta. Justo detrás de él, otro hombre, que habÃa bajado del segundo jeep, lo alcanzó. También él era un tipo bien plantado. Uniendo las fuerzas intentaron sacar el viejo panel que hacÃa las veces de puerta. Debieron trabajar duro durante unos instantes hasta que, con un siniestro chirrido metálico, el panel se movió. Lo apartaron a un lado con decisión hasta abrir completamente la entrada.
Los conductores de ambos jeeps, que estaban esperando con los motores al ralentÃ, uno detrás del otro, mientras dejaban a sus espaldas una nube de humo negro, fueron hacia el garaje y apagaron los motores.
«Vamos» dijo aquel que parecÃa ser el jefe, mientras saltaba del jeep seguido por los otros tres. Los dos que se habÃan quedado en la entrada se unieron al grupo de tres, los seis, con los cuerpos inclinados, se dirigieron hacia la entrada principal del restaurante.
«Vosotros tres, por detrás» ordenó el jefe.
Todos los componentes del pequeño equipo de asalto estaban equipados con fusiles AK-47 y, colgando de los cinturones de un par de ellos se podÃan ver las tÃpicas fundas curvas de los cuchillos árabes Janbiya. No eran unos puñales muy largos pero sus hojas afiladas en ambos lados hacÃan que estuviesen, sin duda, entre las armas blancas más mortÃferas.
El propietario del restaurante, consciente que de un momento a otro llegarÃan sus compañeros, se movÃa sin parar entre la sala y la entrada de atrás, desde donde espiaba el exterior para controlar eventuales movimientos sospechosos. Su nerviosismo no pasó desapercibido para el general que, como viejo zorro que era, empezó a intuir que algo no iba bien. Con la excusa de coger la botella de cerveza se acercó a la oreja del tipo gordo y susurró «¿No te parece que tu amigo está un poco nervioso?»
«A decir verdad ya me habÃa dado cuenta» replicó el gordito, también en voz baja.
«¿Desde hace cuánto tiempo que lo conoces? ¿No nos estará organizando alguna sorpresita?»
«No creoâ¦. Siempre ha sido una tipo de fiar.»
«Puede.» dijo el general levantándose rápidamente de la silla «pero yo no me fio para nada. Vayámonos de aquÃ, ya.»
Los otros dos se miraron un momento perplejos, a continuación se levantaron también y se dirigieron con rapidez hacia el propietario.
«Gracias por todo» dijo el tipo gordo «pero tenemos que irnos ya» y le metió otro billete de cien dólares en el bolsillo de la camisa.
«Pero si todavÃa no os he traÃdo el postre» replicó el hombre con el pelo rizado.
«Mejor, estoy a dieta» respondió el gordo y se encaminó velozmente hacia la puerta. Espió desde detrás de la cortina y, no viendo nada de extraño, hizo una señal a los otros para que lo siguiesen. Ni siquiera habÃa acabado de atravesar el umbral que, por el rabillo del ojo, se dio cuenta de los tres matones que se acercaban desde su derecha.
«Bastardo» consiguió tan sólo gritar antes que, el más cercano a él, en un inglés muy malo, lo intimidase para que se parase. Por toda respuesta, desenganchó del cinturón una granada aturdidora y volviéndose hacia sus compañeros gritó «¡Flashbang!»
Los dos cerraron inmediatamente los ojos y se taparon las orejas. Un relámpago cegador, seguido de un tremendo ruido, rompió la quietud de la noche. Los tres asaltantes, cogidos por sorpresa por la reacción del gordito, quedaron durante unos segundos aturdidos debido a la explosión, la ceguera producida por la granada les impidió ver a los tres americanos mientras, con un Ãmpetu digno de una final de los cien metros lisos, escapaban en dirección a su automóvil.
«¡Fuego!» gritó el jefe de los agresores.
Una ráfaga de AK-47 partió en dirección de los fugitivos pero, dado que el efecto de la granada aturdidora no se habÃa desvanecido, se perdió por encima de sus cabezas.
«Venga, venga» gritó el tipo delgado mientras, habiendo extraÃdo su Beretta M9 de la funda debajo del sobaco, respondÃa a los disparos. Mientras sus dos amigos lo protegÃan con sus disparos se metió en el coche. Otra ráfaga, proveniente de sus espaldas, provocó una serie de agujeros desordenados en la pared de metal del cobertizo que habÃa enfrente de él.
Mientras tanto, los tres agresores que provenÃan de la parte de atrás desembocaron en la puerta principal del restaurante y se unieron al fuego de sus compañeros. Su punterÃa era mucho mejor. Un proyectil dio en el espejo retrovisor izquierdo que acabó hecho mil pedazos.
«¡Maldición!» exclamó