Las Sombras. Maria Acosta

Las Sombras - Maria Acosta


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buena foto de ellos.

      Entró en el pequeño edificio y cogió multitud de folletos que guardó en su bolso de mano. Otra vez aquí para hacer el mismo trabajo, le gustaba y esperaba poder seguir haciéndolo. Decidió encaminar sus pasos hacia el Dique Barrié de la Maza, posiblemente por la tarde fuese a ver el castillo-museo que se encontraba camino del Club Náutico. Se rió para sus adentros, no sólo se comportaba, sino que también pensaba como un típico turista, bien, no debería pensar en otra cosa quien le viese, y nunca se sabía quién podía estar vigilándole. Luego algún conocido de Williams se pondría en contacto con él; siempre alguien diferente, y la mayoría de las veces ocurría de forma aparentemente casual. No quería pensar en eso aunque debía permanecer alerta en todo momento. Hacía bastante calor, teniendo en cuenta que aún estábamos a principios del mes de junio y La Coruña nunca se ha caracterizado por su buen tiempo; esta anómala situación empujaba a la gente a buscar el frescor del agua hasta en los sitios más infectos como los alrededores del dique, donde se veía, a ratos, el agua con bonitos tonos azulados y dorados debido al petróleo. Lo recorrió hasta el final. Aquí siempre soplaba el viento. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando el mar, subió a la pequeña rotonda desde donde lanzó otra foto a la bahía. Permaneció un rato mirando los yates. Luego emprendió su marcha y regresó bordeando el Hospital Militar, entró en los Jardines de San Carlos, y, como buen turista, hizo una foto a la tumba de sir John Moore, leyó la poesía a él dedicada y se asomó al mirador de piedra, ¡qué pena que todo aquello estuviera tan mal cuidado! Podía resultar un sitio muy agradable. Miró hacia abajo y vio a dos chavales montados en los cañones que defendieron la ciudad hace siglos de los ataques marítimos. Salió de allí y se adentró en la Ciudad Vieja.

      Le gustaba aquella parte de Coruña, su imaginación se desbordaba cada vez que entraba en ella, siempre había sido un romántico, por eso cuando William le propuso el trabajo dijo que sí: puro romanticismo. De cualquier manera, procuraba no dejarse llevar por él muy a menudo, en el pasado había metido la pata frecuentemente debido a ello. La Plaza de María Pita y el Ayuntamiento. Recordó lo ocurrido hace dos años, ¡qué fácil había resultado entrar y salir sin que nadie lo viese!, hizo otra foto. Representaba su papel a la perfección, hizo una pausa en una de las terrazas de los soportales dejándose timar un poco y luego con andar decidido, se internó en la calle de los vinos. Recorrió unas cuantas tascas, comió copiosamente en una de ellas, luego regresó a la pensión pues tenía que escribir una carta y varias postales, una de ellas a Williams. Dedicó al menos una hora a esta labor, escribía rápidamente y con claridad; él mismo echaría las cartas al correo. ¿Qué cara hubiese puesto el encargado de la oficina postal al ver doce postales escritas en otros tantos idiomas? Era un camaleón de la lengua, podía, no sólo hablar a la perfección muchos de esos idiomas sino incluso imitar el acento de cualquier sitio con sólo oír antes una breve conversación. Se adaptaba con una facilidad asombrosa, razón por la cual William lo había reclutado. Siempre había sido un buen imitador. Caminaba pensando en todo lo que había hecho hasta ahora: en el principio, cómo conoció a William, sus primeras misiones, sus éxitos y fracasos, en cómo le engañaron como a un chino y cómo aprendió a no confiar en todo el mundo por sistema; le ocurría automáticamente antes de emprender un nuevo trabajo, no podía evitar pensar en el pasado. Después se dirigió al castillo de San Antón, aún tardarían en abrir así que se metió en la Taberna del botero, se entretuvo jugando una máquina, luego fue a sentarse en los muros, observó cómo la lancha del práctico del puerto guiaba a un ferry. Por fin abrieron, pagó la entrada, más bien simbólica, y se dispuso a visitar la celda en la que estuvo preso su compatriota. Le gustaba aquel sitio, tan inocente, siempre lleno de turistas y de padres con sus hijos. Le gustaban especialmente las fotos antiguas que se exponían en el piso de arriba, se imaginó el castillo cuando todavía no estaba unido a tierra y la única forma de entrada a la ciudad eran aquellas puertas del mar, con sus escudos labrados, llegando los pasajeros de los barcos en botes hasta ellas. Por tradición había tirado una moneda al aljibe y pedido un deseo. En la terraza sacó varias fotos, una pareja de alemanes le pidió que les fotografiase juntos, a su vez él les sacó una sin que se diesen cuenta, nunca se sabía quiénes podían ser: si turistas inofensivos o tal vez…Salió de allí. Su próxima visita sería a la Torre de Hércules, ¿se habría ya instalado su amigo el vendedor de helados?, posiblemente sí. No cogió ningún autobús, disfrutaba caminando, además era la única forma de conocer una ciudad y su gente. Y sobre todo, estaba su contacto; deambular por las calles era la manera de encontrarse, era muy importante el asunto, debía parecer todo producto de la casualidad, esa era la clave del éxito: el azar controlado. ¡Qué horror! ¡Estaba empezando a pensar como William! Era un buen amigo y lo apreciaba, tal vez un poco demasiado estirado para su gusto, y además carecía de imaginación, siempre tan práctico, demasiado con los pies en el suelo; dudaba que algún día fuera a convertirse en uno de esos tipos que parecen maniquíes andantes como lo definía un compañero de trabajo, a él le sobraba imaginación.

      Todavía era temprano, decidió bajar un rato a la playa del Orzán a darse un baño y tomar un poco el sol; no tenía prisa y allí permaneció más de una hora, cuando decidió que era el momento de ponerse en marcha aún quedaba gente en la playa. Como la mayoría se dirigió a la calle de los vinos, el baño le había abierto el apetito y estuvo en algunas de las tascas; era un maniático de las máquinas de flipper y en Pacovi tenían una que le encantaba, echó veinte duros, pidió un ribeiro blanco y se puso a jugar, al rato se le acercó una muchacha de pelo corto, vestía unos vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte, que le pidió fuego, la atendió y entonces ella le dijo:

      -No funciona muy bien, ¿verdad?, ya se sabe estas máquinas americanas…

      Era la señal esperada, de cualquier modo tenía que asegurarse que era el contacto de Williams, así que habló a su vez.

      -La mayoría de las veces es culpa del que juega, que no la comprende.

      -Cierto. Y los ingleses suelen ser mejores que los americanos. Acaba de llegar, ¿verdad?, ¿conoce la ciudad?, puedo enseñársela, le aseguro que se lo pasará bien, soy de aquí y puedo llevarle a muchos sitios.

      -No me vendría mal un guía –contestó, seguro de no equivocarse de persona.

      Pagó y salieron juntos. Ella le ofreció un cigarrillo que aceptó; no era demasiado alta, de constitución atlética, tez morena y mirada inteligente, aquella cara tenía personalidad. Ella le miró con interés y después de dar una chupada a su cigarrillo dijo:

      -Me llamo María del Mar, eres inglés ¿verdad?.

      Ã‰l contestó afirmativamente.

      -Tengo una tía que vive en un pequeño pueblo, en St. Mary Mead, ¿lo conoces?

      -Sí, casualmente también yo tengo una tía que vive allí.

      -A lo mejor son vecinas.

      -Es probable, mi nombre es Steven.

      El nombre del sitio en que la escritora de novelas de intriga por excelencia había ambientado gran parte de sus relatos era la contraseña final, la prueba definitiva de que aquella muchacha era su enlace. Todo había salido como planeara William, por eso le había facilitado su nombre. Era increíble la cantidad de gente que conocía ese hombre, de lo más variopinto. La misión había comenzado. Pasearon durante horas por la ciudad, bebiendo y tomando tapas, entrando y saliendo de las tascas, como la mayoría de las personas a su alrededor; hablaban de Inglaterra, de sus vidas, de la ciudad, de los planes que le tenía preparado María con el objeto de que pasase una estancia agradable y viese todo lo que había que ver. Él conocía muy bien la zona


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