Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi

Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent  Bugliosi


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Susan añadió: «En unos minutos acabé con ella y estuvo muerta».

      Después de matar a Sharon, Susan se dio cuenta de que tenía sangre en una mano. La probó.

      —¡Vaya, menudo viaje! —le dijo a Virginia—. Pensé: «Probar la muerte, y sin embargo dar vida». —Le preguntó a Virginia si había probado la sangre—. Está caliente, es pegajosa y sabe rica.

      Virginia logró hacer una pregunta. ¿No le importó matar a Sharon Tate estando embazada?

      Susan miró a Virginia con cara de sorpresa y dijo:

      —Bueno, parece que no me entiendes. Yo la quería, y para matarla estaba matando una parte de mí.

      —Sí, claro, ya lo entiendo —contestó Virginia.

      Quiso extraer el bebé, dijo Susan, pero no hubo tiempo. Querían sacarle los ojos a la gente y aplastarlos contra la pared, y amputarle los dedos. «Íbamos a mutilarlos, pero no tuvimos ocasión de hacerlo.»

      Virginia le preguntó cómo se sintió después de los asesinatos. Susan contestó:

      —Me sentí de lo más eufórica. Cansada, pero en paz conmigo misma. Supe que aquello solo era el principio de helter skelter. El mundo iba a escuchar ya.

      Virginia no entendió qué quería decir con «helter skelter», y Susan intentó explicárselo. No obstante, habló tan rápido y con una emoción tan evidente que Virginia tuvo problemas para seguirla. Por lo que entendió, había un grupo, unas personas escogidas, reunidas por Charlie, y esa nueva sociedad había sido elegida para que saliera, por todo el país y por todo el mundo, a seleccionar a gente al azar y ejecutarla, a fin de liberarla de este mundo. Susan explicó: «Tienes que sentir un amor verdadero en tu corazón para hacer eso por la gente».

      Cuatro o cinco veces mientras hablaba Susan, Virginia tuvo que advertirla de que bajara la voz, que alguien podía oírla. Susan sonrió y dijo que eso no la preocupaba. Se le daba muy bien hacerse la loca.

      Después de abandonar el domicilio de Tate, prosiguió Susan, descubrió que había perdido la navaja. Pensó que a lo mejor la había cogido el perro. «Ya sabes cómo son los perros a veces.» Pensaron en volver para buscarla pero decidieron que no. También dejó una huella de una mano en un escritorio. «Caí en la cuenta después —dijo Susan—, pero mi espíritu era tan fuerte que lógicamente ni siquiera se notó, de lo contrario ya me habrían cogido».

      Por lo que entendió Virginia, tras abandonar el domicilio de Tate, al parecer se cambiaron de ropa en el coche. Luego condujeron un rato y se detuvieron en un sitio donde había una fuente o algo parecido para lavarse las manos. Susan dijo que salió un hombre y quiso saber qué hacían. Empezó a gritarles.

      —Y —dijo Susan—, adivina quién era.

      —No lo sé —respondió Virginia.

      —¡Era el sheriff de Beverly Hills!

      Virginia dijo que pensaba que Beverly Hills no tenía sheriff.

      —Bueno —dijo Susan irritada—, el sheriff o el alcalde o lo que sea.

      El hombre empezó a meter una mano en el coche para coger las llaves, y «Charlie encendió el motor. ¡Nos salvamos por poco! No paramos de reír», dijo Susan, que añadió: «¡Si hubiera sabido!».

      Susan guardó silencio un momento. Luego, con su sonrisa de niña pequeña, preguntó:

      —¿Sabes los otros dos de la noche siguiente?

      Virginia recordó de repente al dueño del supermercado y a su esposa, los LaBianca.

      —Sí —dijo—. ¿Fuiste tú?

      Susan guiñó un ojo y dijo:

      —¿Tú qué crees? Pero eso forma parte del plan —continuó—. Y hay más…

      Pero Virginia ya había oído bastante aquel día. Se disculpó para ir a darse una ducha.

      Virginia recordaría después haber pensado: «Tiene que estar bromeando. Se lo está inventando todo. Es demasiado disparatado, demasiado fantástico».

      Pero se acordó de por qué estaba Susan en la cárcel: asesinato con premeditación.

      Virginia decidió no contar nada a nadie. Era demasiado increíble. También decidió evitar a Susan en lo posible.

      Sin embargo, al día siguiente Virginia se acercó a la cama de Ronnie Howard para decirle algo. Susan, que estaba tumbada en su cama, interrumpió:

      —¡Virginia, Virginia! ¿Te acuerdas de aquel tipo tan guapo del que te hablé? Quiero que te fijes en su apellido. Escucha, se apellida Manson: ¡Man’s Son43!

      Lo repitió varias veces para asegurarse de que Virginia lo entendiera. Lo dijo en un tono de asombro infantil.

      No se lo pudo guardar más. Era demasiado. La primera vez que estuvieron solas Ronnie Howard y ella, Virginia Graham le contó lo que le había dicho Susan Atkins.

      —Oye, ¿qué hacemos? —preguntó a Ronnie—. Si es verdad… Dios mío, es espantoso. Ojalá no me lo hubiera contado.

      Ronnie pensó que Sadie «estaba inventándoselo todo, a lo mejor lo ha sacado de la prensa».

      La única forma de asegurarse, decidieron, sería que Virginia le hiciera más preguntas para ver si podía enterarse de algo que solo sabría una de las personas que cometieron los asesinatos.

      Virginia tuvo una idea para hacerlo sin despertar las sospechas de Susan. Aunque no se lo mencionó a Susan Atkins, a Virginia Graham le interesaban mucho los homicidios del caso Tate. Conocía a Jay Sebring. Una amiga que trabajaba de manicura para Sebring se lo presentó en el Luau unos años antes, poco después de que Sebring abriera el local de Fairfax. Fue algo informal, él no era ni cliente ni amigo, solo alguien al que se saluda con la cabeza y se dice «hola» en una fiesta o en un restaurante. Fue una extraña coincidencia que Susan se lo confesara a ella. Pero hubo una coincidencia todavía más extraña. Virginia estuvo en el 10050 de Cielo Drive. En 1962, su marido de entonces y ella, junto con otra chica, buscaban una casa tranquila, apartada, y se enteraron de que se alquilaba el 10050 de Cielo Drive. No había nadie allí para enseñarles el domicilio, de modo que solo miraron por las ventanas de la vivienda principal. Recordaba pocas cosas, solo que parecía un granero rojo, pero al día siguiente a la hora de comer le comentó a Susan que había estado allí, y le preguntó si el interior seguía decorado de color dorado y blanco. No fue más que una conjetura. «Ajá», contestó Susan, pero no dio más detalles. Luego Virginia le dijo que conocía a Sebring, pero Susan no se mostró muy interesada. Aquella vez Susan no estuvo muy habladora, pero Virginia insistió y consiguió retazos de información de todo tipo.

      Conocieron a Terry Melcher a través de Dennis Wilson, miembro de los Beach Boys, un grupo de rock. Ellos —Charlie, Susan y los otros— vivieron con Dennis durante un tiempo. Virginia tuvo la impresión de que eran hostiles con Melcher, a quien le interesaba demasiado el dinero. Virginia se enteró también de que los asesinatos del caso Tate se produjeron entre la medianoche y la una de la mañana; de que «Charlie es amor, puro amor», y de que cuando apuñalas a alguien «es agradable cuando el cuchillo penetra».

      También se enteró de que además de los asesinatos de Hinman, Tate y LaBianca, «hay más… y más antes (…) Hay también tres personas en el desierto (…)».

      Retazos. Susan no aportó nada que demostrara si decía o no la verdad.

      Aquella tarde Susan se acercó y se sentó en la cama de Virginia. Había estado hojeando una revista de cine. Susan la vio y empezó a hablar. Lo que contó, diría mucho después Virginia, fue incluso más estrambótico que lo que ya le había relatado. Fue tan increíble que Virginia ni siquiera se lo mencionó a Ronnie Howard. Nadie le daría crédito, decidió. Porque Susan Aktins, que arrancó a hablar sin pausa, le dio una «lista de la muerte», con personas que iban a ser asesinadas a continuación. Todas eran famosas. Luego, según Virginia, describió con


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