El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

El libro de las mil noches y una noche - Anonimo


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se quitó la cruz que pendía de su cuello, se la entregó al rey, y dijo: "Vengo hacia vosotros de parte del rey Afridonios, que ha atendido mis consejos para terminar esta guerra desastrosa que aniquila tanta criatura hecha a imagen de Dios. Vengo a proponeros que se ponga término a esta guerra con un combate singular entre el rey Afridonios y el príncipe Scharkán, jefe de los guerreros musulmanes".

      Oídas estas palabras, Scharkán dijo: "¡Oh anciano! vuelve junto al rey de los rumís, y dile que Scharkán, campeón de los musulmanes, acepta la lucha. Y mañana por la mañana, en cuanto hayamos descansado de esta larga marcha, chocarán nuestras armas. Y si soy vencido, nuestros guerreros tendrán que buscar su salvación en la fuga".

      Entonces el anciano regresó junto al rey de Constantinia y le trasmitió la respuesta. Y el rey estuvo a punto de volar de alegría al enterarse, pues estaba seguro de matar a Scharkán, y había tomado todas sus disposiciones para ello. Y pasó aquella noche comiendo, y bebiendo, y rezando, y diciendo oraciones.

      Cuando llegó la mañana, avanzó a caballo de un alto corcel de batalla. Vestía una cota de malla de oro, en el centro de la cual brillaba un espejo enriquecido con pedrería; llevaba en la mano un sable grande y corvo, y se había echado al hombro un arco fabricado al estilo occidental: Y cuando estuvo muy cerca de las filas musulmanas, se levantó la visera, y gritó:

      "¡Heme aquí! ¡El que sabe quién soy, debe saber a qué atenerse; y el que ignora quién soy, me conocerá muy pronto! ¡Oh vosotros todos! ¡soy el rey Afridonios, cuya cabeza está cubierta de bendiciones!"

      Pero no había acabado de hablar, cuando apareció frente a él el príncipe Scharkán, montando un hermoso caballo que valía más de mil monedas de oro rojo, y cuya silla era de brocado, bordada con perlas y pedrerías.

      Llevaba en la mano una espada india nielada de oro, cuya hoja era capaz de cortar el acero y de nivelar todas las cosas.

      Llevó su caballo hasta muy cerca del de Afridonios, y gritó:

      "¡Guárdate, miserable! ¿Me tomas por uno de esos jovencillos de piel de doncella, cuyo sitio está más bien en el lecho de las prostitutas que en el campo de batalla? ¡He aquí mi nombre, maldito rumí!"

      Y haciendo girar la espada, asestó un tremendo golpe a su adversario, que sólo se pudo resguardar haciendo dar una vuelta a su caballo. Después se lanzaron el uno contra el otro, semejando dos montañas que chocaran o dos mares que se desplomasen. Y se alejaban y se acercaban para separarse y volver a acercarse otra vez. Y no dejaban de darse golpes y pararlos. Todo esto a la vista de los dos ejércitos, que tan pronto voceaban la victoria para Scharkán como para el rey de los rumís. Y así siguieron hasta la puesta del sol, sin ningún resultado.

      Pero cuando el astro iba a desaparecer, el rey Afridonios gritó súbitamente a Scharkán:

      "¡Por Cristo! ¡Mira hacia atrás, campeón de la derrota, héroe de la fuga! ¡He aquí que te traen un caballo de refresco para que luches ventajosamente contra mí, que conservo el mío! ¡Esa es costumbre de esclavos y no de guerreros! ¡Por Cristo! ¡Vales menos que un esclavo!"

      Al oír estas palabras, Scharkán, en el colmo de la rabia, se volvió para ver qué caballo era aquel de que le hablaba el cristiano; y no vió ninguno. Aquello era un ardid del maldito cristiano, que aprovechándose de aquel movimiento, que dejaba a Scharkán a merced suya, blandió la azagaya y se la tiró a la espalda.

      Entonces Scharkán exhaló un grito terrible, un solo grito, y cayó sobre el arzón de la silla.

      Y el maldito Afridonios, dejándole por muerto, lanzó su grito de victoria, grito de traición, y galopó hacia las filas de los cristianos.

      Pero en cuanto los musulmanes vieron caer a Scharkán con la cara contra el arzón de la silla, acudieron a socorrerle, y los primeros que llegaron hasta él fueron…

      En este momento de su narración,

      Schehrazada vió aparecer la mañana, y como de costumbre, interrumpió su relato.

       Y CUANDO LLEGO LA 103ª NOCHE

      Ella dijo:

      Los primeros que llegaron hasta él fueron el visir Dandán y los emires Rustem y Bahramán. Lo levantaron en brazos, y se apresuraron a llevarle a la tienda de su hermano, que había llegado al límite más extremo del dolor y de la indignación, clamando por vengarse. En seguida llamaron a los médicos, y se les confió a Scharkán. Y todos los presentes rompieron en sollozos, y pasaron la noche alrededor de la cama en que estaba tendido el héroe, que seguía desmayado.

      Por la mañana llegó el santo asceta, entró donde estaba el herido, leyó sobre su cabeza algunos versículos del Corán y le impuso las manos.

      Entonces Scharkán exhaló un prolongado suspiro y abrió los ojos.

      Sus primeras palabras fueron para dar gracias al Clemente, que le permitía vivir.

      Después se volvió hacia su hermano Daul'makán, y le dijo: "El maldito me ha herido a traición. Pero gracias a Alah, la herida no es mortal. ¿En dónde está el santo asceta?"

      Y Daul'makán dijo: "Helo ahí, a tu cabecera". Entonces Scharkán cogió las manos del asceta y las besó. Y el asceta hizo votos' por su curación, y le dijo: "¡Hijo mío, sufre con paciencia tus males y serás recompensado por el Remunerador! "

      Daul'makán, que había salido un momento, volvió a la tienda, besó a su hermano Scharkán y las manos del santo, y dijo: "¡Oh hermano mío! ¡que Alah te proteja! ¡He aquí que voy a vengarte, pues voy a matar a ese traidor, a ese perro hijo de perro, rey de los rumís".

      Y Scharkán quiso detenerle, pero fué en vano. El visir, los dos emires y el chambelán se ofrecieron a ir a matar al traidor, pero ya Daul'makán había saltado sobre su caballo, y gritaba: "¡Por el pozo de Zámzam! ¡Yo solo he de castigar a ese perro!" Y sacó su caballo a mitad del meidán, y al verle se le habría tomado por el mismo Antar en medio de la pelea, cabalgando en su caballo negro, más veloz que el viento y los relámpagos.

      Por su parte, el traidor Afridonios había lanzado su caballo al meidán. Y los dos campeones chocaron, buscando uno y otro darse el golpe decisivo, pues la lucha no podía terminar esta vez más que con la muerte. Y la muerte acabó por herir al maldito traidor, pues Daul'makán, cuyas fuerzas centuplicaba el deseo de venganza, después de algunos ataques infructuosos, acabó por alcanzar a su enemigo, y de un solo tajo le hendió la visera, la piel del cuello y la columna vertebral, e hizo volar su cabeza lejos del cuerpo.

      Y al verlo los musulmanes se precipitaron como el rayo sobre las filas de los cristianos, e hicieron una matanza, pues hasta la caída de la noche sucumbieron cincuenta mil rumís.

      Pero los descreídos pudieron volver a favor de las tinieblas a Constantinia, y cerraron las puertas, para que los musulmanes victoriosos no pudiesen penetrar en la ciudad. Y así fué como Alah otorgó la victoria a los guerreros de la fe.

      Los musulmanes volvieron entonces a sus tiendas cargados con los despojos de los rumís, y los jefes felicitaron al rey Daul'makán, que dió las gracias al Altísimo por la victoria. Después marchó el rey junto al lecho de su hermano, y le anunció la buena nueva. Y Scharkán sintió que su corazón se desbordaba de alegría, y dijo a su hermano:

      "Sabe, ¡oh hermano! que la victoria no se debe más que a las oraciones de este santo asceta, que durante la batalla no ha cesado de invocar al cielo y de pedir sus bendiciones para los guerreros creyentes".

      Pero la maldita vieja, al saber la muerte del rey Afridonios y la derrota de su ejército, cambió de color; su tez amarilla se puso verde, y el llanto la ahogaba. Sin embargo, consiguió dominarse, y dió a entender que aquellas lágrimas eran causadas por la alegría que le producía la victoria de los musulmanes. Y maquinó la peor de las maquinaciones para abrasar de dolor el corazón de Daul'makán.Aquel día aplicó, como de costumbre, las pomadas y los ungüentos a las heridas de Scharkán, le curó con el mayor cuidado, y pidió que saliera todo el mundo, para dejarlo dormir tranquilamente.


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