La vida instantánea. Sergio C. Fanjul
Wyoming y Sara Mago). Casi destruyes el Estado madrileño, eras anarka, y rubia, y malasañera, más que noble, nobiliaria, y privatizaste lo que era de todos en la medida de tus posibilidades, que eran muchas, como cuando la bruja de Embrujada movía la punta de la naricilla. Esperanza, tenías la cara más dura que el cemento Portland, que el diamante, que el grafeno vasco, y según dices, no te hubieras enterado ni de una explosión nuclear en Hiroshima (y eso que sobreviviste a accidentes de helicóptero y tiroteos sin quitarte los calcetines).
Lo que más te dolió fue cuando llegó Manuela y todo el mundo pensó que ella era la tierna abuela y tú la bruja mala. Dicen que cuando mediste a zancadas las aceras de Gran Vía ibas un poco piripi, pero eso me gusta. En fin, que si tu tío Jaime Gil de Biedma levantara la cabeza, te diría que ya vas descubriendo que la vida va en serio, pero como el poeta ya se ha ido, ya te escribo yo este post: como todas las jóvenes neoliberales, venías a llevarte el Estado por delante. Luego descubriste que la corrupción era el único argumento de la obra.
26 de abril de 2017 · 43 likes
Ya me percaté yo de muy niño que muchos de mis mayores gustaban de dormirse con la radio puesta, a lo que mis tiernos oídos infantiles consideraban un volumen estruendoso. Allí, metidos dentro del radiodespertador ochentero, ya se apretujaban los tertulianos con sus discursos aburridos, que a mí me sonaban a chino mandarín; la habitación se quedaba a oscuras, iluminada únicamente por el intelecto de José María García, el Butanito, y la luz rojiza de los mortecinos números que marcaban la hora de la madrugá.
Nunca fui yo niño, ni chaval, ni hombre de radio. Quién me iba a decir que acabaría, en uno de mis múltiples desempeños laborales, hablando en un programa radiofónico de M21 sobre poesía y alrededores (se llama Poesía o barbarie). Sobre todo en aquellas clases de radio en las que la gran maestra jedi de las ondas, Macu de la Cruz, nos ponía a locutar y yo me ponía tan nervioso que parecía un rapero hasta las cejas de anfetas.
Total, que ahora yo también escucho la radio por las noches, me pongo podcasts de anarquistas, de arte excéntrico, de historias curiosas, de misterio, de economía global, y así me voy quedando plácidamente dormido a la par que absorbo diversas informaciones: del radiodespertador al radiodormidor. Ya entiendo yo, ahora que soy un señor de mediana edad, eso de temer al silencio y la oscuridad de la noche en laborable, que es cuando se nos aparecen los miedos, los fantasmas, las ansiedades, los insomnios, y a aquellos que somos hipocondríacos cardíacos nos retumban los galopes del corazón en los oídos, en el pecho, en el colchón, como si la cama-saltamontes kafkiana fuese a empezar a brincar y a salir de viaje por la ventana hasta la Hispania Citerior, donde la brisa hace la vida más tal.
30 de abril de 2017 · 139 likes
Oh, Liliana, los skinheads te traen ramos de flores y tú flotas sobre las aceras chocolateadas: cuando te ven llegar, los cajeros del súper se ponen contentos y les importan una mierda sus condiciones laborales. Generas tanto bienestar que resultas contrarrevolucionaria, los niños antilloran a tu paso, y no solo antilloran sino que sienten otra panoplia de emociones que aún nadie ha bautizado, de lo escasas.
Oh, Liliana, los skinheads, me refiero a los skinheads buenos, te preparan tartas de queso con arándanos y los árboles del barrio te hacen reverencias cuando vas a reciclar el papel y los envases. Eres Big Data, tienes Dual-Core para amar el doble y comes demasiados yogures de ciruela, pero nueve de cada diez expertos dicen que eso es sano.
Oh, Liliana, la gente arroja tortillas de patata cuando pasas por la calle Lavapiés, y caen de los balcones y ruedan calle abajo como si fueran las ruedas del carro en el que el Sol cruza el firmamento cada día. Oh, Liliana, eres glutamato monosódico y canela en rama. Te adoran los parques y jardines, los traperos, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Voy a hacerte un contrato indefinido porque, oh, Liliana, deberías ser consejera delegada en el Ibex 35.
1 de mayo de 2017 · 244 likes
Primero de Mayo: tú antes molabas. Hoy es el día ese que cierra el Carrefour 24 Horas de Lavapiés. Hace un par de años, tal día como hoy, me asomé al balcón de casa y al ver las negras verjas del Carrefour bajadas (muy pocos han podido ver esa insólita imagen) pensé que ocurría algo terrible, una invasión alienígena, una guerra nuclear, y estuve a punto a darme a las benzodiazepinas. Luego caí en la cuenta de que era el Día del Trabajador, y bueno, pues mucho mejor. Pero ¿quién es hoy la clase trabajadora?
Hoy en día los oficinistas altivos, los diseñadores web, los analistas Big Data, los coachs y nutricionistas, los escritores de éxito, los periodistas freelance, pensamos que somos clase media, que más que una clase es una manera de estar en el mundo. Aunque trabajemos, creemos que la clase trabajadora es otra, la que tratan de cambiar los estilistas de Cámbiame, la que llevan al circo de Mujeres y hombres y viceversa, los forococheros, los que viven al otro lado del río o regresan a casa en autobús, allá a lo lejos, por donde el sol se pone. El trabajador, como el hipster, es siempre el otro.
Mientras tanto vamos perdiendo derechos a ritmo de plusmarquistas, reformas laborales y leyes mordaza mediante. Hasta nos han puesto un smartphone en la mano y un iPad en casa para que no tengamos escapatoria. Nos creemos unos bon vivants con Netflix, Primark e Instagram, pero somos unos arrastraos con ínfulas. ¿Cómo no serlo, si la izquierda se derrumba y la peña pasa olímpicamente de los sindicatos?
Yo digo «sindicato» y lo que oigo alrededor es el mantra habitual: «vagos», «mafia», «liberados», etcétera; en realidad, lo que escucho es la voz de la hegemonía neoliberal hablando a través de las bocas poseídas de mis amigos para deslegitimar a los representantes de los trabajadores. Pensamos que los sindicalistas son ewoks decimonónicos adictos a las mariscadas, nos molesta que un estibador cobre más que nosotros, somos partidarios de la «solidaridad negativa»: que todo el mundo esté igual de mal que yo, o peor.
Es cierto que los sindicatos andan a contrapié en estos tiempos atomizados (¿por qué hay nuevos partidos y no nuevos sindicatos?), pero el sindicalismo, el juntarte con tus colegas para que no te pisoteen, porque tú solo no eres nada, es una de las ideas más hermosas. Al sindicalismo, compañeros y compañeras, ese que el neoliberalismo rampante ha jurado destruir (y le va bien), le debemos la jornada de ocho horas, las vacaciones pagadas, el subsidio de desempleo, los servicios públicos, millones de pegatinas y banderines gratis que ondear por las calles, y tantas otras cosas buenas en miles de pequeñas empresas y conflictos.
Hoy la clase obrera no es que no exista (existe como siempre, también fuera de las minas y las fábricas), es que nadie se apunta, y los sindicatos van en retroceso perseguidos por los mentecatos. ¿Qué fue de la vieja clase obrera consciente, sindicada y poderosa? Joven nacional: sindícate y prepárate para flipar.
4 de mayo de 2017 · 62 likes
Conocí a un tipo que solo podía hablar utilizando #hashtags. No digo que utilizase los #hashtags cuando quería llamar la atención sobre un concepto y que el resto de la humanidad interesada pudiera llegar a él, sino que #solo #podía #hablar #usando #hashtags. La vida de este tipo resultaba harto inquietante, y siempre tenía que tener cuidado con lo que decía, porque si decía, en petit comité, #megustamiculito, miles de millones de personas podrían llegar a conocer este orgullo secreto a través de mecanismos metafísicos aún por explicar.
Más tremendo aún es el caso de otra persona a quien pude entrevistar y que solo podía pensar usando #hashtags. No digo que utilizase los #hashtags cuando quería llamar la atención sobre uno de sus pensamientos, sino que #todo #lo #que #pensaba #lo #pensaba #en #hashtags, de tal manera que su mente era completamente transparente y su completo pensamiento era de dominio público: había perdido cualquier intimidad consigo mismo y #vivíasoloparafuera.
Era a la vez pura autenticidad y pura máscara, una cáscara vacía, una interfase entre dos eternidades, siempre aquí y ahora, pero nada más allá. La autocensura, la mentira piadosa, la compasión, toda esa arquitectura oculta que permite que la sociedad no implosione en ese estado de naturaleza que decía Hobbes, no tenía ningún