La vida instantánea. Sergio C. Fanjul

La vida instantánea - Sergio C. Fanjul


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cada uno de nosotros tenga sus propios pájaros y cuando morimos se queden volando sobre nuestra tumba, y si nos incineran y tiran nuestras cenizas por ahí, y son desperdigadas por el viento, también se desperdigan ellos, los pájaros, y se les rompen todos los huesos y caen, cataplof, sobre la tierra, muertos.

      18 de mayo de 2017 · 162 likes

      La imagen de un ejecutivo comiéndose una ensalada envasada o un sándwich sintético siempre me resulta grotesca. Se puede ver en los alrededores de las zonas negociantes y financieras, o en el AVE, donde lo estoy viendo ahora. A los ejecutivos les gusta alimentarse así y que los vean hacerlo, forma parte desde los años ochenta de la idiosincrasia del yupi, igual que el cinturón de balas forma parte de la del jevi.

      Ahí lo llevo, al ejecutivo, con el pelo engominado, el smartphone humeante en una mano y el tenedor de plástico de la ensalada (New Yorker con beicon de Florette) en la otra. Da la imagen de ser un tipo sano, porque come verde, y de ser un tipo ocupado, porque no tiene tiempo de zamparse un grasiento menú del día con dos platos, postre, café y lo que surja.

      A mí me da la imagen de un tío esclavizado por sus rutinas laborales (como todos, por lo demás, aunque nuestro trabajo pronto lo harán los robots y nosotros estaremos en el arroyo) que antepone esas llamadas, esos guasaps, esas cotizaciones bancarias a su propia salud y su siestica, y eso que es rico: es una ambición antihedonista, contrabiológica, calvinista, rara.

      También me llama gastronómicamente la atención la relación entre comida, bebida y trabajo. Antes, en los productos culturales que reflejaban el curro nadie comía: ni Jack Lemmon comía en la alienante oficina de El apartamento, ni José Luis López Vázquez en las grises oficinas franquistas. Luego, desde USA, se implantó esa imagen del ingeridor laboral, amante de la comida basura, patatas de bolsa, perrito caliente, sándwich cutre, bebedor de grandes mugs de café, cómo no, americano. La taza de marras llegó hasta las mesas de los presentadores de late nite (que en realidad la tenían vacía o llena de whisky), y la máquina de café, donde se cotillea y conspira, se convirtió en epicentro de comedietas de ficción.

      Ahora, cada vez que aparece una oficina, o una comisaría, o una redacción en una serie o película la gente come y bebe, y hasta cruza los pies encima de la mesa, eso le da un toque de informalidad muy chulo al capitalismo, al capitalismo cool, al capitalismo con rostro humano que se queda a currar hasta la madrugada, pide una pizza y la comparte con la limpiadora afroamericana, el único ser vivo que queda en el rascacielos. En la Unión Soviética no había migas.

      20 de mayo de 2017 · 89 likes

      Aquí me llaman Rey Gaviotu.

      Estamos en la isla de Tabarca, una isla mínima a una hora en barco de Alicante. Es tan pequeña que desde una punta se ve la otra. Hay un puñado de restaurantes (donde sirven un plato tradicional llamado caldero), un espacio natural protegido (poblado de posidonia oceánica) con una casa en ruinas en medio, un faro, un fortín militar y un par de tiendas. Si quieres tabaco por la tarde, cuando todo cierra y el lugar se queda desierto, hay un par de ancianitos que te lo venden en el salón de su casa mientras ven Pasapalabra, como si fuera droga.

      —En invierno solo vivimos aquí quince personas, incluyendo al ATS —dice la tabernera, que expone fotos originales de Elvis haciendo la mili; se las regaló una amiga alemana—. Son meses muy duros, este año hubo cuatro temporales y nos quedamos días incomunicados. Así que hay que tener reservas.

      La cobertura es escasa y el wifi va fatal, así que publico esto como quien envía un télex desde la guerra de los Balcanes. En verano ya viene todo el turisteo y hasta han abierto un hotel-boutique (¿gentrificación en Tabarca?), pero ahora hay poquísima gente y muchísimos gatos que pululan por todo el trazado ortogonal del minúsculo pueblo, unos ciento cuarenta felinos me dicen, diez por persona. Están por todas partes, moviéndose sinuosamente, haciendo poco ruido. Es como si fueran los espíritus de los tabarqueños muertos. El pueblín, blanco y polvoriento, bien podría ser escenario de un wéstern crepuscular o la Comala de Juan Rulfo, por aquello del calor y los difuntos.

      En 1769 Carlos III repobló este islote con doscientas familias recolectoras de coral rescatadas del turco en la Tabarka original, Túnez, así que aquí aún se mantienen muchos apellidos italianos, como Russo o Parodi.

      —Todos los animales que hay en la tierra los hay en el mar —me dice un marinero con cara de italiano y piel curtida de salitre al borde de las olas—. La rata, la araña, el gallo, el tigre, el buey, el león... Hay peces que parecen escorpiones.

      —¿Y el elefante? —pregunta Liliana, despeinada por la brisa.

      —Seguro, tiene que haber.

      Lo que hay aquí es mar por todas partes y, claro, gaviotas. Lo de Rey Gaviotu a mí me viene de una de mis expediciones a Algeciras, ciudad silvestre, portuaria, mestiza y malcarada, pero flipante. Una noche subí a la azotea a fumar y a mirar el puerto, ese monstruo tentacular que se mueve lento y brilla en la oscuridad, el reino de los heroicos estibadores nocturnos. Entonces una bandada de gaviotas se acercó y voló en círculos a mi alrededor, muy cerca, graznándome, como rindiéndome pleitesía, como coronándome. Desde entonces, allí donde voy, las gaviotas, así como otras aves de diferente envergadura, doblan la cerviz, y me hacen reverencia, y me cuentan secretos de mar adentro.

      Hay en Tabarca un recoleto camposanto traspasado por la brisa, rodeado por la mar salada. Yo quiero yacer aquí eternamente. Y que en mi lápida ponga: aquí yace el Rey Gaviotu. Y que un gaviotu cague encima.

      23 de mayo de 2017 · 39 likes

      Una vez conocí a un ninja que podía andar de forma hipersigilosa sobre los cantos exteriores de sus pies gatunos, que podía colarse en cualquier sitio, y hasta meter sus genitales para dentro y encajar cualquier tipo de golpe en la entrepierna. Era invencible. Lo entrevisté, vaya, y me enseñó el arte de los shinobis. Hice un poco el ridículo porque cuando se acercó a mí se agachó a por su cartera, apoyada en el suelo, y yo también me agaché porque pensaba que él se agachaba para saludarme al modo oriental (era japonés), lo que creó una situación ortopédica y ridícula que hizo carcajearse extensamente al fotógrafo.

      Total, que aprendí mucho de aquel maestro ninja que había traído a España la Fundación Japón.

      Ahora que hay tanta opresión, a veces le gusta a uno pasar al lado sigiloso y hackear el Sistema de la forma menos probable, como un cracker raro, como un saboteador poético. Yo lo hago sobre todo en superficies comerciales o grandes tiendas de libros (en las pequeñas no, que me conocen). Cuando lo hago me siento como Luke Skywalker entrando con su X-Wing en la Estrella de la Muerte, dejando su bomba y escapando de una pieza y a velocidades prodigiosas.

      Me presento allí como un lector cualquiera, un ciudadano normal (es importante no dejar ver que uno es un shinobi), voy a la sección de poesía, busco algunos de mis títulos, que son buenísimos, y los saco de las estanterías del olvido para colocarlos en las mesas de novedades, probablemente encima de uno de Marwan, o de Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma, o de la poesía completa de William Carlos Williams, que ahora está de moda con lo de la película Paterson.

      Los que curran en la Fnac, la Casa del Libro, La Central o El Corte Inglés deben de estar hartos de mí y considerarme algo así como el más peligroso ninja de la poesía contemporánea. No puedo decir que me arrepienta. ¡Kiai!

      24 de mayo de 2017 · 72 likes

      Hoy se reúnen el papa Francisco y Donald Trump, representantes en la Tierra de Dios y del Diablo. Se reunirán en el Vaticano, supongo que en un despacho más o menos austero, más o menos historiado, rodeados de intérpretes y subalternos. Sin embargo, yo me los imagino reunidos, de pronto, en un espacio vacío, todo blanco, la pura nada, sin arriba ni abajo, ni izquierda y derecha, ni antes o después, ni ninguna otra dimensión espaciotemporal. Trump y Francisco flotan en ese vacío. Francisco comienza echándole en cara a Trump lo del muro de México, que «no es cristiano».


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