Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles

Aguas torvas - Raúl Sánchez Robles


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arma y el cholo recibió el proyectil en medio de la frente; ambos cayeron, pero Luz se incorporó trabajosamente, recargándose en paredes, árboles y carros viejos pudo llegar al coche del Gilochas, sintió otro empujón por la espalda que se convirtió en jalón a la altura del pecho, enseguida le llegó el mortal zumbido de la bala que luego tronó como un bang, se recargó en la puerta del auto ya cuando su mano jalaba la manija que la abría, pujando se hizo a un lado para introducirse al carro, sabía cómo arrancar el motor, era uno de los vehículos de Samuel arreglado ex profeso para las fugas, con placas mexicanas y doble tanque de gasolina. Perdía mucha sangre, pero la chamarra de piel, aunque perforada, escondía muy bien las heridas. Sacando fuerzas de su agonía llegó a la garita y pasó a los Estados Unidos sin que la revisaran. Sentía mucho frío y le dolían los pies, cosa rara porque era en lo único que no traía golpes ni heridas; su mirada se hacía opaca, respirar era una tortura, como un sueño recordó los últimos gritos del Gilochas: «¡Soy yo, cabrones, el Gilochas! ¡A ella! ¡Chínguenla a ella!», y la señalaba con el dedo. Sabía que iba a morir, que le quedaban unos cuantos segundos de vida. Tomó el teléfono celular y marcó el número de Pepe...

      Sufriendo las de Caín, llegué al departamento de San Isidro. Traía una bala en un hombro y otra que solo dejó un hueco lleno de sangre desde la espalda hasta el pecho, una puñalada en el seno derecho. Todo me dolía cuando jalaba media aspiración de ese aire espeso, viscoso y caliente que sentía iba a reventarme el pulmón. No me gustó nada venir sola con el Gil hasta Tijuana, pero Samuel me convenció porque dijo que solo yo podría resolver la problemática que le significaba la zona. Las veces en que trabajamos juntos Pepe y yo nunca fallamos, pero Samuel quería que recuperáramos el norte, que les disputáramos a los Arellano el territorio en el que, además, ya había otro intruso que les estaba peleando, una falange de los Zetas. Tantas operaciones que llevamos a cabo sin broncas. Pepe es mucho más inteligente y prudente que todos los del equipo de Samuel, pero por haber matado al Cuco no era el indicado para tratar con sus territorios. El Gilochas siempre fue un pendejo atrabancado, valiente sí, pero preveía poco las consecuencias de sus actos. Desde que salimos de Guadalajara yo presentía que iba a valer madre, todo dependía de mi buen desempeño en Tijuana; recuperar el mercado de la frontera era la misión. Cuco lo había establecido arrebatándoselo a los de Sinaloa, y por eso Samuel lo respetaba y lo protegía, por eso se encabronó con Pepe cuando lo mató en el jardín de la casa, delante de todos. Y a mí me tocaba restablecer los contactos, porque conocía Los Ángeles como la palma de mi mano, y algunas otras ciudades fronterizas del lugar, el haber vivido en el este de Los Ángeles luego de la muerte de mi Fernando me daba la seguridad para transitar por todas partes como en mi casa. Si tenía éxito, Pepe se quedaría como el tercero y yo como la segunda en la cadena de mando de Samuel, y con Pepe en mi bolsillo, prácticamente me tocaba mandar...

      Cuando Pepe contestó el teléfono solo escuchó una fuerte aspiración, una exhalación pausada que pretendió decir: «Ahhh... soyyy LuLuzzz...»

      Nunca se supo la traición de Gilochas, ni que pertenecía a los Zetas, como lo era también Cuco, un doble «agente» jugando dos manos de cartas. Todo lo contrario, fue considerado un héroe entre el cártel de occidente, había quien pedía que le compusieran al menos un corrido donde se narraran sus hazañas y la épica muerte que tuvo espalda con espalda esgrimiendo su arma, como lo hacían los Doce Pares de Francia en el periodo Carolingio defendiendo a la Turbia en una emboscada.

      Pepe le pidió a Samuel autorización para encargarse del sepelio de la Turbia, personalmente se trasladó a San Isidro y realizó los trámites para la repatriación del cadáver. Con suma sobriedad diligenció lo conducente, soltó dinero, amagó con su fría voz hasta conseguir los permisos y la cancelación de la necropsia, «solo sáquenle las balas», dijo, «ya lo hicimos», le contestaron, «solo traía una, la otra tiene orificio de salida». La veía tanto que les pareció extraño a la gente de la funeraria, era un muchacho que no cumplía los veinte años y la finada se acercaba a los treinta. Sus rasgos aún le eran dulces, a pesar de haber muerto con dolor. Llorando hacia adentro regresó, la sepultó con una sencilla pero lujosa ceremonia que los miembros del cártel de Zapopan le hicieron como reconocimiento, mencionando la desaparición del Gilochas, otorgándole el rango de héroe por haber caído en un lugar desconocido por proteger a la Turbia. Unos decían que Los Tigres del Norte le compondrían el corrido, otros que Los Cadetes de Linares, y otros que Ramón Ayala, pero Pepe prohibió que alguien pagara por ello, «los muertos deben descansar», dijo.

      No acabo de entender cómo es que salí de Cuyutlán en pleno julio. La milpa ya me rebasaba la cintura, y los problemas con Jesús Mayorga, según yo ya eran cosa del pasado. Pero el desasosiego me llegó al saber que andaba por aquellos rumbos luego de más de cinco años. Ya ni lo buscaba el gobierno, me dio mucho miedo. Por salvar a mi compadre Nacho, yo fui y dije quién era el dueño de lo que se habían encontrado en el Salto Grande. Llegué con los rurales al pueblo y les platiqué todo, que Jesús Mayorga había sembrado y cuidaba las plantas de amapola todas las tardes, que siempre dedicaba su tiempo al cultivo de plantas ilegales, que por eso, de ser un don nadie, había prosperado hasta llegar a ser el que más y mejores tierras tenía en todo Cuyutlán. Luego vinieron por él y se lo llevaron. Se supo que se les había escapado allá por el Arroyo del Toro, luego decían que andaba por el otro lado, otros que no, que andaba trabajando en la frontera. De todas formas, mi compadre Nacho duro más de tres años en la cárcel, y hasta las Islas Marías fue a dar. Necesitaron a alguien que cubriera al culpable y a mi compadre ya lo tenían preso, así que él terminó pagando.

      La cosa es que por miedo dejé a mi mujer, a mis hijos y a mis tierras abandonadas. Luego supe que Ifigenia se había juntado con el Nabor y ya no quise regresar al rancho, pos pa’ qué...

      En la ciudad Efrén no encontraba colocación. Cuidaba y lavaba carros por las calles, de eso vivía. Dormía en un lote baldío al amparo de unos cartones que le servían de techo. Era muy acomedido y nunca le faltó de qué vivir. Además, parecía que su única preocupación era sacar el sustento de cada día sin mirar el mañana, hasta que conoció a doña Chuy. Ella ya tenía tres muchachos, pero a Efrén no le importó, hasta le prometió cuidar de ella y su familia, entonces tomó muy en serio su trabajo de cuidador de autos y lavacoches, de vieneviene; ostentaba con orgullo la franela roja que, según él, le daba el poder sobre los automovilistas, como cuando un policía muestra su placa. Sabía que no podía aspirar a algo mejor, su nueva mujer no era propiamente una belleza, pero él, aunque era un hombre joven, tampoco era la gran cosa, así que se conformó con lo que la vida le estaba brindando.

      Cierta ocasión, luego de la salida de casi todos sus empleadores, quedaba un vehículo de modelo reciente, y como Efrén lo había lavado, decidió esperar al dueño para cobrar los veinte pesos de la lavada, serían unos muy buenos pesos para alguien como él. Realmente no recordaba cómo era físicamente el dueño, y se sentó recargándose en el poste negro de teléfonos con la paciencia de un gato manso en espera de su premio al estoicismo. Estaba tan cansado que se quedó dormido luego de tres cabeceos. El rechinido de las llantas de un auto al frenar lo despertó sobresaltado, el carro que significaba la recompensa a su docilidad seguía ahí, ya era pasado de la medianoche. A lo lejos vio una preciosa muchacha que caminaba en su dirección, no quería asustarla y se cambió de acera, pero tuvo que correr cuando se dio cuenta de que era la dueña del coche que estaba cuidando; sin gritar llegó hasta la ventana del carro cuando la mujer bajaba el cristal, no había encendido el motor del vehículo cuando la sorpresa del rostro sucio y descuidado de Efrén la hizo jalar aire de manera desesperada, rápidamente echó mano de su bolso de donde sacó un atomizador de gas pimienta rociándole la cara, tartamudeando le dijo que era quien le había cuidado el carro y cómo lo lavó, pues quería que le pagara, se revolcaba llorando cuando la mujer bajó del carro y le pidió disculpas sinceramente apenada por su repentina reacción defensiva, le ayudó a subirlo al coche preguntándole dónde vivía para llevarlo a su casa. Sería por el dolor o lo cansado, pero Efrén se quedó con la imagen de las bellas piernas de la muchacha que dolorosamente se le grabó en la mente, poco a poco se durmió sin responder, quejándose como cachorro herido. La chica lo llevó a su departamento, y con trabajos lo acomodó en un sillón de la sala, al día siguiente le preparó de desayunar y se fue dejándolo dormido, con la mesa servida. Al despertar, Efrén


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