Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles

Aguas torvas - Raúl Sánchez Robles


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pasarte de listo, te estás pasando de pendejo, ese, entonces, ese, le doy menos de quince días para que compre su cajón —le dijo, y le dieron un culatazo para que ya se callara. Se desmayó. Me empezaron a salir lágrimas de impotencia, sabía que matarían a mi hija, si es que no la habían matado ya. Pensé que, si salía de esta, vengaría su suerte contra todos los que sospechara que habían planeado esto. ¿Para qué me usaban si de todas formas intervinieron? Era algo que no comprendía, que me daba muchas vueltas en la cabeza.

      Pasé más de una semana en la cárcel, no los denuncié, a pesar de mi coraje. Quería la venganza para mí solito. Salimos libres de manera insospechada, creo que alguien se encargó de todo, nadie soltó ni una palabra y lo extraño fue que siempre estuvimos apartados de los demás presos, al salir me di cuenta que al oficial que nos detuvo lo acababan de matar, no se supo quién, ni por qué, solo amaneció decapitado en un camino vecinal de Tlajomulco de Zúñiga, con los labios engrapados, me acordé de lo que le dijo «el Picudo», así le decían al que venía conmigo en la camioneta, que comprara su ataúd.

      En la calle, un tipo elegante dijo ser el Pepe, me dijo que estuviera tranquilo que todo estaba bien, que nada había sido mi culpa, que todo había sido una disfunción interna de su gente y del receptor de lo que le iba a entregar, que en el estacionamiento de la zona comercial estaba un Mercédez azul con mi hija esperándome como premio por no abrir la boca, nada pudiste hacerme, aunque lo hubieras querido, pero yo premio el valor y la discreción de la gente, me dijo. Corrí a la calle, no traía ni un peso, pero una camioneta Lobo se paró casi arriba de la banqueta y se abrió la puerta, alguien me subió de un empellón y cerró con fuerza, creí que todo empezaba de nuevo, hasta que llegamos al Mercédez azul, Flor saboreaba un helado sin preocupación.

      —¡Papi, papi! —me gritó cuando me vio, estallé en un llanto nervioso que duró más de media hora, la gente pasaba y se me quedaba viendo que abrazaba a mi hija con desesperación.

      —¿A dónde fuiste, papi? —me decía la niña.

      —A donde espero jamás volver, mi reina. —Y la subí al carro para ir a casa, encontré a Juanita preocupada.

      —¡Ay, señor! Desde la mañana se la llevaron otra vez y usted que no aparecía, estaba muy mortificada. ¡Bendito Dios que ya están aquí los dos!

      —¡Pero entonces...! ¿Siempre estuvo aquí? —Estaba muy confundido.

      —La vez que se los llevaron, ya en la noche me trajeron de vuelta a Flor Guadalupe. Primero entró otro hombre y me desató, luego trajeron a la niña diciendo que usted estaba haciendo un trabajo para ellos, me asusté mucho pero ya después todos fueron muy amables y traían todo lo que necesitábamos la niña y yo, nos decían que pronto iba a regresar usted, que estaba trabajando para el país, que el gobierno le había encargado una misión muy importante, que para la patria y quién sabe cuántas cosas más decían, yo la verdad no les entendía bien, pero con el paso de los días la tensión disminuyó hasta que ya solo esperábamos que usted regresara. Nos decían que estuviéramos tranquilas, que la niña siguiera yendo a la escuela como si nada, y así fue.

      —¿Y cada cuándo venían esos señores, Juanita?

      —Pos todos los días, señor. Ahora se fueron temprano y se llevaron a la niña, por eso me preocupé.

      ¿Qué había pasado? ¿En qué estuve metido? No entendía nada.

      Con la idea de tener control con su dinero y a quién lo destinaban, los patrones de las principales familias marcaban los billetes de cien dólares con los que pagaban a sus proveedores. Ponían un sello poco perceptible, pero muy personalizado cerca de Benjamín Franklin, así, si aparecían billetes con otras marcas cuando se les pagaba alguna transacción, sentían que le estaban ganando terreno a la competencia; para ellos era una verdadera satisfacción, hasta había quien coleccionaba las marcas de sus adversarios y las exhibían en vitrinas mandadas hacer para tal fin resaltando la «marca» de sus antagonistas, en sus fiestas y reuniones las ponían a la vista de todos sus invitados, que con molestia identificaban sus símbolos personales fingiendo indiferencia. No siempre les llegaban mediante el pago que recibían de algún negocio, otras veces aparecían entre fajos de billetes que habían recibido en sus casas de cambio, que como lavadoras de dinero cuyo origen turbio no podían justificar, tenían en el centro de Guadalajara, Mazatlán, Culiacán, León, Hermosillo, Tijuana y Mexicali, principalmente, aunque también las había en pueblos u otras ciudades importantes cercanas a la Perla Tapatía y en otras fronteras del norte del país. Pepe tenía algunos de estos giros, y en terceros estaba como socio anónimo, para marcar cierta distancia por si algo pasaba. Nunca quiso apostar todo a una mano, decía que distribuir los huevos en varias canastas le daba seguridad.

      En una remesa le llegaron tres billetes de cien dólares con la marca que les había puesto a los que envió con el Macachán, hacía ya un par de años, su pulso se aceleró y los apartó del refajo, llamó a la sucursal que los recibiera en busca de informes de quién los había cambiado. Cuando empezó la broma de burlarse de los demás por esta razón, casi todos los casacambistas instauraron un sistema de identificación de quien los canjeaba por dinero mexicano, les pedían credenciales oficiales y los datos de su domicilio, años más tarde, la pgr obligó a estos giros para que cualquier transacción de moneda extranjera se sometiera a este control, de tal manera que fuera posible identificar a quien operara con dólares para ver si estaba relacionado con algún grupo cuyos negocios eran opacos, muy poco claros; así fue como le dijeron que quien los llevaba vivía en Tlaquepaque, en la calle fulana, con tal número, que era un hombre de veinticinco años y que nunca antes había cambiado dólares con ellos, o al menos no aparecía en sus registros. Él personalmente hizo guardias fuera de la casa en cuestión para descubrir al indiciado, al ignoto hasta ese momento. Era una casa grande y de reciente remodelación, preguntó a vecinos del lugar quienes le dijeron que, de la noche a la mañana, la casa, de ser una modesta finca, se le fueron haciendo mejoras hasta llegar a ser la más bonita de la cuadra y de las mejores en toda la colonia, pensaba cosas atroces, pero los propietarios parecían ser gente tranquila, sencilla, que no gustaba de negocios tan riesgosos como los de él. Sentado en una de sus camionetas más modestas, para no llamar la atención, hacía plantones de horas enteras viendo quién entraba y quién salía de la casa. Un matrimonio de edad avanzada, de humilde estampa, eran los jefes de familia, y dos muchachos de entre veinte y veinticinco años parecían ser todos los habitantes. Los hijos eran un hombre y una mujer. El muchacho estudiaba en la Universidad de Guadalajara una carrera, que le dijeron los vecinos, no entendían para qué servía, Geografía. Pero descubrió que con frecuencia salía con una mochila de campamento y duraba todo el fin de semana fuera de casa, traía un jeep casi nuevo y bien equipado para el campo, a veces iba con otros muchachos, pero en otras ocasiones iba solo, acompañado nada más por un perro pastor alemán. Una de esas veces en que se fue solo, decidió seguirlo. Cuando conducía por la carretera a Tequila se preguntaba qué estaba haciendo, en caso de topar al muchacho cuál sería su reacción, qué le cuestionaría, pero continuó tratando de no llamar la atención. Iban por la carretera libre, pasó El Arenal y a lo lejos escuchó que el ferrocarril pitaba para que le despejaran la vía, conocía la carretera y sabía que en pocos kilómetros estaba otro entronque donde el cruce podría separarlo de su objetivo, así que se le acercó arriesgando el anonimato, rogó para que no llegaran después que el tren al crucero, pero el estudiante manejaba con rapidez y pudieron pasar mucho antes que la locomotora. Al llegar al panteón de Amatitán dieron vuelta a la derecha, pasaron por la Hacienda del Refugio, luego un camino de terracería angosto, apenas sí podrían caber dos autos si se encontraran, le dio espacio a las distancia entre ambos, se escondía en la nube de polvo que levantaban las llantas del jeep, como precaución tomó caminos vecinales y consideró dejar que se adelantara aún más para que ya no lo viera, pero preguntaba por él, cuando se encontraba a personas que deambulaban por los caminos de terracería, es un jeep de este modo y de este otro, pasó por aquí hace rato, se fue por allá, le contestaban, luego de horas encontró el jeep parado entre unos árboles, el cofre del vehículo estaba frío, tenía mucho tiempo con el motor apagado, se estacionó a un lado y bajó para seguir a pie por el camino que evidentemente era de poco uso, comprobó que su arma estaba cargada, lista. Apenas si se


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