Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles
algo ilegal necesitaba con qué defenderme en caso de tener necesidad.
—Dale su arma con tres tiros, ni uno más —alguien dijo, y me la devolvieron con el cargador vacío y tres balas sueltas—, si tratas de hacer algo que nos perjudique matamos a la chiquilla. —Sentí coraje cuando se referían a mi niña con un tono tan despectivo, pero una especie de somnolencia enfermiza me mantuvo calmado, tenía una contusión en la nuca que se me había hinchado, era del tamaño de un limón, estaba atontado y solo escuchaba las órdenes sin replicar. Arranqué despacio, eran como las siete de la tarde o noche, nunca he podido descifrar la diferencia. Poco a poco recuperé mi lucidez y comprendí que no tenía alternativa.
Recordé que alguien había dicho que el arreglo era con un tipo bien pesado, un funcionario de grueso calibre al que no le convenía que las cosas salieran mal, pero que nadie se quería arriesgar porque los tiempos eran difíciles en cuestiones políticas, por eso me habían usado a mí, a uno que desconociera todo lo relacionado con ellos, para que no pudiera hablar si las cosas se complicaban, se ponían feas. Todo perfecto para ellos, menos para el incauto que usarían, o sea yo.
... Ya no se escuchaba la sirena, aunque a lo lejos, muy a lo lejos, resplandores malignos parpadeaban iluminando el contorno de las montañas, como deben alumbrar las luces del averno. Dudé en seguir por la carretera, pero las órdenes eran contundentes: «No ti apartes del camino, más vale que siempre sepamos ‘ónde andas, vale...». Y seguí por donde iba. Más adelante, y casi de improviso, se encendieron decenas de faros, creí que eran miles, sonaron sirenas y me bloquearon el paso, frené violentamente y me di la vuelta de trompo que tanto éxito me había dado en las carreras de demolición, lo logré con más facilidad porque era un excelente vehículo, se dejaron venir tras de mí como perros rabiosos, pronto descubrí que estaba en medio de dos flancos, los que había dejado atrás antes y los nuevos perseguidores, no tuve alternativa más que la de intentar salir del asfalto y continuar a campo traviesa, era imposible, había cercas de piedra por ambos lados, por poco me estrello con una de ellas, sin tiempo de reacción me rodearon y dispararon a la camioneta varias descargas.
—¡Me rindo! —grité sacando las manos por la ventanilla. Sentí que en ese momento estaban matando a mi hija, en una fracción de segundo llegaron a mí y me sacaron a empellones y a patadas en donde me las podían dar, algunos hasta se encimaban para golpearme gritando improperios que resonaban más que las sirenas. Me esposaron y el que parecía tener la autoridad se me arrimó.
—¿Quién es usted, caballero? ¿Por qué huía? ¿No entiende que cuando se le da la orden de detenerse lo debe hacer? ¿Qué trae en su camioneta? —Aunque sabía que no quería respuestas realmente, tomé valor cuando me dejaron de golpear y le dije que llevaba algo muy importante para alguien muy importante, que me dejara continuar y no se metería en problemas. Uno quiso darme con la culata de su arma, pero con un simple gesto del oficial contuvo sus ánimos.
—¿Y quién es ese tan influyente, según usted? ¡Digo! ¿Si se puede saber? —No sé de dónde me salían las palabras, pero hasta a mí me sorprendía lo que escupía de mi boca, tamañas mentiras no las había dicho nunca, y menos con el temple que me dejaba tan sorprendido.
—No puedo decirle quién es, oficial, pero sí le aseguro que si me deja ir mejorará su suerte. —¿Por qué decía esto?, no lo sé, no tenía capacidad de negociación, pero todo me salía tan fluido—. Lo que sí le digo es que si no llego a mi destino, tanto a usted como a mí nos van a pasar cosas muy lamentables.
—¡Sin amenazas para mi comandante, imbécil! —Ahora sí se coló el tipo de la culata y me reventó el labio inferior. Lo quitaron y me levantaron por las axilas. Le pedí al oficial hablar a solas con él y mandó a todos a sus unidades.
—¡Nadie se arrime a menos de diez metros o le rompo la madre! —gritó.
Todos se subieron a las camionetas sin chistar. Le dije que eran muchos para negociar, que debía tratar con menos para garantizarles una buena suma, algo que los sacara de pobres. Volteó para las patrullas y dijo varios nombres, encendieron los motores y solo quedó una camioneta, les dijo a los otros que él solo haría el arresto, que se fueran para sus zonas de patrullaje y que él haría el reporte, que todo era de él. Ya que se fueron, se dirigió a mí:
—¿Como de cuánto estamos hablando? —me cuestionó. Tardé en pensar, de repente me faltaron las ideas, el viento soplaba a la distancia, entre los bosques de roble, los perros de ranchos cercanos seguían ladrando, lo hacían desde la primera escaramuza, pero se oían lejos, de un lugar impreciso—, ¿eh? —me repeló en la cara.
—¿Qué le parece... ?
—¡Al primer pendejo que se mueva le partimos su madre! —se escuchó muy cerca de nosotros—. ¡Ustedes, carnales!, a los de la camioneta, ¡asegúrenlos a los cabrones! —Todo quedó en silencio, hasta los perros se callaron, solo se oían las ráfagas de viento que jugaban entre los árboles a la distancia. Una forma humana apareció saltando de atrás de la cerca de piedra y encañonó al oficial que se levantó lentamente—. ¿Por qué no le hizo caso, ese?, ¡cuico tan güey!, ¡déjelo ir, ese, no se meta en broncas innecesarias, jamás trate de echarse un pedo más grande que su culo, ese! —Eran varios tipos que había visto en el rancho de donde salí en la tarde, me sentí salvado, extrañamente salvado.
—Los muchachos están cerca —dijo el policía—, van a regresar.
—¡Que regresen, los hijos de la chingada, ese, aquí traemos con qué quererlos, para eso vivimos, ese!, ¡nos pelan toda la verga, ese! —contestó acariciando su arma—. ¡Bajen esos güeyes y amárrenlos en aquel árbol! —ordenó a los otros—, usté se viene con nosotros, ese, por güey —le dijo al oficial, y lo subió a la Cheyenne de un empujón, luego me gritó—: ¿y tú qué, pinche René? ¡A tu volante, ese, de volada! —Subí tan rápido como pude pararme y encendí la camioneta, los otros ya venían corriendo y se subieron a la caja.
—¡Listos! —gritaron. Di la vuelta y me subí a la carretera.
—¡Písale machín, ese! —me dijo. El oficial venía callado, con la cabeza agachada, parecía que ni respiraba. Creí que todo estaría tranquilo—. Tú no te acalambres, ese René —me dijo para tranquilizarme—, todo seguirá como lo planeamos, ese, nosotros nos vamos a bajar en el crucero pa’ que tú le sigas según el plan.
Pero en la curva de Monticcello se nos emparejó otra camioneta de la policía, vio al oficial en medio de nosotros, su semblante apachurrado delató la situación y encendió la sirena.
—¡Lo voy a matar, putos! —les gritó el que venía encañonándolo dentro de la cabina—, ¡al Picudo no le tiembla la papaya como a ustedes, hijos de su reputa madre!
Aun así no apagaron la sirena ni las torretas, pronto nos vimos nuevamente perseguidos por varias patrullas, que nos cerraron el paso en el entronque con la carretera a Tesistán, donde se suponía que seguiría solo. Creí que en verdad mataría al policía, su mirada estaba desorbitada, las manos crispadas temblaban apretando la pistola, pero no fue así, tenían encañonados a los de la caja y uno rápido me apuntó en la sien.
—¡Hijos de la chingada!, ¡qué güeyes están los cuicos, ese!, todos están cortados con la misma tijera —bramó el que apuntaba al policía—. ¿Qué no entienden para quién son las armas, ese? —Se adivinaba que en círculo perfecto de sus pupilas, las niñas se achicaban, se hacían pequeñas. Hasta entonces supe lo que traía en la caja de herramientas de atrás.
—¡Bájese! —le dijeron. Ya abajo, le ofreció cien mil pesos y la camioneta pero que me dejara entregar las armas; sin embargo, el oficial ya venía asustado y no razonaba muy bien. Uno de sus muchachos le aconsejó que le tomara la palabra, que aun repartiéndose les convenía, pero el oficial dudaba, ahora sí con miedo. Y nos subieron a las patrullas.
—¡Tú ni hables, ese! —me gritó, aunque estuviera a menos de un metro de él, pero yo ya creía haberlo perdido todo.
Ya en marcha, le volvió a decir al oficial:
—¡Ciento