Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles
Efrén García, el Chicorcas, nadie se burla, ninguna Vanesa volverá a jugar conmigo...», se le quedó viendo por un breve rato hasta que comprendió que el señor no tenía nada que ver con su problema, lo soltó con cierto estupor, volteó para todos lados y se perdió en el anonimato de las calles.
El tráfico se interrumpió momentáneamente, un carro último modelo tenía la puerta del conductor abierta y los faros encendidos, un camión urbano se abría paso entre el tráfico de la avenida Américas por la noche. Nadie se daba por enterado. Poco a poco fue recobrando la claridad de su mente, un nombre le punzaba en la cabeza con cada latido, Efrén García... el Chicorcas... Efrén el Chicorcas...
Subió al coche como un autómata. Se sentía solo, completa y universalmente solo.
El cuerpo del Macachán salió a flote bocabajo, iba navegando por la corriente del arroyo, insensible al frío y a los golpes que se daba en las piedras. Ya no tenía vida, quedó atorado varios kilómetros arroyo abajo de donde murió, lugar al que nunca llegaba nadie, solo los animales de la sierra, entre ellos los carroñeros. Cuando el cielo paró de llover, el cadáver también dejó de moverse para siempre, salvo por las partes de su cuerpo que se disputaban los animales días después, sus huesos quedaron esparcidos entre lomas, madrigueras y matorrales alejados de todo camino que pudiera emprender una persona. Era triste, no merecía lo que le había ocurrido, aunque narco, era un ferviente católico, iba a misa los domingos y daba una buena limosna. Había aprendido de Pepe y la Turbia que no debía «trabajar» con la gente de sus territorios, con los que tratan de buscar un refugio en la batalla de la vida a través de las drogas, que no debía distribuir con los niños, que había mucha raza mal educada cuyos padres les mostraron que la vida hay que violentarla, arrebatársela a los demás, a esos había que envenenar. Supo también que debía elegir a un santo de su devoción y encomendarse a él, escogió a Jesús Malverde y visitó su capilla de Sinaloa por lo menos tres veces al año aportando buenas sumas para mejorar su construcción. Pero la muerte y el destino de sus restos no fueron socorridos como Dios manda.
La mochila siguió flotando por el arroyo hasta que se juntó con el río Santiago. La lluvia había sido tan persistente que se convirtió en tormenta, el agua hacía de un pequeño arroyuelo un verdadero peligro para quien lo quisiera cruzar, hubo momentos en que se atoraba entre algunas rocas, ramas o ensenadas, como el cuerpo del Macachán, pero terminaba siguiendo su carrera luego de un rato, se encontró con varias pequeñas cascadas que libró sin tanto problema, al día siguiente estaba flotando a medio cauce del río grande, el Santiago, con todo su torrente mezclado con los deshechos de las ciudades y núcleos industriales por los que pasa, al menos ya no era tan negra el agua una vez combinada con las corrientes pluviales de los arroyos. Aunque el agua entraba a la mochila, flotaba gracias a que los paquetes de dólares estaban herméticamente envueltos en bolsas de plástico para cada destino. Al igual que en el arroyo, se llegó a atorar en los remansos, entre troncos navegantes que tomaban un respiro en las aguas mansas, para luego seguir acompañada de otros viajeros obligados por el afluente de las montañas, entró a recovecos alejados de rancherías o lugares transitados por caminantes, pasó el Cerro de Santiaguito hasta que, junto con otros troncos y basura citadina, quedó varada en un alto recodo. Con el paso de los días las aguas bajaron y quedó atorada lejos de la ribera, en un cementerio de troncos deshidratados, como de blancos huesos de elefantes, amontonados por la casualidad.
Los animales no les prestaban atención, pero el sol hacía mella en la lona que, al paso de los meses dejó de ser negra, se hizo amarillenta en la parte expuesta directamente al sol, raída e inmóvil en algunos pedazos, pero estaba completa, el interior casi intacto y seco, íntegro, una pequeña fortuna en dólares, lejos de quien la pudiera usar. Sierra virgen en muchos kilómetros a la redonda, tierras de nadie, de difícil acceso y por lo mismo de escaso interés casi para todo mundo.
Atrás de mí se encendieron las torretas de una pickup de la policía. Vi las luces por el espejo retrovisor y sentí la sangre punzándome las sienes y una sensación dulce bajando por mis antebrazos hasta los dedos de las manos. Mi pulso sonó como un tambor arrebatado, podía decir que era como un redoble pausado. Subí el vidrio de la ventanilla y aceleré hasta el fondo, conducía una camioneta Cheyenne último modelo con menos de quinientos kilómetros de uso, corría más rápido que mi Mustang y su respuesta era inmediata, la sobremarcha bufaba como iracunda acelerando en pocos metros hasta alcanzar los cien kilómetros por hora, desarrollando altas velocidades en segundos, mejor que mi carro.
El pitido de las bocinas me aturdía, el largo sonido de la sirena hirió el eco armonioso del viento que se colaba por las ramas de los árboles del bosque de roble. Ya no pude escuchar cómo pasaba el aire por las ramas de los encinos, mis cinco sentidos se concentraban en el asfalto de la carretera, en cada pequeño vado que provocaba un salto de los vehículos en persecución. Escuché detonaciones que se han de haber perdido en alguna parte, pero ninguna había hecho blanco en la camioneta. Era un reconocido experto conduciendo a alta velocidad y las curvas las libraba fácilmente mientras que la falta de pericia de los policías los obligaba a disminuir su velocidad para no terminar en los barrancos que íbamos pasando. A lo único que le temía era a que algún distraído peatón o animal se me atravesara, porque no me detendría, aunque así lo quisiera. Ya les había tomado cierta ventaja, la luz era cada vez más lejana y la sirena sonaba opaca. Bajé de nuevo el cristal buscando pureza de aire nuevo. Afuera hacía fresco, pero yo venía sudando. Abrí la portezuela de la guantera y tomé la .45 que me regalara el capitán Abelardo cuando fue a ver la carrera de demolición en la que participé en Monterrey en el ‘99, la revisé mientras seguía manejando a más de 200 kilómetros por hora en una recta. La fijé al tanteo entre mi fajo del pantalón, cuidando que estuviera segura y no se moviera, pero que se pudiera sacar rápida y fácilmente. Miré por el espejo retrovisor una luz parpadeante a la distancia, ya no me preocupaban tanto...
Venía de Colotlán. Le llevaba un cargamento de armas a un tal Pepe Martínez que debía encontrar en Tesistán. «No ti preocupes, René, él ti va a reconocer cuando ti vea...», me dijeron. «Con eso compras tu libertá y ya no ti vamos a molestar, ni a ti ni a tu familia, verdá buena». Les creía, sabía que me regresarían a mi hija sana y salva. Tenía fe en Dios. Así tenía que ser. Mi hija era lo más valioso para mí, incluso por encima de mi propia vida. Ellos se la llevaron. Una tarde ya no regresó de la escuela, pasaba de las dos y no llegaba, por eso me llamó Juanita, la señora que me la cuidaba mientras yo trabajaba, me dijo que la niña no había llegado y que fue a preguntar a la escuela pero que le dijeron que se había ido junto con otros niños y ya no supieron de ella, dejé la oficina y salí a todo lo que daba mi Mustang, rumbo a casa, cuando llegué, Juanita estaba sentada en sala con las manos en su espalda, lo comprendí todo al instante, como cuando sueñas y en una escena extraña te das cuenta del tema de tu sueño, captas todo el argumento, lo sobrentiendes automáticamente. En eso, alguien cerró la puerta tras de mí, cuatro sujetos aparecieron para decirme que ellos tenían a mi hija en un lugar seguro y que estaba bien, pero que si quería volverla a ver con vida, tenía que hacer algo por ellos, aún no sabía quiénes eran ni qué querían, el coraje y el miedo se me juntaron y estallé contra el que tenía más cerca, lo tomé por sorpresa y le rompí la nariz de un codazo y al instante salté sobre otro con la fuerza iracunda de mi desesperación, Juanita gritaba histérica hasta que se desmayó o la desmayaron, sonaron varios disparos y me detuve perplejo creyendo que me los habían dado a mí, me revisé con la mirada y con las manos, no sentía nada pero en eso todo se me oscureció y escuché claramente como que alguien sonaba una campanilla en un solo tono con efecto dóppler, hasta que desaparecía. Pasó el tiempo sin que me diera cuenta y desperté en otro lugar, atado de pies y manos, en otra habitación tenían a mi hija, la pude ver a través de un vidrio muy grueso, «ella no li puede ver...», me dijeron, «solo queremos que si dé cuenta que la niña ’ta bien». Sabían todo de mí y de mi hija, que vivía solo con ella y que la mamá de la niña ya no vivía con nosotros y ni le importaba, que me llamaba Gerardo Pacheco y mi hija Flor Guadalupe, que era contador público y que no había hecho fortuna con mi trabajo porque nunca me gustaron las cosas chuecas, que me gustaba conducir autos de carreras y de demolición, que era experto en salir ileso de colisiones y con el vehículo en marcha, la gente me decía René, por lo oscuro de mi piel.
Recién