Aguas torvas. Raúl Sánchez Robles

Aguas torvas - Raúl Sánchez Robles


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llegó la muchacha, comieron juntos entre miradas furtivas de Efrén, quien no podía disimular la impresión que le causaba ese halo tan embriagador que emanan las mujeres bonitas, y por fin se despidió. Ya no se paró a la calle donde trabajaba cuidando y lavando carros, por ese día decidió no trabajar. No supo cómo decirle a doña Chuy cómo y con quién había pasado la noche, y prefirió decirle que se había quedado en una cantina; su señora no le creyó, claro, pero prefirió no discutir para no violentar más las cosas.

      Pasaron los días y Efrén solamente pensaba en la chica. ¿Cómo era posible que una mujer tan bella le haya dejado dormir en su casa? No lo entendía. Pensó, con esa sabiduría engañosa de los hombres, de seguro le gusté, soñaba despierto caminando entre la gente, recordando las hermosas piernas que pisaban los pedales cuando se fue quedando dormido. Esa misma noche decidió ir a buscarla a su departamento, se decía para sí que bastaría con solo verla para saber si estaba equivocado en sus apreciaciones, se convencía a sí mismo que no. Resultó que cuando llegó, Vanesa tenía fiesta con muchos amigos de la agencia de modelos donde trabajaba. Lo vio a través del cristal de la puerta y les comentó a gritos que aquel era el tipo de quien les había hablado. Entonces, al ver la reacción de Vanesa, creyó tener razón. Desde que entró vieron lo ingenuo de Efrén, y le comenzaron a hacer bromas pesadas. Él, que no tenía armonía alguna en los movimientos cotidianos de su cuerpo, queriendo agradar a Vanesa, se puso a bailar tratando de seguirle el ritmo a unos pies que no encontraban acomodo en los meneos que le exigía la música; en un principio pensaron que las extrañas contorsiones eran a propósito y lo observaron a la expectativa, pero cuando ya no pudo ocultar lo ajeno a la grácil manifestación de la expresión corporal que debe tener un bailarín, una sonrisa estúpida trató de justificar la falta de coordinación motriz, despertado la hilaridad de todos. Luego, adivinando su necesidad de aceptación le pidieron que cantara, cosa que hizo y continuó haciéndolo hasta que le tuvieron que exigir que se callara. Ella comprendió que la actitud de Efrén se debía a lo que él experimentaba al verla. Lo llevó al balcón, simulando una escena en exceso romántica que el pobre creía estar soñando mientras que todos los demás estaban amontonados en el ventanal riendo a carcajadas. Vanesa le pidió que cerrara los ojos y se preparara para darle un beso, pero pasaban los segundos y nada, ahí lo dejó con los labios fruncidos en espera del cielo, abrió la puerta del ventanal para que todos pasaran y lo vieran en la más ridícula posición que puede tener un enamorado, y gritaron la burla más cruel y escandalosa que jamás siquiera había imaginado. Salió corriendo, tropezando con todo, sin sentir para nada los golpes, las contusiones que se acumulaban cada vez que se le atravesaba algún mueble, botella o vaso vacío. Salió a la calle llorando el ridículo, gritando que se lo merecía por pendejo...

      Cada vez fue más difícil trabajar. Las cosas cambiaron cuando murió la Turbia. De alguna manera me las arreglaba para influir en toda nuestra gente y mantener la misma línea de trabajo negro, por más que los otros se enriquecían alternando «el negocio» con otras prácticas, que de por sí nunca aprobé, la violencia innecesaria es el verdadero indicador de que faltan neuronas. Desde que me había quedado solo sentía al mundo en una prolongada cuesta que me costaba un enorme esfuerzo seguir coherente, extrañaba a todos, a mi madre, amigos, pero de una forma especial a mi Turbia, a sus palabras, oscuras a veces, como enigmas gitanos. En muchas ocasiones me zumbaban frases que se las endilgaba a ella, momentos y anhelos tan dentro del inconsciente, que modificaban la idea del mundo en que vivía, «… ha de llegar un tipo físicamente distinto a ti, pero sentirás que pudiera ser tú en otra dimensión que se cruzó en ese instante, como en un déjà vu, deberás dejarle todo lo que esté para adelante, que te sustituya en la vida, para que sigas otra, ese será tu karma…», sin duda era que el viento que bajaba del cerro de la Cureña disfrazaba la voz de Luz, mi Turbia.

       Ya no disfrutaba tanto como cuando Samuel me entregó una pistola y me dijo que me había ganado el derecho a ser de su equipo personal, desde entonces ya nada me faltó, dinero, poder, fama y la atención de Luz, que fue lo que más me llenó en este mundo. Luego, al paso del tiempo, me fui convirtiendo en la mano derecha de la organización, Samuel se desligó de todas las acciones del cártel, para dedicarse a disfrutar de los triunfos, de las relaciones y del dinero que su gente le proveía, es decir nosotros, cambió su domicilio y me prohibió terminantemente que fuera a su casa. Llegaba una o dos veces por semana un comunicado que me pedía que le depositara una fuerte suma, previamente lavada en los negocios alternos del cártel, hasta que, pasados los años, le perdí totalmente la pista, ya no me buscaba y yo menos, ahora era yo el propietario de todo; el patrón, aunque no me gustara que me dijeran así, sabía que lo hacían en mi ausencia. Una vez vi su foto en un periódico, decía que el respetable industrial veracruzano, era el fuerte por la candidatura al gobierno de aquel estado, que el tricolor confiaba plenamente en la probada honestidad del entonces precandidato, así comprendí por qué ya no me había buscado de manera personal para pedirme dinero, solo eventualmente me decía dónde hacer y dónde no, y a veces qué hacer y cómo. Mi grupo era pequeño, pero cada uno tenía una enorme red de empleados, nunca logré conocerlos a todos, pero ellos sí me identificaban en cualquier parte dónde me hallara, bien fuera en Centroamérica, en los Estados Unidos o cualquier estado de la República Mexicana. El problema estaba en que ahora ya no tenía a nadie de mi entera confianza, todos eran trabajadores, incondicionales sí, pero empleados, al fin y al cabo, ya no se sentía como una familia, como cuando salí de la cárcel luego del fallido negocio de Ciudad Granja en Zapopan, cuando Samuel me aceptó en su grupo personal y casi vivía en su casa.

      Una vez que descansó en mí todo el poder, reuní a todos los brazos y falanges que tenía diseminados, les pedí lealtad, les dije que podían estar conmigo por amistad o por conveniencia, que no me importaba el motivo de su lealtad, que lo significativo era el hecho de contar con ellos, les dije que como amigo tengo mis defectos, pero como enemigo puedo ser perfecto, más que una advertencia fue una amenaza. Muchas miradas se clavaron el suelo, otras se encontraron a medio camino, supe entonces que debía cerrar filas. Centralicé todo el poder en mi persona para terminar aislado por completo. Me volví vertical y desconfiado desde que mandé que se liquidaran a los jefes e incondicionales de todos los rincones del cártel que no me inspiraron confianza, para evitar la competencia por el puesto más alto, creí que otro podía pensar lo mismo, y evitaba que se me arrimaran demasiado desde hacía mucho tiempo. Vivía en una loma, unos terrenos cerca de Monticcello, hacia la sierra, por rumbo de la Mesa de San Juan entre Zapopan y San Cristóbal de la Barranca, la había acondicionado de tal forma que podía ver a varios kilómetros a quien se acercara, le puse un helipuerto, pero no construí nada para comunicarlo por tierra, varios puestos vigilaban en las hondonadas que se abrían a las aguas del arroyo de Huaxtla, para impedir que cualquiera pudiera pasar. Cerca de la carretera a Colotlán había comprado otro rancho, donde tenía los vehículos para mis negocios, ahí dejaba el helicóptero cuando quería salir. Mis amigos eran tres perros rottweiller que yo mismo había entrenado, mi trato era frío y tajante, distante con quienes estaban conmigo...

      Pepe circulaba ensimismado en otros tiempos, pensaba en que la vida no había valido la pena, vivir siempre para el dinero y por el mismo, lo había convertido en un misántropo desconfiado. Luego de Luz, «La Turbia», ya no hubo mujer que le importara. Es ardua la senda del viejo sin buen colofón, se decía a sus cuarenta años, con razón Samuel buscó el resquicio de la huida. En busca del pasado, acostumbraba pasear en carro por las calles en que había radicado cuando le era feliz y emocionante vivir, llegaba a la casa donde creciera con sus antiguos amigos del barrio y se estacionaba con nostalgia como regresando en el tiempo. Una vez, llegó hasta la puerta y trató de insertar la llave, ya no era la misma cerradura, alguien abrió para preguntar qué se le ofrecía, entonces se dio cuenta que ya no vivía ahí, se disculpó y se encaminó como perro con la cola entre las patas, se metió al carro y duró horas con la mirada perdida hacia la puerta, hasta que llegó la policía y lo corrió del lugar. En otra ocasión, conducía por la avenida Américas a un paso tan lento que los otros vehículos lo rebasaban con violencia y sus conductores le gritaban palabrotas que acompañaban con sacudidas de brazos que sacaban por la ventanilla, cuando un bulto lo obligó a frenar de pronto, se bajó de su carro y sujetó de las ropas al ser perdido que llorando le gritaba que por qué, «¡cálmese, hombre!», le habló con tal firmeza que no era propia de su estado de ánimo, de pronto el hombre


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