La música del fin del mundo. León Plascencia Ñol
con el lápiz en el cuaderno de hojas de papel de arroz. Son movimientos rápidos. Sin ver la hoja. Miro el coño de Hye, su pubis limpísimo, lampiño, los labios entreabiertos.
Acuéstate. Ven, no seas malo.
La habitación es fría, glacial. Diciembre. Afuera la temperatura es de treinta y cinco grados. La sudestada. La primavera como una mancha. El verano se asoma casi y el estruendo de la lluvia.
Tengo los dedos manchados de negro.
Las sábanas huelen a Hye. Me acuesto a su lado, la abrazo por la espalda tersa, la penetro lento, muy delicado, sin lastimarla. Cada embestida es dulce. Nos quedamos dormidos.
La primavera, sus restos, afuera.
La felicidad aquí.
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Viernes
Salimos en el auto hacia San Telmo. Quiero mostrarle a Hye algunos de los lugares en los que estuve hace una década. Vamos por la Avenida Leandro Alem, luego vemos de reojo la Casa Rosada desde Paseo Colón y giramos en Avenida 25 de Mayo para dejar el auto estacionado y caminar. Hye luce espectacular con su falda minúscula café que le resalta sus piernas largas y delgadas, unas sandalias estilo gladiador romano, una blusa holgada, cruda, que deja entrever ligeramente sus senos, y unos lentes oscuros.
El sol del fin de la primavera es inclemente.
Me recuerda Seúl, Fuzzaro. Me recuerda el calor de su chingada madre, como dices tú.
Los dos reímos y cruzamos la avenida para retroceder hacia el Parque Lezama, el lugar donde hace más de una década encontramos mis amigos y yo a un grupo de jovencitas, quizá de Constitución o La Boca, que ofrecían una mamada por unos pocos pesos. Tan sólo dos años antes había sido el Corralito y todavía era posible ver a familias enteras que vivían en la calle y recolectaban cartón.
En San Telmo hay hordas de turistas de todas partes del mundo, que entran a los conventillos casi destartalados que funcionan como tiendas de souvenirs de mal gusto, for export, les dicen; caminan por las calles angostas, entran y salen de restaurantes, cafés, heladerías, tiendas de antigüedades.
El bar Británico, en la esquina de Brasil y Defensa, sigue igual, con sus sillas viejas y grandes ventanales acristalados. Lo único diferente es que ahora hay un estanquillo por la calle Brasil que obstaculiza una parte del lugar. Acá, dicen, Sábato, el hombre que vivió en Santos Lugares, escribió buena parte de su libro Sobre héroes y tumbas, que tiene algunos referentes en sitios cercanos de La Boca.
Escribo estas notas como una costumbre. Desde hace años guardo decenas de cuadernos con mis anotaciones.
El impulso de escribir viene de una zona oscura.
Escribo porque quiero saber más de las voces que están ahí.
Tomo algunas fotos del lugar, unas cuantas de Hye posando como si fuera modelo de cualquier revista de modas: me besa con suavidad y dulzura en la boca.
Te amo, tonto, me dice en coreano, que es la lengua que usa cuando cogemos.
La tomo de la nuca. Le acaricio el pelo y emprendemos nuestra caminata por la calle Defensa, hacia el centro. Atrás se queda Parque Lezama con los grupos de gente sentada en el césped, haciendo su día de campo, rodeados de cervezas, porrones o botellas de litro, y las pavas con el mate infaltable. Suena el teléfono de Hye y sé que habla con Emile porque se aleja de mí con discreción para no ofenderme con su charla. Supongo que Emile quiere saber cómo llegó o cuándo volverá.
Hye y yo caminamos por San Telmo, deteniéndonos en cualquier sitio, besándonos, tomando fotos de los hippies que venden baratijas en la plaza, de las pequeñas peleas o bravatas de algunos jóvenes que toman cerveza en la calle.
Yo sabía que ella, en algún momento, me hablaría de lo que había charlado con Emile. Seguimos caminando hasta Avenida de Mayo. Antes, mucho antes, cruzamos por Venezuela, la calle donde vivió Gombrowicz. Le tomo fotos al edificio deslucido, como un fan absoluto, y pienso en el falso conde, en su desparpajo, en su habitación minúscula donde tenía todo lo que poseía en el mundo.
Hye lee en la guía de viajes que lleva en su celular que se debe conocer el Tortoni, el café mítico. Yo no tengo gratos recuerdos de él, pero entramos a ese mausoleo donde los meseros sienten que forman parte de algo que proviene de otro mundo, como si fueran seres especiales. Está atestado y pedimos unos cafés. Mientras los traen voy al baño y encuentro a un hombre, de pie, a un lado de los lavabos, defecando parado, con los pantalones a
la altura de las rodillas; defecando con placer y embarrando con sus dedos todo con enorme alegría. Lo miro sin saber si es verdad o no y estoy a punto de vomitar. El hombre de cola de caballo, joven, me descubre y se levanta rápido los pantalones, sin haber terminado, y sale corriendo hacia la calle, dejando un tufo enorme. Regreso a la mesa, asqueado, con la imagen en la cabeza, y lo único que quiero es irme de ahí. Se lo digo a Hye y ella ríe sin parar.
Mi amor, no pasa nada. Es un poco de mierda y ya.
Quiero irme, pero Hye me dice que primero tomamos nuestros cafés y luego nos vamos, que no haga tanto escándalo.
Regresamos por el auto y adentro, cuando Hye se sienta, levanto su falda y la toco por encima de su tanga con mi dedo. Lo hago suave, abro los calzones y siento su flujo caliente. Meto un dedo, dos, mientras ambos estamos sentados, quietos, y en la radio sale un tango de Troilo desde una radiodifusora que sólo toca esa música.
Mis dedos están mojados.
La cara de Hye tiene un rictus, como si se hubiera ido del mundo.
Estira su brazo y me toca la verga, busca con la otra mano y abre mi pantalón. Me chupa ávida.
Eyaculo en su boca mientras ella tiene ligeros espasmos.
Afuera la temperatura es menor a la nuestra.
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Sábado
Aparece de nuevo el insomnio. Tiene una consistencia parda. No he podido dormir casi nada y he vagado por la casa. En algún momento de la madrugada sentí el destello de la migraña que se anuncia. Me encierro en una habitación. Tomo una pastilla y me preparo.
Migraña. Aura visual. Cefalea de Horton. Una luz brillante que es como un anuncio de lo que vendrá después. El cuerpo avisa y de pronto todo se inunda con una luz que arropa al mundo. Primero empiezan puntos lumínicos en el ojo izquierdo y después se expanden por toda la cabeza. No recuerdo la primera vez, pero sé que viene el dolor por temporadas. A veces me gusta comparar la migraña con ciertos loops de música electrónica: es un zumbido que se repite primero lento y después se acrecienta veloz. He intentado de todo. Alguna vez, uno de los neurólogos que visité me dijo que es imposible saber de dónde proviene. Hace dos meses, una quiropráctica en Seúl me dijo que probablemente el dolor se debe a un movimiento de rotura que sufrió la columna hace muchos años. Vimos las radiografías y algunas vértebras aparecen como fantasmas que pellizcan diversos nervios. He intentado de todo: dejé ciertos alimentos, bebidas, pero nunca se va, o se va por temporadas. Cuando creo que ya la he olvidado, regresa como una amante del pasado que busca repetir ciertos encuentros. Es mi compañera más constante; somos fieles cada uno a su manera.
Hace poco, mientras escuchaba Ich bin meine maschine de Atom TM, descubrí que su música tiene mucho de la frecuencia de la migraña. La repetición de ciertos acordes es como el racimo del dolor que se abre y va cubriendo capa tras capa. Sacks dice: «Migraña no es sólo una descripción, sino también una meditación sobre la unidad de la mente y el cuerpo y sobre la migraña como manifestación ejemplar de nuestra transparencia psicofísica». En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el neurólogo retoma ciertas notas suyas sobre Hildegard von Bingen (1098-1180), la mística que creía que los fosfenos que aparecían frente a sí eran ángeles que la visitaban. Sacks escribe: «La experiencia de estas auras viene acompañada de una gran intensidad extática, sobre todo en las raras ocasiones en que a la estela del centelleo original sigue un segundo escotoma». Y luego transcribe