La música del fin del mundo. León Plascencia Ñol
ha terminado de gustarme este edificio en donde alguna vez expusieron obras mías dentro de una exposición de arte conceptual. Algunos curadores me encasillan en un área, y luego, otros en otra. Eso ya ha dejado de importarme. Compro dos cafés en el restaurante del museo y espero a Hye sentado en una mesa. La veo hablando por teléfono a través del cristal. Supongo que es con Emile.
Los turistas van y vienen con su ropa veraniega y desordenada: grandes camisetas y shorts igual de grandes y chancletas, parecen gringos en sus patios traseros a punto de preparar hamburguesas a la parrilla.
Tomamos los cafés y subimos primero al tercer piso para ver a los antropófagos. Mientras vamos en las escaleras eléctricas escucho a las personas que van delante de nosotros. Su acento mexicano las delata. Una de ellas explica, sabihonda, que van a ver una muestra sobre gente que se come a otra gente, sobre caníbales, así que deben tener el estómago fuerte.
Sonrío para mis adentros porque el hombre no tiene la menor idea de lo que habla. Y ya quiero ver su cara cuando descubra que no es sobre caníbales el asunto.
En la entrada hay un texto que explica lo que buscó Oswald de Andrade con su Manifiesto Antropofágico. Recorremos la sala sin detenernos mucho porque no hay grandes obras, quizá alguna extraviada por ahí, pero que se pierde en esta visión panorámica. A Hye le aburre pronto y me dice que saldrá, que me espera en la otra sala. La veo alejarse y yo me quedo un poco más. Algunos de los artistas que están aquí también aparecen en la muestra Verboamérica. En realidad vine por ellos, por ciertas obras que quiero ver con más atención. Lygia Clark, Liliana Porter, Hélio Oiticica, Guillermo Kuitca, Geraldo Barros, Gyula Kosice, Las Yeguas del Apocalipsis, Marta Minujín, entre otros.
Hay piezas de una sorprendente belleza, como las de Liliana Porter, con esa mezcla delicada que hace de escultura y pintura; piezas de escala pequeña, como juguetes olvidados ahí. El neoconcretismo de Lygia Clark y Hélio Oiticica (recuerdo sus Bólides caixas, su trabajo con el color); el extraordinario cuadro de Kuitca, hecho con papel blanco y negro, que por un momento me recordó una obra de Carlos Amorales que vi en Los Ángeles y que se llamaba Autorretrato, y consistía en una serie de papeles de diversos tamaños, pintados en color negro y dispuestos con chinchetas en uno de los muros del museo; simple y eficaz.
Salgo del segundo piso para buscar a Hye. La encuentro en la tienda comprando algunos libros que me regalará más tarde, unos cuadernos, una bolsa para ella y unos cuantos objetos.
Afuera llueve. Es una lluvia casi invisible.
Un grupo de japoneses espera impertérrito, todos cubiertos con unas gabardinas transparentes de plástico mientras se toman fotos.
Vamos al auto. Cruzamos Figueroa Alcorta para tomar Avenida del Libertador hacia Plaza Italia y después a Palermo para comer y vernos con nuestros amigos arquitectos, Liliana y Milo.
A Milo lo conocí en Seúl, donde vivimos en el mismo edificio de apartamentos algunos años y compartimos nuestro gusto por las largas caminatas a orillas del Han y nuestras excursiones nocturnas en Itaewon. A Liliana, uruguaya avecindada hace muchos años acá, la conocí con Milo, ya eran pareja entonces, una noche de largos tragos en Oaxaca. Habían ido a esa ciudad para ver la posibilidad de construir una casa para un millonario mexicano que quería hacer algo en un lugar llamado San Felipe del Agua. Creo recordar que yo estaba de paso, visitando a mi amiga Nadia, quien trabajaba con los desechos de grasa de las clínicas de cirugía estética y con ese material hacía esculturas pequeñas. Esos días en Oaxaca fueron una larga procesión de bares y, de nuevo, largas caminatas con Milo y Liliana, por esa ciudad de una luz disfrazada de múltiples luces.
Nos encontramos ahora en ese restaurante tailandés en el que nos citaron. Quieren conocer a Hye. Liliana tiene cuatro meses de embarazo y se ve muy feliz. También Milo lo está, pero de otra manera, más silenciosa, más hacia adentro.
Hye y yo habíamos pensado ir a un club swinger que le habían recomendado, pero sin decirlo, sin ponernos de acuerdo, aceptamos tácitamente quedarnos con mis amigos, a quienes no veía hace años.
También el pasado, ese en donde no aparece aún Hye, puede tener un espacio en nuestro presente. La ciudad está casi en silencio aquí con Liliana y Milo.
Terminamos charlando hasta la madrugada en su casa, en una terraza desde la que se observa el bullicio de Palermo.
Casi somos invisibles.
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Jueves
Hye se va a comer a Puerto Madero. Está líndísima con su vestido blanco de lino con botonadura al centro y sus tenis del mismo color. Yo me quedo a caminar por Corrientes, por Callao. Más tarde nos encontraremos porque quiero que vayamos por la ciudad en el auto un poco al azar, a Once o Constitución, a buscar putas dominicanas para llevarlas a un telo, como le dicen los argentinos al motel.
Hay algunas cosas que quiero ver. Recuerdo un bar casi en la esquina de Callao con Corrientes, semioscuro, con una gran barra y una o dos mesas de billar, y que era atendido por mujeres en topless. Había una, lo recuerdo bien, con el corte a lo garçon, de rostro semejante a la actriz de cine mudo Louise Brooks, a veces sólo iba por un café y me sentaba en la barra para verla durante horas e imaginaba lo que sería estar con ella en la cama.
El bar no existe. Desapareció como muchos otros lugares que recuerdo de la zona. Aún continúa la tienda de discos y libros de la esquina. Doy vuelta por Corrientes y entro de a poco en las librerías. Me detengo y compro un libro en alguna, otro en otra y llego a Edipo, la mítica librería, y quien recibe a los asiduos es un gato gordo, ahí adquiero Black out, el libro potente de María Moreno, la periodista que hace un ajuste de cuentas con su vida a través de una escritura anfibia: a ratos ensayo, memorias, autobiografía, novela.
(Nota: Poner fragmento del libro.)
Buenos Aires me parece otra, lejana, inmersa en una impostura. O quizá soy yo proyectando lo que me pasa. Camino horas, de un lado a otro de la calle, mientras el sudor me escurre. Las marquesinas anuncian las obras de teatro que no veré, los estrenos que pasarán de largo por mi vida. En Corrientes y Talcahuano, muy cerca de la Avenida 9 de Julio, veo a un niño jugar con distintos papeles que sumerge en colores para pintarlos. Lo observo con detenimiento y él está abstraído intentando construir una pequeña torre de colores. Ahí podría estar la idea para una de las piezas. Trabajar con largos rollos de papel de arroz que se pinten de negro y de blanco y construir una pieza que tenga distintos niveles o fondos, donde se puedan translucir las capas, una de otra.
(Nota: Recordar llamar a mi galerista para que me envíe varios rollos de papel y algunos botes de tinta china.)
Veo mujeres espectaculares todo el tiempo, pero siempre van apresuradas. Como si un impulso extraño las llevara hacia delante sin importar nada. Recorro de nuevo las calles que antes caminaron mis pies. En Lavalle y Ayacucho, muy cerca de la librería Mármol, un homeless intenta limpiar una camisa con una navaja, y una nena de dos años, oriental, se acerca a verlo con morosidad y extrañeza. El padre de la niña sale corriendo del supermercado, la toma de la mano y la reprende.
Vuelvo a nuestro apartamento y llamo a Hye para que me alcance ahí. Me doy un largo baño en la tina pensando en cómo podría cubrir los papeles con tinta sin que queden inservibles. Busco un tono muy negro. Creo que la pieza podría medir seis metros por tres, dentro de una caja, y estar cubierta de vidrio. Comenzaré a hacer pruebas.
Hye entra. La escucho abrir la puerta y me alcanza en la bañera con un whisky en la mano. Hay imposibilidad de narrar, como si las palabras nunca fueran suficientes y todo se convirtiera en simples acciones. Eso me pregunto siempre. Uno escribe para olvidar, pero también para dejar constancia de lo absurdo que es estar así.
Emile me preguntó por ti, me dice Hye, sumergida en el agua caliente mientras me da mi vaso con whisky.
Y qué le dijiste, ¿qué yo lo extraño a él?
Río.
Le gustaría venir, dice Hye.
No quiero, le contesto. Son nuestras vacaciones, y además debo trabajar.