La música del fin del mundo. León Plascencia Ñol

La música del fin del mundo - León Plascencia Ñol


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acaba de caminar sobre mi tumba. Alguien, como escribiera Banville.

      Hye me observa como miran las mujeres a alguien indefenso y torpe, y me sonríe. Mi amor, me dice, sólo piensa que la tuya fue una gran historia de amor. Y que ahora estás aquí, conmigo, a salvo. Para algo sirve el pasado, le digo. Me abraza y siento un alivio que se va alargando en mi cuerpo, que se adentra. Esa cualidad tiene Hye. Con ella me siento cómodo y tranquilo.

      Buenos Aires es una banca y un árbol de Plaza Francia. Un hombre y una mujer sentados en esa banca. Una lluvia fina. El bochorno de la tarde.

      Buenos Aires es mi insomnio.

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      Martes

      Caminar activa el pensamiento. Lo supo Hazlitt, quien escribió: «Casi no hay nada que muestre, más que las excursiones a pie, la miopía o los caprichos de la imaginación. Al cambiar de lugar modificamos nuestras ideas; no, más aún: nuestras opiniones y sentimientos. Mediante un esfuerzo en realidad podemos transportarnos a escenarios antiguos, ya largamente olvidados, y entonces el cuadro de la mente vuelve a revivir; pero olvidamos aquellos que acabamos de dejar. Diríase que sólo podemos pensar en un lugar a la vez; el lienzo de la fantasía sólo tiene ciertas dimensiones y si en él pintamos un conjunto de objetos, inmediatamente se borran otros: no podemos ensanchar nuestras concepciones, sólo cambiar nuestro punto de vista. El paisaje desnuda su corazón al ojo fascinado, llenándonos por completo, y parece que no pudiéramos formar otra imagen de hermosura o de grandeza». Caminar sin un plan preconcebido con Hye. Vagamos conversando de un tema a otro. Lo que importa es la conversación, las piernas que avanzan por calles y parques, que se detienen para que nuestros ojos observen una fachada, cierto reflejo del cielo en una ventana, un árbol con forma de algo que podría ser un animal mitológico. Cuando se camina el paisaje se vuelve al instante pasado. Cruzamos la Avenida del Libertador para entrar por la parte trasera del bosque. La luz proyectada en las hojas de los árboles es un pálido reflejo de nuestros pensamientos; sorteamos un grupo de ardillas que piden comida, escuchamos los ronquidos de un hombre que duerme plácido bajo un álamo, sentimos las hojas romperse bajo nuestras pisadas y vemos a parejas de adolescentes desperdigadas en distintas partes del bosque. A lo lejos se ve el Jardín Japonés y más allá la otra avenida tumultuosa. Ahora recuerdo a Hazlitt y aunque no venga al caso, o quizá sí, al dandy George Brummell. Uno caminaba para activar el pensamiento, y el otro para activar las miradas del mundo que lo rodeaba. Brummell me lleva a Monterroso en este meandro que activa la memoria, y Hye y yo terminamos sentados en una banca mientras un pato solitario intenta acercarse a donde estamos. Observo el rostro de mi coreana y el fondo que lo enmarca: este bosque que es como un espejismo, un paisaje que ahora no tiene bruma, pero que pienso que podría ser un escenario perfecto para una imagen decimonónica aunque no esté vestido como Brummell y Hye no haya salido de un retrato de Whistler.

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      Miércoles

      Comemos con Milo y Liliana en su casa de Palermo. El calor cada vez es más fuerte y se vuelve insoportable. Estamos en la terraza del segundo piso mientras vemos el cielo de Buenos Aires. Hay una claridad que asusta. Milo nos habla de los proyectos que están haciendo: una remodelación en Palermo, otra en Barrio Norte y un edificio de apartamentos a las afueras de la ciudad. Liliana es toda alegría siempre, optimista y profundamente cariñosa. Ellos beben vino tinto y yo estoy con mi tercer whisky. Me tocó preparar a mí la comida y les hice una sopa phö de res y cerdo y después un curry verde tailandés de mariscos. A Liliana le gusta la comida de Oriente. Hablamos sin parar. Le digo a Milo que me recomiende autores argentinos y me da una larga lista. Se está bien en esta tarde en la que Hye no para de tomarnos fotos a todos y de subirlas a Instagram. Estoy cansado y quiero tirarme en una cama para ver si puedo echarme una siesta. Nos regresamos a casa en un taxi por Juan B. Justo hasta tomar Avenida del Libertador, para entrar luego a Recoleta. Me voy a la cama y Hye se queda leyendo un libro de Han Byung-Chul que se llama Filosofía del budismo zen. Lee unas cuantas páginas y deja el libro para ver televisión y hablar con Emile. Le cuenta que hoy por la noche iremos a un club swinger en Palermo Hollywood que le recomendaron unos amigos. La escucho reír y preguntarle a Emile cómo está, que si no la extraña, que ella todo el tiempo. Intento dormir pero no puedo, mi cabeza va a mil por hora y pienso cientos de cosas a la vez y encuentro conexiones entre elementos que no la tienen. Una letra de canción me lleva a un diálogo de una película que a su vez me lleva a un libro o a algo escuchado en la calle. Así estoy la mayor parte del tiempo. Intentando controlar mi mente. Hago meditación y descanso un poco. Hye termina de hablar con Emile y pone Kind of Blue de Miles porque sabe que me gusta la música de Davis.

      Emile te manda su cariño y dice que te portes bien, me dice ella mientras cruza al baño con una sonrisa pícara en los labios. Yo la veo pasar. Me levanto y la sigo: está sentada, orinando, con sus bragas blancas debajo de las rodillas y una pequeña camiseta que marca sus tetas, también pequeñas. Escucho el chorro caer, es largo. Hye toma un trozo de papel y quita los restos. Baja la palanca, se sube las bragas y me abraza.

      ¿Ya sabes qué haremos hoy por la noche, Fuzzaro?, ¿intercambiamos o no?, me dice. Y yo le digo que no importa, que lo decida ella, que yo tengo ganas de ver. Que lo que más quiero es que sea feliz. Eres un mentiroso, me dice. Tú lo que quieres es sólo coger y coger y coger. Nos reímos ambos, nos besamos largamente.

      Me pongo a trabajar un rato, unas pocas horas, haciendo bocetos de una de las posibles piezas y tomando apuntes de materiales, densidades, peso, altura. Aún no estoy seguro de lo que quiero hacer. A veces me parece que lo mejor podría ser un cuadro enorme, otras, quizá, una foto intervenida con pintura o algunos objetos ensamblados para hacer una escultura. Aún no sé bien para dónde va el asunto. Voy a ciegas, tanteando.

      Hye se ha dormido.

      Observo su respiración.

      Son las doce de la noche. Tomamos el auto y salimos a Palermo Hollywood. Hace poco terminó de llover. El viento refresca. El club al que vamos es una casa anónima, que franqueamos a través de una puerta de madera y un largo corredor. Nos recibe uno de los dueños y nos explica cuáles son las reglas, en dónde está la bebida y dónde hay que dejar nuestra ropa. Debemos decir si no queremos intervenir y si alguien no nos interesa basta un gesto. La casa está llena de muchos extranjeros y una gran cantidad de argentinos. Hye se quita la ropa, me besa y se va a deambular. Yo me voy al bar y pido un whisky. Detrás de la barra hay un mueble con botellas y un espejo al centro, que me permite verme y ver lo que pasa atrás. Debo desnudarme, me dicen. Y si quiero puedo usar una bata. Son las reglas. Entrego mi ropa y pido otro whisky. Detrás mío hay dos hombres besándose mientras una mujer le chupa la verga a uno de ellos. La visión del espejo hace que parezcan fantasmas. La luz tenue, casi amarillenta, permite atisbar fragmentos de cuerpos. El lugar, a pesar de los múltiples botes con esencias, y de lo higiénico y casi aséptico, huele a sudor y sexo. Es un olor ligero y un poco penetrante. Me levanto de la barra y camino por la casa para buscar a Hye. Hay una habitación sin luz, donde tropiezo con cuerpos en el piso. Escucho gemidos y siento manos que me tocan, una boca que quiere succionarme. Me salgo de ahí. Al fondo hay un jardín en donde un grupo charla tranquilamente. Parecen conocerse. Al lado, una piscina en donde no se vale coger. Continúo mi deambular. Descubro a voyeurs por toda la casa, sólo miran sin participar. Hay habitaciones en donde dos parejas se intercambian; en otras, veo tríos, grupos de hombres solos cogiendo. Tengo mi vaso de whisky en la mano y me doy cuenta de que no

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