La música del fin del mundo. León Plascencia Ñol

La música del fin del mundo - León Plascencia Ñol


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era volverse cronista de la batalla. Llevaba en su bolso de cuero un cuaderno y lápices. Manzoni le advirtió: “Está arruinando su porvenir como pintor”».

      Gainza cuenta que López pierde la mano con la que pintaba en la Guerra del Chaco. Y tiene que volver a aprender a pintar y

      lo que hace es intentar reproducir las escenas que había visto y había dibujado en su cuaderno de apuntes, pero ahora esas escenas son realizadas con la otra mano. En los cuadros apaisados de López impresionan esas pequeñas figuras con rostros difusos que construyen diversos escenarios. Hermosísimos cuadros, salidos de una mente obsesiva hasta el detalle, pero que no puede con los rostros de las figuras el que había sido pintor de retratos. Hay algo de paradójico en ello. Son treinta y dos obras dedicadas a la Guerra del Chaco, ni una más. Es la construcción metódica de un maniático.

      Gainza escribe sobre cada uno de los pintores, sobre su vida y obra, pero también entrelaza esos ensayos con fragmentos de su propia vida.

      Sobre Mar borrascoso de Courbet dice: «Se interesa en el agua en términos de forma: son tanteos directos hacia la abstracción, sostenidos todavía por la línea del horizonte». Y más adelante: «Para mí, Mar borrascoso no es una pintura simbólica, ni una meditación trágica sobre la vida. Es, en todo caso, la manera de Courbet de someterse al orden de las cosas, como cuando en el año 178 mirando las aguas del río Hron, el emperador Marco Aurelio escribió: “Lo que quiera el universo”».

      Llama la atención que algunos de los cuadros que María Gainza escoge sean obras menores, como si quisiera detenerse en el otro lado del artista, en la imperfección, la fragilidad, lo fallido.

      Estamos frente al Rothko: «El asunto es que a Rothko la ansiedad lo hacía hablar de más. Olvidaba que los elementos más poderosos de una obra son, con frecuencia, sus silencios, y que el estilo es un medio para insistir sobre algo. Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a Rothko una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es: “puta madre”».

      Hye y yo buscamos a través de las salas las distintas obras y quedo admirado con el ojo de Gainza. Impresiona la sutileza y coherencia de su novela con esos cuadros menores o no tan espectaculares como otros trabajos de esos artistas.

      Pero mientras avanzamos entre sala y sala voy descubriendo también otros cuadros «menores» a los que hay que volver en otro momento, otro día.

      De la Cárcova, Kline, Pollock, Tàpies, Odilon Redon, Kazuya Sakai, Goya, Saura, Antonio Berni, Alechinsky.

      Salimos como quien sale de ver una gran sorpresa. Caminamos hacia casa bajo una tarde de una ligera llovizna. Lo que se queda en la memoria son ciertos detalles, pinceladas, texturas que parecen no tener fin en mi cabeza. Van y vienen, buscan conexiones con otros detalles, otras pinceladas. Mi cabeza es una maquinaria activa.

      Ya te perdí, ¿verdad, Fuzzaro?, me dice Hye mientras con un gesto cariñoso toma mi nuca y se acerca a besarla. Ya estás en otro mundo, me dice sonriendo mientras enciende un cigarro para ella y otro para mí. Siento una alegría y una desolación inmensas, algo que avanza en el pecho, y veo cómo salen las lágrimas a borbotones y no pueden parar. Lloro sentado en una banca, bajo un árbol, mientras mi coreana intenta consolarme y soy un río caudaloso. Soy un desconcierto, una figura que parece derrumbarse. La escena es precisa. En Plaza Francia, cerca del Centro Cultural Recoleta, un hombre llora inconsolable sentado en una banca. A su lado, primero de pie, y luego a un costado suyo, una oriental intenta calmarlo de todas las formas posibles. Por momentos parece que el hombre detiene su llanto pero en realidad es una especie de pausa para volver a empezar.

      La escena dura un largo tiempo y mi cuerpo comienza a sentir el peso del mundo. Algo se está metiendo muy adentro, pero es algo confuso, porque todo está encontrado: la felicidad, la tristeza, la desolación y el desamparo. Hye llora conmigo por empatía, porque me ama, o porque yo la amo. Y ahí quedamos los dos, mojados por el llanto y por esa ligera llovizna.

      ---

      Lunes

      Llevo días sin dormir. He pasado las noches de largo, con demasiados pensamientos en la cabeza. Hye me mira ir y venir por el apartamento, me prepara tés, me propone masajes, intenta que me sienta mejor. En algún momento de la tarde hay algo de urgencia en mí por contarle cosas de mi pasado. No sé de dónde viene. A pesar de llevar varios años juntos, hay zonas de mi vida que desconoce por completo. Hoy decido contarle retazos de mi vida con Inés o Agnés, como a veces la llamaban. Hay cosas, gestos de Inés que a veces veo en Hye.

      Inés tomaba fotografías. Eran fotos de detalles, de fragmentos que se volvían casi piezas abstractas. Estaba obsesionada con la desaparición de los objetos, con retratar sólo la esencia, o mejor, lo que queda oculto de la esencia, las astillas. Me cuesta un poco explicarle a Hye el tipo de obras. Inés comenzó primero con la escritura, que fue abandonando poco a poco por la fotografía. Aunque en sus primeras obras aparecían palabras sueltas, algo parecido a ciertas obras de la inglesa Tacita Dean.

      Le cuento a Hye que Inés y yo nos propusimos un juego muy simple, que al final resultó desastroso y fatal para nuestra relación. Ella haría un mapa de los posibles encuentros sexuales que yo tuviera en la ciudad, o los inventaría. Registraría con su cámara no el encuentro en sí, sino un detalle de alguna esquina, una mancha, un objeto, rostros anónimos; en cambio, yo escribiría los suyos mientras Inés me los contaba, y también, la idea era que podía escoger lo que quisiera de sus historias.

      Nuestras primeras aventuras funcionaron muy bien. Ella iba a los sitios donde yo había estado con alguien y tomaba sus fotografías en blanco y negro. Luego ella me contaba del hombre que había conocido en un bar, o en el metro o en cualquier lugar y que se había llevado como un trofeo. No, como un trofeo no.

      Uso mal las palabras. No había vanagloria en ninguno de los dos. Pero con cada relato que nos contábamos se rompía un poco el amor entre nosotros. Yo intentaba dejar por escrito lo que ella me contaba. Yo quería contar sus historias pero me sentía incapaz. Me dolían las palabras. Me dolía imaginarla con otros. Y pronto descubrí que a ella también le pasaba lo mismo. Éramos dos actores que ya no querían seguir con sus papeles. Éramos actores que nunca debieron aceptar esos papeles. Luego, un día, Inés ya no quiso contarme nada, ni que yo le contara, y comenzó a evadirme. Al final, un día tomó algunas cosas y se fue. Nos despedimos como dos extraños. Tengo recuerdos vagos de esos meses. Largas caminatas por el bosque, viajes en el auto manejando a ciento ochenta kilómetros por hora, y demasiado silencio. Me encerré a trabajar a partir de las fotos de Inés. La extrañaba muchísimo, le digo a Hye, quien me escucha detenidamente y me toma de las manos. Extrañaba la cotidianidad con Inés, nuestros chistes malos, su capacidad de sorpresa a cada momento, nuestra juventud, los viajes que habíamos hecho con enorme esfuerzo. Me di cuenta de que la amaba y que no me importaba lo que había pasado. Quise decírselo, quise que lo supiera. Un día conseguí su número de teléfono y le marqué a Bogotá. Marqué los números lentamente, como si estuviera aprendiendo a teclear por primera vez. Escuché el timbre varias veces, luego su voz. ¿Aló, aló?, dijo ella. Vino un silencio incómodo para mí. Estaba arrepentido de mi llamada. Soy yo, le dije. ¿Cómo estás, cómo va todo?, me gustaría verte. Otro silencio que me pareció mucho más largo. ¿Qué quieres? No quiero

      que me molestes, no quiero nuestro pasado, dijo sin furia, sin enojo, como si repitiera un diálogo monótono, y colgó. Me quedé mirando el auricular, sorprendido. Colgué despacio y de pronto me vino a la memoria una noche en Cuzco, los dos solos en ese bar pretendidamente mexicano, ebrios y cansados de un día de caminata por toda la pequeña ciudad. Inés me dijo, como si me confesara un secreto, que me amaba. Y yo sonreí porque era la primera vez que alguien me decía esas palabras. Inés sacó una pequeña bolsa con polvo, metió la uña y se la llevó a una de sus fosas nasales; repitió el gesto en la otra fosa nasal. Yo estaba limpio. Recuerdo bien esa noche. Cogimos en un callejón, ella recargada en el muro y yo intentando mantener el equilibrio mientras la penetraba lentamente. Fuimos jóvenes, fuimos un futuro


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