El universo en tu mano. Christophe Galfard
Ya sabías que la Vía Láctea era una galaxia, pero hasta ahora no habías podido ver lo que eso significa. Vista desde arriba (o desde abajo, no supone ninguna diferencia), la nube blanquecina que vislumbramos en el cielo nocturno desde la Tierra no parece en absoluto una nube, sino más bien un disco grueso hecho de gas, polvo y estrellas. Justo bajo tus pies, y ocupando una extensión tan inmensa que la luz tardaría decenas de miles de años en atravesarla, se reparten 300.000 millones de estrellas, agrupadas por la gravedad, que giran alrededor de un centro brillante.
Si consideramos que el sistema solar, con sus planetas, asteroides y cometas, es nuestra familia cósmica y que Próxima Centauri es nuestra estrella vecina, la Vía Láctea podría considerarse nuestra megalópolis cósmica, una ciudad bulliciosa con la fuerza de 300.000 millones de estrellas, entre las cuales el Sol es solo una más.
Estas agrupaciones de estrellas, polvo y gas que se entrelazan en una danza circular, rodeadas de vacío, es lo que los científicos denominan galaxias. Del mismo modo que nuestra estrella fue bautizada como el Sol, la Vía Láctea es el nombre que hemos dado a esta galaxia en concreto, la nuestra.
Cuatro descomunales brazos brillantes en espiral, separados por zonas oscuras, giran alrededor de su centro, donde se concentran en una conglomeración todavía más brillante de gas, polvo y estrellas que oculta todo lo que hay hasta llegar al agujero negro del que acabas de escapar. Desde donde te encuentras, solo resulta visible el chorro de materia energética que expulsa, el mismo con el que has viajado.
Si te cuesta imaginar lo que suponen realmente 300.000 millones de estrellas flotando separadamente, no te preocupes demasiado: nadie puede hacerlo. De todos modos, si intentases explicar lo que estás viendo desde aquí arriba a tus amigos una vez que estuvieras de vuelta en la isla tropical, los números no te serían de ayuda. Lo mejor que puedes hacer es decirles que cojan una caja de cartón cúbica de un metro de alto y que la rellenen hasta arriba con arena de la playa. A continuación, pídeles que rellenen otras 300 cajas con esa misma arena. En nuestra galaxia hay tantas estrellas como granos de arena en todas esas cajas juntas. Pídeles a tus amigos que sean tan amables de regresar a Londres, verter el contenido de esas 300 cajas sobre un disco que cubra toda Trafalgar Square y que dibujen cuatro brazos en espiral con la arena. Después, diles que se sienten sobre los hombros de Nelson. El resultado tiene el mismo aspecto que los 300.000 millones de estrellas de la Vía Láctea que estás viendo en este momento. Antes de que trepen a la estatua, diles a tus amigos que has marcado uno de los granos de arena con un punto amarillo y proponles que traten de encontrarlo. Así se darán cuenta de lo que le está costando a tu cerebro distinguir dónde se encuentra el Sol desde aquí arriba, desde lo alto de la auténtica Vía Láctea. Y eso por no hablar de la Tierra, que es cien veces más pequeña. Encontrar una estrella es una tarea complicada, pero los cazadores de planetas todavía lo tienen peor.
Por lo menos, al contemplar la Vía Láctea desde arriba dispones de una ventaja respecto a tus amigos si te propones encontrar el Sol: puedes recordar todas las imágenes captadas del cielo nocturno por los humanos, tanto desde la Tierra como desde el espacio, y compararlas con lo que ves. Con los años, los científicos han creado un mapa de las estrellas de nuestra galaxia y, sin haber abandonado nunca la Vía Láctea, tienen una idea bastante precisa de dónde se encuentran el Sol y la Tierra en ella.
Para comparar lo que ves con las imágenes del cielo, empiezas por concentrarte en las cercanías del centro galáctico, cerca de la gran aglomeración y del agujero negro, donde todo se ve brillante, hermoso y poderoso. ¿No sería natural que una especie tan importante como la nuestra hubiera surgido en esa posición tan especial o, al menos, cerca de ella? ¿No sería lógico, dada nuestra importancia, que el Sol y la Tierra formasen parte de esa majestuosidad galáctica?
Pues no. El sistema solar se encuentra a unos dos tercios de la distancia que separa el agujero negro central y los confines de nuestra galaxia, en algún lugar de alguno de los cuatro brazos brillantes. Un lugar nada privilegiado.* Para acabar de hurgar en la herida, estás a punto de ser testigo de que, por muy enorme que pueda ser comparada con nosotros, incluso nuestra galaxia entera es bastante insignificante a escala cósmica.
Te das la vuelta para encontrarte de frente con lo que te pueda quedar por ver más allá de la Vía Láctea y distingues unas burbujas brillantes que parecen iluminar los rincones más alejados del universo. Te preguntas si se trata de estrellas sueltas. Parecen demasiado borrosas para serlo... Y demasiado lejanas...
Puede que sean... ¿Son más galaxias? ¿Se pueden observar a simple vista desde la Tierra?
La respuesta a la última pregunta es no.*
Todas las estrellas que has vislumbrado desde la Tierra al mirar al cielo de noche pertenecían (y todavía lo hacen) a la galaxia de la Vía Láctea, el disco en espiral que acabas de ver. Todas. Incluso aquellas que parecen bastante alejadas de la franja blanquecina que recorre el cielo nocturno. La Vía Láctea no es una esfera infinita, sino un disco finito, y la Tierra no está en su centro, sino más bien cerca de sus límites. Por ese motivo, según el punto del cielo hacia el que mires verás distinta cantidad de estrellas, del mismo modo que el cielo nocturno se ve diferente desde diversos lugares de la Tierra: cada uno da a una parte distinta de la Vía Láctea.
Además, el eje terráqueo está inclinado de tal modo que el hemisferio sur siempre está enfocado hacia el centro galáctico, mientras el hemisferio norte siempre mira hacia otro lado, lejos del centro, donde hay menos estrellas. Por ese motivo, las noches septentrionales son bastante sosas comparadas con las del sur.
Lo que llamabas la Vía Láctea desde la playa de la isla tropical apenas era una loncha de tu galaxia, una franja que contiene cientos de millones de estrellas demasiado alejadas para poder distinguirlas individualmente con la vista, pero cuya luz combinada forma una tira borrosa. Mientras ahora escudriñas la lejanía, mirando hacia lo desconocido, dispuesto a hacer saltar a tu mente hacia el lugar que te parezca más misterioso, te das cuenta de repente de que todas esas burbujas de luz parecen tan borrosas como la Vía Láctea.
También tienen que ser galaxias.
Mientras lo piensas, muy cerca de ti, y con cierta inclinación, se eleva otra galaxia. La vista es asombrosa. Su borde aparece de algún lugar por debajo de la Vía Láctea y crece a toda velocidad. Es Andrómeda, nuestra hermana mayor galáctica. Es tan grande que cuesta creer que la humanidad tardase tanto en descubrir lo que era.
Vista desde la Tierra, Andrómeda se extiende en el cielo nocturno ocupando el espacio equivalente a unas seis lunas llenas, pero está tan lejos de nosotros que, a pesar de que cuenta con un billón de estrellas, solo podemos observar a simple vista su núcleo central. Y este es minúsculo.
El primer humano que reparó en su existencia (y del cual nos han llegado sus escritos) fue el extraordinario astrónomo persa Abd Al-Rahman Al Sufi. Hacia finales del primer milenio de la era cristiana, hace más de mil años, cuando mucha gente, a lo largo y ancho del mundo, pasaba sus cortas vidas luchando entre sí, inventando macabros aparatos de tortura y temiendo el fin del mundo, él observaba las estrellas. Al Sufi fue uno de los mejores astrónomos de la edad dorada de Bagdad, pero cuando describió el núcleo central de Andrómeda como una vaga nube de luz, no podía saber que se trataba de otra galaxia. Ni siquiera sabía lo que era una galaxia. En realidad, eso no se sabría hasta unos mil años más tarde. Nadie supo que las galaxias eran agrupaciones separadas de estrellas hasta los trabajos de observación del astrónomo estonio Ernst Öpik y el astrónomo estadounidense Edwin Hubble en la década de 1920. Ellos fueron los primeros en constatar que existían grandes espacios que separaban a estos otros grupos de estrellas de la Vía Láctea, lo que los convertía en entidades independientes por derecho propio.*
Andrómeda es la prueba cósmica más cercana de que la Vía Láctea no es todo el universo.
Mientras la miras, te das cuenta de que la Vía Láctea y esa majestuosa espiral de un billón de estrellas giran la una alrededor de la otra, y también observas que todas las galaxias del universo están inmersas en un ballet cósmico, en el cual las bailarinas son islas brillantes independientes, agrupaciones de miles