Vozdevieja. Elisa Victoria

Vozdevieja - Elisa Victoria


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mi madre, que cada vez tiene pinta de estar más mala. Prefiero que tengamos nuestra propia casa aunque haya que compartirla con Domingo, el último novio raro que se echó. Este barrio es un poco más moderno que el anterior y la abundancia de ladrillo rojizo resulta acogedora. A estas alturas hemos conseguido entendernos entre los tres. Las cosas no van mal del todo. El problema está dentro de mí. La mayor parte del tiempo la dedico a disimular con todas mis fuerzas, a fingir que lo que nos rodea no me extraña hasta la médula. Es difícil confiar en los demás porque a ellos no parece costarles tanto interpretar su papel y eso me inquieta. Ni siquiera diría que están actuando, es como si para ellos la vida fuese algo natural y para mí algo forzado. Cada vez que hablo con alguien me cambia la voz, me sudan las manos y noto que mi disfraz de humano es de mala calidad. Cuando estoy sola siento que soy yo misma pero tengo que luchar contra el abismo de libertad y terror que se abre sobre el suelo que piso. Ansío la compañía de un aliado constantemente. En el colegio, en el bloque, en las plazoletas.

      Hoy me levanté temprano para ir a clase pero por suerte eso queda lejos. De viernes a domingo abandono la vida escolar para regresar durante todo el fin de semana al suave caos que siempre ha reinado en casa de mi abuela. Estamos las dos solas con Canica, una perrita peluda con el lomo negro y la barriga blanca. Es muy simpática. Se supone que me la trajo Papá Noel pero siempre tuve dudas porque quien entró por la puerta fue un muchacho de unos veinte años que me la colocó sobre el regazo. Yo esperaba que llegara el verdadero Papá Noel a media tarde, llamando al timbre, o por lo menos otro tío disfrazado. Era tan pequeña y tan bonita que la paseé durante semanas metida en un cochecito de juguete. Seguiría haciéndolo pero ya no se deja. Cuando nos fuimos a vivir con Domingo, se quedó con la abuela. Liamos croquetas en la salita con la tele puesta. Nos gustan los programas de misterio, aunque luego ella puede dormir y yo no. Le ha entrado sueño y nos desnudamos juntas en su dormitorio. Bajo la apariencia fresca del vestido rojo que llevaba subyace una combinación color carne. La combinación es una prenda que no entiendo y que ya debe dar mucho calor por sí sola, pero aún tiene que desprenderse de varias capas, las más rígidas. El sujetador, la faja y las bragas crean una armadura de ballenas que se le clava en la piel morena y blanda.

      —Niña, ayúdame con los corchetes.

      Me arrodillo sobre la cama y la libero de esa coraza gruesa que no parece molestarle nada durante el día. Suspira, se sienta y me agacho para bajarle las medias. Suspira otra vez y me habla.

      —Mira, mañana...

      —Qué.

      —Espérate que lo estoy pensando.

      Transcurren unos segundos mientras entorna los ojos con el dedo índice atrofiado en ristre. Con la otra mano agarra un cigarro y lo enciende. Cuando expulsa la primera bocanada de humo, sigue elaborando el plan.

      —Mira, mañana voy a meter los pies en un palangano con agua y sal.

      —Sí.

      —Y luego tú coges las tijeritas, chiqui chiqui chiqui, y me cortas las uñas.

      —Vale.

      —¿Te parece?

      —Vale.

      —Que estoy que parezco un gavilán.

      —Es verdad.

      —Ea, ahora voy a hacer caca.

      —Voy contigo.

      La idea de cortarle las uñas de los pies resulta dificultosa e incluso algo atemorizante, pero me veo capaz de llevarla a cabo, la forma en que la propone es divertida y no gano nada poniéndole pegas. Ella hace muchas cosas por mí con gusto. La sigo despacio hasta el baño y en el giro pierde el equilibrio.

      —¡Coño!

      —¿Qué ha pasado?

      —Nada, que me he dado con la esquina del ropero.

      Tiene setenta y dos años, es bajita, barrigona y no se arrepiente de nada. Hasta hace poco lo único capaz de causarle pudor era su propia sonrisa en algunas fotos alegres. Pero desde que el año pasado estrenó dentadura postiza para ir a la Expo’92 se siente invencible. Ahora solo parece pesarle que me estaba cosiendo un vestido de flamenca muy complicado y en marzo le dije que no siguiera, que no me lo iba a poner, que no pensaba volver a pisar la Feria. La entiendo porque en Sevilla lo de vestirse de gitana es una cosa muy seria y dejar abandonada semejante labor de costura, con lo avanzada que estaba, le tuvo que dar coraje. Me lo echa en cara casi todos los días. Creo que nunca ha sido tan feliz. Se sienta sujetando el cigarro y yo le hago compañía acuclillada en el suelo. Me gusta verla cagar. Unas veces hablamos y otras no, pero siempre me hipnotiza su ritual del papel higiénico. Con parsimonia oriental, corta dos trozos de idéntica longitud y los coloca delicadamente sobre sus muslos. A menudo comenta que su abuela era china, y cuando está mi madre alrededor me dice por lo bajini que en realidad era filipina pero que para ella es lo mismo y se hace un lío. Arroja la ceniza en el bidé. Son las tres y media de la mañana y solo se escucha su respiración pausada. El sonido de la caca al salir me resulta muy satisfactorio porque soy una niña estreñida, una súbdita en bragas blancas a sus pies. Está desnuda, erguida en un trono que lleva disfrutando solo la tercera parte de su vida, paladeando las comodidades que le brinda el progreso con la boca llena y los trozos de papel blanco colgando equidistantes de sus piernas. Un alarido rompe la cálida paz del vecindario. Dirijo una mirada compasiva hacia el techo porque en el tercero vive en desgracia una familia con un hijo discapacitado, grande y aparatoso como un rinoceronte llorando por su cuerno perdido en medio de la selva.

      —Angelito, se ha desvelado —murmura inclinando la cabeza.

      —¿Cuántos años tiene?

      —Casi cuarenta.

      Se pone el camisón blanco de flores, enciende la radio y nos acostamos juntas en la cama de matrimonio. Para ahuyentar los fantasmas de la noche, intento pensar en algo agradable.

      —¿Cuánto queda para que nos vayamos de vacaciones?

      —Pues... no sé, vamos a contar los días. ¿A qué estamos?

      —No sé.

      Saca un pequeño calendario de la mesita de noche y echamos la cuenta mientras se le empiezan a cerrar los ojos. Nos encontramos a veinte días de la gloria. El rumor de la radio me mantiene despierta y acompañada mientras miro el camisón. Es mi favorito, el que más temo. Su estampado me brinda ambiente de libertad porque lo relaciono con las vacaciones de verano, pero también simboliza el momento exacto en que el lado siniestro de la existencia se materializó por fin para mí. Hacía mucho que lo veía venir. Acechaba en las siluetas de La princesa caballero, en las sillas de respaldo alto, en las luces que se movían sobre los muslos de mi madre dentro de los escasísimos taxis que habíamos cogido por la noche, en la máquina de coser de mi abuela, la misma Singer pesada con el mismo mueble de imitación caoba desde los sesenta. Este lado siniestro enseñó por fin la patita por debajo de la puerta en Punta Umbría en 1990. Tres momentos destacados acontecieron en aquella Residencia de Tiempo Libre.

      El primero desencadenó un malestar sin precedentes. Teníamos en la habitación un paquete de galletas rellenas de chocolate. Cada galleta se me hacía eterna, árida y dura, difícil de masticar. Saciaba mi apetito en segundos dejándome empachada e insatisfecha. Decidí manejar el asunto comiéndome solo el chocolate, que era lo que me interesaba, arrancándolo con la precisión de aquellos dientecitos de leche sin romper que tanto añoro. Sabía que podían reñirme severamente por desperdiciar el alimento, así que por la noche me levantaba a hurtadillas y, al amparo de la oscuridad, dejaba las galletas lamidas como el plato de un perro en una esquina discreta del balcón. Arrojarlas al exterior era una gamberrada insoportable muy lejos de mi nivel. No tardaron en descubrir el alijo secreto y la reprimenda fue épica. La lección quedó clara: si en esta vida pretendes comerte solo el chocolate, necesitas un sitio donde esconder las galletas secas en condiciones.

      El segundo y más importante tuvo lugar aquella misma noche. Inquieta e insomne a costa del disgusto en la camita supletoria junto al somier de mi abuela, empecé a sentir miedo de encontrarme a ras del suelo. Escalé


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