Vozdevieja. Elisa Victoria
Cuando por fin se me abrían las puertas de la duermevela, visualicé la primera imagen de la noche: un gran ejército formaba filas escuchando las órdenes de su coronel, un personaje esbelto y sinuoso que se paseaba de un lado a otro dando voces. En mitad del discurso, el coronel se deshizo como si sus miembros fuesen de cuerda, dejando en el suelo una madeja de lianas color carne. Al abrir los ojos, me di con la robusta espalda cubierta de florecitas de colores desconfiando de mi propia conciencia, esa traidora inesperada.
El tercer momento dramático fue de lo más común. Un niño impulsivo que no conocía decidió sumergirme por la fuerza en la piscina y tratar de ahogarme. Incluso cuando distinguí desde dentro del agua figuras adultas acercarse alarmadas, pensé que no iban a ser capaces de disuadir semejante arrebato, que no les iba a dar tiempo de salvarme. No era para tanto, pero los niños somos débiles y a veces ocurren accidentes. Pensé que a lo mejor me moría allí mismo. No quisiera volver nunca a Punta Umbría. Este año será diferente. Este año subimos de nivel y nos vamos a Marbella, la capital del lujo y el bienestar.
Es sábado. Hemos comido huevos fritos con patatas y un festín de inagotables croquetas. Como me he levantado tarde, el almuerzo se ha servido a la hora de la sobremesa. Mi abuela lleva despierta desde las doce, está vestida y tiene las cejas pintadas. Yo estoy en bragas y camiseta, revuelta, recién levantada. En la tele echan Banana Joe. Tenía muchas ganas de verla porque en el anuncio parecía muy divertida. Los chistes y el conflicto resultan algo decepcionantes, pero de la banda sonora nunca me canso. Achaco el fiasco a mi inmadurez y hago como que lo pillo todo, como que soy capaz de percibir una calidad que la película no tiene. El primer postre son dos rodajas de sandía. El segundo es un bloque de helado de tres sabores. Fresa, nata y chocolate. Nos cortamos un palmo para cada una y ella vuelve a meter los pies en agua con sal. Chapotea y observa el proceso. Lleva dos horas así.
—Niña, esto ya está, coge las tijeritas.
—Sí, sí.
Hace el gesto de cortar con sus dedos retorcidos y murmura de nuevo el chiqui, chiqui, chiqui.
—¡Que sí!
—Bueno, si quieres te puedes esperar a los anuncios.
—No hace falta.
Imposto sacrificio e interés cuando en realidad la película me parece un muermo. Además así quedo bien, salimos las dos ganando. Lo de las uñas de gavilán me aterra, justo por eso quiero acabar cuanto antes. Con un bocado de nata derritiéndose todavía en la boca, me postro y le sujeto un pie húmedo como un enorme garbanzo reblandecido entre las manos. Apoyo el talón de crustáceo en mi rodilla cubierta de postillas de diferentes caídas y procuro no llegar a tocar ninguna uña. Las tijeras son grandes y afiladas. Son las tijeras de la costura, pero es lo que hay.
Mientras llevo a cabo la operación, ella fuma complacida.
—Qué talento tienes —comenta. Sonrío con la boca cerrada, me trago la nata y me peleo con la uña del dedo gordo, la más gruesa y rebelde, rizada sobre sí misma en espiral.
—Ofú —resoplo—, ¿te duele?
—Qué va, no me duele nada, dale ahí un picotazo bueno, aprieta fuerte.
Aprieto con las dos manos y un trozo de uña amarillenta sale disparado.
—Ole mi niña, ¿no te digo yo que tienes mucho talento? Tu madre no tenía a tu edad ni la mitad de luces que tú.
—¿No?
—Qué va, era muy bonita y muy lista y muy graciosa, no te digo que no, ¿pero las luces que tú tienes? Eso no se ha visto, la única pena es que te tiene tu madre tan derecha que un día te va a dar un ictus.
—¿Un ictus qué es?
—Como un jamacuco pero de la cabeza.
—Ah.
—Del cerebro.
—Ya.
—Que no te dejan decir ni ofú, digo yo que no hará falta ser tan sargento, si no das problema ninguno.
—¿A que ofú no es para tanto?
—Cómo va a ser para tanto, aquí conmigo te dejo decir hasta mierda, fíjate lo que te digo.
Me río y corto una uña pequeña con gran precaución.
—Coño ya no, ¿eh? Coño es mucho, no puede ser. Yo eso lo digo solo si me he pegado un porrazo o estoy disgustada o algo así fuerte.
—Vale, vale, eso no, si solo de pensar en decir coño en alto ya me agobio. Uy, lo he dicho.
—¡Che! Coño ni en broma, ¿eh? Que como se te escape delante de tu madre me corta el pescuezo.
Se le escapa el humo del cigarro y su barriga se agita a base de reírse. Abre tanto la boca que le veo la dentadura contra el paladar desde abajo. Yo también me río y agarro el otro pie. El segundo siempre es más fácil que el primero. Te sabes ya el camino y solo queda la mitad.
Estoy otra vez en el barrio de ladrillo rojizo, acaban de recogerme. Ojalá me dejaran tener un pintalabios del color de estas fachadas. Son las siete de la tarde y ya tengo la mochila preparada con los libros del lunes para ir al cole mañana. Acompaño a Domingo a comprar tabaco. Aunque sea el novio de mi madre parece más un hermano mayor con trabajo que un padre. Es tartamudo y muy pedante, complicada combinación a la que sin embargo tardé poco en acostumbrarme. A la gente le cuesta entender lo que dice, pero a mí no. Por fortuna o por desgracia, proporcionalmente soy la criatura que más tiempo ha pasado escuchándolo hablar y conmigo tartamudea menos. Se suele quedar enganchado en las enes, las emes, las eses, las eles y las tes. Las vocales tampoco se le dan bien. Me escudriña como un diablillo inquisidor y se divierte chinchándome hasta la saciedad un año tras otro. Mi madre y él se han peleado muchas veces, pero ya no creo que se vaya a ir nunca. Cuando la relación parecía que se afianzaba, un día ella le dio un codazo y nos dejó solos en el sofá.
—Oye, niña.
—Qué.
—Hablemos de terminología.
—Eso qué es.
—De palabras.
—Bueno.
—Venga.
Carraspeó y prosiguió impostando seguridad:
—Tú sabes que aunque yo no sea tu padre me puedes llamar papá.
Nos miramos los dos con cara de póker. Se nos escaparon unas risitas histéricas.
—Qué va, no hace falta.
—Ya, eso lo sabemos, pero si te gusta lo podemos hacer así.
—Que no, que no.
—¿Seguro?
—¡Que no, que sería muy raro!
—Sí, coincido, a mí también me parece raro, era por si tú querías y no te atrevías a decirlo.
—Mejor no.
Nos dimos la mano. Distinguí en él una mezcla perfecta de tristeza y satisfacción. Es una de las pocas personas que claramente está también disimulando a duras penas, pero que no lo admitiera siendo tan mayor me llenaba de dudas. Tras un minuto en el que compartimos sentimientos de extrañeza, propuso un nuevo plan:
—Bueno, pues como estamos de acuerdo y necesitamos definir la situación de alguna manera, vamos a constituir un vínculo de negocios.
Sacó un papel y empezó a redactar un contrato. Entonces yo tenía seis años. Él, veintiocho. No me daba cuenta porque se estaba quedando calvo y tenía la barba muy negra, pero su aire era pillo, fresco y juvenil como el de un muchacho recién salido del instituto. El contrato establecía un compromiso de manutención hasta mi mayoría de edad, momento en que la deuda pasaría a corresponderme, adquiriendo mi parte la obligación de mantenerle a él hasta su muerte. Me otorgaba la beca con más intereses de la Historia.