Vozdevieja. Elisa Victoria

Vozdevieja - Elisa Victoria


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posición religiosa de la familia empezó a cambiar el invierno pasado cuando mi madre me contó que esta vez estaba muy mala y me regaló una Biblia infantil. Primero dejó que eligiera en la tienda el libro que traía la Virgen María más guapa para agasajarme. Luego dijo que no podía calcar ningún dibujo hasta que me hubiera aprendido el padrenuestro. Me la jugó. Seis meses más tarde me ha traído a conocer el mismo colegio de monjas al que ella asistió. El flujo de los acontecimientos me inquieta pero siempre he sido obediente y adaptable. Me gustan los uniformes. Además estoy habituada al espantoso ridículo de haber decidido seguir creyendo en los Reyes Magos aunque la verdad me pudra de vergüenza. Trato de aprender a lidiar con las contradicciones. Esto no puede ser tan difícil. A Melchor le tenía mucho más aprecio que a Jesús. Aquí ni siquiera tengo que pasar por el desengaño. Ya sé de entrada que todo es mentira. En cierto modo hoy voy a tener mi primera entrevista de trabajo. Necesito causarle buena impresión a la jefa del convento porque si no me admiten tal vez no se sepa qué será de mí. Mi madre me lo ha explicado con delicadeza pero sin tapujos desde el principio. Está muy enferma, lo bastante enferma como para tener que decírmelo. No es una sorpresa, casi siempre lo ha estado, y aunque mi fe es prodigiosa y llevo una eternidad temiendo que un día ella se haya esfumado de repente, debo asimilar la posibilidad de que esta vez empeore hasta un nivel insostenible. Hace cinco años que no veo a mi padre. Domingo, el socio, es un chaval que ha firmado un contrato escrito a mano, pero no está preparado para hacerse cargo de una niña de mi edad a tiempo completo. Necesitamos un plan de emergencia. Si la cosa se pone fea el plan es internarme con las monjas. Ni siquiera estoy bautizada. Hay prisa. Me lo han dicho así de claro. La Madre Rosario está haciendo una excepción ante el reclamo de una antigua alumna en apuros, pero sabe de sobra que a estas alturas tenía que estar preparándome para recibir la primera comunión. Lo que más pereza me da de todo esto es tener que ir a catequesis.

      He visitado el patio, la biblioteca, el comedor y los dormitorios comunes. Una interna de mi edad, tal vez una futura amiga tierna y triste, me ha enseñado dos muñecas Chabel con su propio armario amarillo, el que un día le pedí a mi abuela y me sacó de la tienda a rastras por haber elegido algo tan caro. El armario tiene tres puertas, zapatero, espejo desplegable y un montón de ropa dentro, bonita y cuidada como oro en paño. Le hago saber a la niña cuánto me gusta y empiezo a enumerar mis propios juguetes con entusiasmo. Mi madre interrumpe y abandonamos la estancia súbitamente. Me sujeta del brazo. Está irritada.

      —Marina, escúchame bien.

      —Sí, mamá.

      —No le restriegues a las niñas de aquí los juguetes que tienes o dejas de tener en tu casa, ¿no ves que aquí hay muy poquitas cosas?

      —Se lo decía porque si me vengo a vivir con ella a lo mejor los podemos compartir.

      —Ah.

      Me aguanto las ganas de llorar, en parte por haber ofendido a la huerfanita, mi dulce compañera de infortunios, y en parte porque no me había dado cuenta hasta ahora de que mi vida podía volverse tan austera.

      —¿Es que no voy a poder traer mis juguetes?

      Mi madre me rodea con el brazo y se agacha para darme un beso en el pelo.

      —Ay, hija mía, claro que sí. Claro que sí.

      Retengo los mocos dentro de la nariz y continuamos el paseo en silencio, cogidas de la mano. Ya estoy al corriente de la situación. Solo queda el monstruo final, la Madre Superiora. Su despacho es pequeño y lúgubre y lo cierto es que espero no volver. Mi madre y ella han conversado largamente por teléfono y ahora quiere conocerme a mí. Nos quedamos solas. Arrima dos sillas y nos sentamos frente a frente, dejando a un lado su gran escritorio. Llevo una falda de cuadros que me cubre hasta la pantorrilla pero aun así aprieto las rodillas para que vea que me sé sentar derecha y cerrada a cal y canto como una señorita decente. Hasta cierto punto se lo debo a las clases de Ética. Ella es corpulenta y parece muy mayor dentro del hábito que enmarca un rostro pálido y blando. Me escudriña a fondo a través de las gafitas redondas. Su saludo es Ave María Purísima.

      —Sin pecado concebida —respondo. Llevaba mucho tiempo preparada para este momento.

      —¿Cómo estás, Marina?

      —Muy bien, gracias, Madre —sonrío mientras pienso en el armario amarillo. La sonrisa es mi fuerte.

      —¿Cómo te va en tu colegio?

      —Muy bien.

      —¿Sacas buenas notas?

      —Sí.

      —¿Qué te parecería venir a estudiar a este?

      —Bien. Me gusta mucho el patio.

      —Pero si vinieras a lo mejor estarías interna. ¿Has visto las habitaciones?

      —Sí.

      —Aquí hay que rezar todos los días.

      —Ya lo sé, Madre.

      —¿Tú rezas?

      —Sí.

      —¿Le rezas a Jesús?

      Su voz es tenue, suave y comedida. Ella sabe cómo pescar a un hereje, pero soy muy diestra en el arte de conquistar al enemigo. También me han aconsejado antes de venir. Si miento de forma deliberada no me creerá. Debo ser lo más sincera que pueda dentro de la discreción, de la beatitud virginal de niña que sí conozco.

      —Madre Rosario, usted sabe que yo no he ido mucho a la iglesia porque se lo habrá contado mi madre, pero sí siento que existe un Dios y quiero aprender más sobre él.

      Me observa con detenimiento desde arriba. Estoy nerviosa aunque sé que soy educada y elocuente, que transmito confianza a primera vista.

      —¿Te sabes el Padrenuestro?

      —Sí.

      —¿Y te gusta?

      —Sí.

      —¿Te gustaría saber más oraciones?

      —Sí, ya he empezado a aprenderme el Avemaría.

      —A ver, dime el Padrenuestro.

      Lo recito correctamente, tímida y risueña, intentando resultar irresistible.

      —¿Tienes ganas de bautizarte?

      —Sí, Madre, me hace mucha ilusión.

      —¿Y de hacer la comunión?

      —Más todavía.

      —Muy bien, ya te puedes ir.

      —Gracias, Madre.

      En casa están orgullosos de mí porque he obtenido el beneplácito del Beaterio de la Santísima Trinidad. Mientras mi verdadera madre, la que se escribe sin mayúscula, echa la siesta, Domingo y yo celebramos el triunfo de mis encantos con una sesión de boxeo. Primero me ofrece las palmas de las manos para que le pegue con los puños cerrados. Cuando he entrado en calor, empieza a esquivarme y a responder con golpes leves que suele lanzar a la barriga y a los brazos. Me chincha a conciencia.

      —¡Ah, socia encantadora! ¡Mira qué virtuosismo, está hecha una señorita!

      Ese tipo de comentarios me saca de quicio. Pierdo los nervios. Él sujeta un cojín y soporta el peso de toda la rabia incierta que me consume hasta que me quedo sin fuerzas. Me encanta que me enseñe a pelear. La excusa es que aprendo a defenderme mientras me divierto. La realidad es que necesito descargar tensión como sea y él lo sabe. La violencia controlada es nuestra mejor aliada en días como este. Jugamos a la guerra, dibujamos mapas para conocer el terreno de batalla y reducir al enemigo a base de identificar sus puntos débiles, construimos ciudades en el suelo y las bombardeamos. Después nos cambiamos de bando y nos enfrentamos a las bombas que caen sobre nuestra casa y destrozan todo lo que tenemos.

      —¡Bomba verde! —exclama. Nos escondemos debajo de la mesa del salón. La verde no hace mucho daño, es fácil sobrevivir.

      —¡Bomba


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