Vozdevieja. Elisa Victoria
bicho que unas veces aparece de Freddy Krueger y otras más de Don Pimpón. Hago como que cocino, como que apunto las cuentas de la casa, como que riego el jardín, como que cuido enfermos, registro el armario y el baúl. A veces, siempre sin previo aviso y a maldad, el monstruo me pega un susto. Cuanto más abstraída esté, mejor funciona. Es una extraña relación. Puedo llegar a asustarme mucho a mí misma, hasta el punto de tener que echar a correr en busca de protección. La compañía ideal de estos monstruos es una colección de imágenes feas que tengo almacenada imborrable en la memoria. Se me puede aparecer en cualquier momento y es difícil hacerlo parar. Lo llamo el tren del terror. No paro de torturarme de diferentes formas. Lo que necesito en esos casos es alguien que sacuda mis propios pensamientos o recordar la melodía de alguna canción de Diana Ross, el único antídoto efectivo que puedo arrojar desde dentro. Vuelvo a la casa calmada, bebo un montón de agua y voy a mirar a mi madre dormir bajo el reloj de la salita. He llegado justo a tiempo para despertarla. La zarandeo suavemente.
—Mamá. Mamá.
Despega los ojos.
—Mamá, son las cinco menos cinco.
—¿Las cinco menos cinco ya?
—Sí.
—Bueno.
Vuelve a cerrar los ojos.
—Mamá, no te vayas a dormir otra vez.
—Que no.
—Venga, levántate.
—Me levanto si me acompañas ahora a la calle y llamas a Cristina.
Suspiro perezosa.
—Bueno, venga.
Se incorpora y se rasca los ojos con el dorso de la mano, como un gato. Agarra el bolso y echa a andar a trompicones hasta la puerta. La abuela sigue roncando en la silla de plástico.
—Que yo vea como llamas al telefonillo, que nos conocemos.
Todavía estoy de buen humor así que no me molesta. Salimos a la calle.
—Mamá, cántame alguna de Diana Ross.
—¿Cuál quieres? No me sé muchas.
—Da igual, cualquiera, si yo me sé menos, solo la he visto dos o tres veces en la tele.
Ella tararea inmediatamente una de las canciones más antiguas. La luz se hace clara y nítida. Estoy curada del síndrome del patio de atrás. La miro desde abajo y trato de almacenar la melodía para posibles apuros venideros. Ay, si pudiera yo cantar con esa facilidad delante de alguien, sin saberme la letra, sin importarme nada. Por qué tendrá que importarme tanto todo. Sigo sus órdenes, grito el nombre de Cristina y nos despedimos a toda prisa. Mi amiga se asoma al balcón. Se mueve como un roedor, alegre y rápida.
—¡Ya voy! —grita. Escucho la puerta y sus pasos bajando la escalera. Hacía tiempo que no jugábamos. No se nos da mal, tenemos estilos compatibles. La bondad de Cristina me conmueve. Por ella siento debilidad. Es pizpireta y su risa de pájaro resulta tan sincera e insistente que no para hasta que te has contagiado. El balcón de su abuela Lola es el más vivo y colorido que he visto, el sitio que más me gusta mirar de toda la plaza. Nuestras familias se llevan bien. Nunca nos hemos peleado. Macarena nos ve desde una ventana y baja. Con estas correteo, me escondo detrás de los jazmines, me salvo, la quedo y la vuelvo a quedar. Con Macarena no me llevo del todo bien, arrastramos una historia de enemistad inconsciente desde que nuestras madres nos paseaban en carrito. Una vez le arreé un sopapo por romperme las gafas y se montó entre las vecinas. Hoy en día se ha vuelto bonita y lánguida, una mosquita preciosa. Todo va bien, pero a la caída de la noche, sobre las nueve, empiezo a echar de menos a Lucía, la chica más misteriosa que conozco. Coincido con ella en contadas ocasiones pero la considero una gran amiga por el misterio y, sobre todo, porque es la única que tiene ganas de hablar de guarrerías durante horas. Antes de la cena acaricio los torpes dibujos que pinté frente a su portal hace ya una eternidad. A la anaranjada luz de las farolas que acaban de encenderse, se distinguen todavía las tetas caídas, el chocho meando y el zapato de tacón basado en el calzado de Pitufina que le dediqué a los cuatro años valiéndome solo de una cera azul. Ella nunca descubrió mi jeroglífico y yo tampoco me atreví a mostrárselo por encontrarlo un arrebato demasiado atrevido. Sigue ahí, discreto, junto a mi mejor halago en letras mayúsculas:
«GUARA»
Acababa de aprender a escribir. Pronto me di cuenta de que era un mensaje inapropiado y por fortuna inapreciable. La madre de Cristina viene a recogerla. Las demás nos vamos a cenar.
No vuelvo a pisar la calle hasta que el domingo viene mi madre al mediodía para meter una tarta de yema tostada en el frigorífico y vestirme y peinarme sin remilgos como a ella le gusta. Es el cumpleaños de la abuela. Se trata de un día óptimo para un festejo familiar, no solo porque brille un sol espléndido. Hoy además se celebran elecciones generales. Voy de la mano de las dos al colegio electoral para ver cómo votan orgullosas, una al PSOE y otra a Felipe González, que parece lo mismo pero mi madre insiste en que no lo es. En el colegio electoral, unos se meten en las cabinas privadas con cortinita y otros no. Algunos agarran su papeleta con orgullo, como deseando que los demás miren. Es muy difícil averiguar a qué partido corresponden las papeletas. Casi ninguna me suena. No paro hasta que encuentro el nombre de Felipe González, como quien busca a Wally.
Comemos con la tele a toda pastilla y mucho entusiasmo. Hay huevos rellenos, pastel de carne, compota de manzana y arroz con leche. Como me aterroriza el menú completo han puesto a mi disposición barra libre de pollo frito y patatas, la alternativa habitual de la que nunca me canso. Cada vez que Aznar sale por la tele ellas abuchean con cara de asco. Se quejan de su voz, de su bigote, de todo lo que dice.
—Qué tío más horroroso, parece que lleve un casco de pelo —murmura mi madre una y otra vez.
Cuando aparece Felipe es otro cantar.
—¡Mi Felipito, mira mi Felipito! ¡Qué guapo es! —exclama mi abuela. Está bastante enamorada, incluso se le sonrojan las mejillas. Llevo todo el fin de semana viéndola suspirar por él.
A mí no me queda más remedio que sentir simpatía hacia el partido que ellas votan y temor hacia su rival directo. Pero no me cabe duda de que ganarán los buenos. El tiempo en que ganaban los malos terminó, solo es una especie de prólogo misterioso para darle emoción a la historia que comienza con mi nacimiento. Estos nueve años pesan más que los milenios pasados, más que los romanos y los moros, más que la Guerra Civil. Pesan más que los últimos dinosaurios.
Canica mueve el rabo histérica a nuestro alrededor. Como hay tanto pollo a veces le echo trocitos sin que se den cuenta. Me gusta compartir travesuras con ella. Intenta colocar las patas cerca de algún plato y la repelen.
—¡Canica, coño, qué pesada eres!
Es pronto para estimar cualquier resultado y el ambiente está encendido. Esta lucha decisiva le da emoción al cumpleaños. Lo celebro porque en mi familia las fiestas suelen ser bastante aburridas y deprimentes. Envidio esas escenas de película en las que mucha gente que se quiere se junta y habla animadamente de cosas. Envidio incluso que se lleven mal y se peleen. Qué tendría que perder, aquí también se llevan mal y se pelean. Fantaseo con que me conozcan, con que me hablen. Me siento sola. La retransmisión del evento a través de la tele es un alivio.
Para ellas la atmósfera es distinta, están tensas pensando en sus pensiones, en el futuro del país. No paran de fumar. Mi abuela almacena cartones de L&M en el mueble de la salita pero mi madre prefiere Fortuna y me encomienda el mandado. Antes fumaban las dos Bisonte. Me encantaba el dibujo del bisonte y ya nunca lo veo. Ojalá por lo menos una de las dos hubiera mantenido la costumbre. Canica se viene conmigo a comprar tabaco y hace pipí en cuanto sale por la puerta. Atravesamos la placita y salimos a la calle. Son las cuatro y el golpe de calor nos da ganas de hacer caca a las dos. Me da rabia que ella pueda desahogarse y yo no. El kiosco está cerrado, pero doblando a la derecha vive una vieja que tiene montado un puesto en una pequeña habitación de su casa. A este establecimiento clandestino en el barrio lo llamamos