Vozdevieja. Elisa Victoria

Vozdevieja - Elisa Victoria


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dos años que nos conocemos y su madre siempre ha ido de negro, desde la muerte del abuelo. Mi amiga apenas lo recuerda. En múltiples ocasiones de proximidad como ésta ha confesado un profundo deseo de que el luto terminara. Resulta deprimente y lleva tiempo fantaseando con ver a su madre contenta vestida de colores, dejando atrás el dolor y el recato dictados por esa inclemente estética fúnebre, ese castigo inmerecido y autoimpuesto. Ha presenciado muchas discusiones sobre la felicidad, sobre la necesidad o el absurdo de las tradiciones, sobre el anclaje en el pasado y el seguir adelante. Ahora, mientras da los últimos retoques al grasiento vestido de plastilina, mantiene contenida una sonrisa satisfecha. Yo le aprieto el brazo con los dedos, celebrando la buena nueva tanto como que no esté resentida conmigo por ser la peor en Educación Física.

      —¿Ah, sí?

      —Sí.

      —¿Pero cómo lo sabes?

      —Porque me lo ha dicho.

      —¿Pero por qué?

      —Porque mañana se cumplen cinco años de la muerte de su padre.

      —¿Y entonces es de verdad, lo va a hacer?

      —Creo que ahora sí.

      —¡Qué guay!

      —Sí.

      —¿Y qué se va a poner?

      Natalia me mira a la cara y exclama temblando de emoción:

      —¡No lo sé!

      —¡Qué bien!

      Saltamos pegando con el culo en la silla y nos damos un abrazo. Espero que sea cierto. En su casa ha habido tanta brasa con el abuelo muerto que ni siquiera es para ella el abuelo, es el padre de su madre. «Porque mi padre lo hubiera querido así, porque mi padre esto, porque mi padre lo otro». Nunca he estado en su casa, pero imagino una guarida oscura y cerrada en la que la alegría se ha catalogado como falta de respeto. Durante el recreo hemos manejado a menudo la palabra depresión. En los rincones secretos donde nos escondemos a debatir sobre posibles argumentos eróticos para nuestras muñecas, sobre posibles modelos para seducir chicos en el futuro. Natalia y yo nos entendemos. Mi casa también es un sitio raro. Nos cae mal la misma niña. Por chulita y por presumida. Cuando llegué nueva a la clase intenté ganármela contándole que la tarde antes había sostenido mi propio mojón en la mano. Se escandalizó mucho pero no le pareció divertido en absoluto. Se cree la mejor jugando al elástico con su chándal rojo.

      Es la una y el martes ha sido distendido. Me perdí a la madre de Natalia por la mañana porque llegué tarde y ella no me ha querido decir qué ropa lleva, pero hablando de madres ha preguntado cómo está la mía. Tiene la misma información que yo, que está mala y que cambia mucho de medicación. Me doy cuenta de que apenas cuento con datos sobre el tema.

      —No sé, ahora ha empezado a tomar unas pastillas blancas así de gordas y otras amarillas.

      —¿Y están bonitas?

      —Sí, quedan muy bien con las que tienen rojo. La que era rosa clarito ya nunca la veo, pero las azules siguen.

      Continuamos copiando un texto en el cuaderno de rayas. Del libro de las sirenas tetonas nadie se acuerda y llevo hirviendo en dudas desde el recreo sobre qué momento será oportuno para enseñarlo, sobre si la idea es oportuna en sí. Creo que mis compañeros sospechan que fue un farol y prefieren no sacar el asunto a relucir para no incomodarme. Eso no sería raro, pero es verdad que lo llevo en la mochila. No quiero quedar de embustera. Quiero que ellos también disfruten de las imágenes. Son dos. En una se ve una sirena sobre una roca, acariciando melancólica una caracola en completa desnudez. En la otra, bajo el mar, yace otro magnífico ejemplar de cola naranja con el cabello difuminándose gracias a la magia de una corriente subacuática. Al carajo, me doy la vuelta, abro la cremallera y llevo el objeto directamente hasta debajo de la mesa. Lo que ocurre bajo las mesas no incumbe al maestro, pero ahora que el libro ha salido al exterior no sé qué hacer con él. Juan Carlos huele la intriga.

      —¿Qué tienes ahí?

      —Lo que te dije.

      —¿El qué?

      —¡Lo del libro de las sirenas!

      No sabe de qué estoy hablando.

      —¿No te acuerdas? Pero si te lo conté ayer.

      —Ayer me dijiste de tetas, no de sirenas.

      —Es que son las tetas de las sirenas.

      —¡Ah!

      Eso lo cambia todo y se abalanza sobre mí, torpe y hambriento como un cachorro famélico.

      —Pero espérate, niño, que te van a ver.

      —Bueno, vale, enséñamelo por aquí debajo.

      Obedezco y busco la página con un ojo puesto en el resto de la clase. La primera imagen satisface a Juan Carlos, que apenas es capaz de contener su primer impulso de subirse a la silla y vitorear. Sus bocanadas de aire han llamado la atención de un sector cercano. Natalia no ha dejado de escribir pero se da cuenta de todo.

      —Corre, enséñamelo a mí antes de que te lo quiten.

      Sus manitas seguras hojean la portada y las dos páginas célebres atentamente. De repente, agarra las tapas duras con fuerza.

      —Pero esto son fotos.

      —Sí, claro.

      No estoy convencida de que sean fotos, es un asunto que me ha estado carcomiendo bastante a mí también. Las implicaciones son inabarcables.

      —Pero eso significa que las sirenas existen.

      Cogemos aliento ante el impacto de la conclusión y Juan Carlos aprovecha para atacarnos. Nos roba de mala manera y comparte la prueba del delito con el grupo de niños que antes había mostrado interés. Me levanto de golpe para proteger el tesoro. Se está armando mucho revuelo, maldita sea.

      —¡Dádmelo ya!

      No me hacen caso.

      —¡Que me lo deis!

      —¿Qué dices? ¿A ti por qué? —contesta Diego, un rubito muy mono al que estoy a punto de dejar bien callado.

      —¡Porque es mío!

      Juan Carlos asiente con la cabeza. Un aire severo cubre a la pandilla.

      —Os dejo que lo veáis pero tenéis que tratarlo bien, estas fotos son la demostración de que las sirenas existen.

      —¡Venga ya, son dibujos! —Por unos segundos tuve a Diego en la mano. Pero tan pronto como vino, el milagro se esfumó. La he cagado, me he pasado con la mística.

      —Parecen fotos pero son dibujos —añade soberbio.

      No me lo creo ni yo y la única que está conmigo es Natalia. Como nos estamos empezando a pelear, el maestro se acerca y sobrevuela el corro. Estira el brazo para coger el libro y todos lo soltamos para lavarnos las manos, para no tener ninguno la responsabilidad. Nuestro superior arquea las cejas.

      —Maestro, ¿son dibujos o son fotos? —pregunta Natalia.

      —Son dibujos, sí, tan realistas que parecen fotos.

      —¿Entonces las sirenas no existen?

      —No, de momento que se sepa no. ¿Pero no se supone que tenéis que estar copiando un texto?

      Todos callamos.

      —Venga, a trabajar.

      Natalia nos ha salvado. Teníamos porno y hemos salido airosos. Son las dos menos cuarto y estamos terminando de copiar como locos para no tener que acabar en casa.

      —Vozdevieja —me llama Juan Carlos. Detesto que me llame así. Parece un insulto, lo único que significa es que tengo la voz cascada y uso expresiones propias de anciana, pero por otro lado aprecio su familiaridad. Que me ponga un mote significa que me conoce.


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