Vozdevieja. Elisa Victoria

Vozdevieja - Elisa Victoria


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de terror.

      —¡Yo también! ¡He perdido las piernas y los brazos!

      —¡Cuidado, está a punto de caer una bomba roja!

      —¿Bomba roja? ¿Vamos a morir?

      —En efecto, socia, vamos a morir, pero ha sido hermoso luchar a tu lado.

      —¡Adiós, Domingo! ¡Nos veremos en el infierno!

      —¡Que así sea, soldado!

      —¡Adiós!

      La bomba cae sobre nosotros. Exageramos los temblores y los sonidos de destrucción, abrazando el patetismo. Nos arrastramos agonizando de dolor. Aprovecho el teatro para quejarme mucho, alternando alaridos y risas convulsas. Con la cara colorada y el pelo enredado, me pongo de pie y dejo que Domingo se desplome tranquilo en el sofá. Enfilo sigilosamente hasta la cama donde duerme mi madre. Está en bragas, descansando bajo una fina sábana azul con los labios pintados y el pelo corto. Me acuesto frente a ella y me aprieto contra su carne hinchada, conteniendo la respiración para no molestarla. Le toco las manos inconscientes, esnifo su aroma y lo comprendo, lo comprendo todo. No pasa nada si se muere, sea cuando sea. No le guardaré rencor. Siempre podré conseguir su perfume y cerrar los ojos. Llevo años memorizando el sonido de su corazón. Ella se agita y emite un gemido angustiado. Me alejo y le acaricio la frente para conducir su sueño hacia terrenos más mansos. Si se despertara sería incómodo. No estoy adiestrada para los sentimientos de ternura. Domingo me enseña a combatir la incertidumbre a base de hostias y de risa y trata de apartarme de toda delicadeza. Supongo que es el único camino que conoce, y es verdad que funciona bastante bien, pero me gustaría poder expresar lo que siento en público alguna vez. Pienso en el bautizo inminente. Qué rabia. Qué vergüenza. Y sobre todo qué aburrimiento. Vuelvo al salón con las correas de la compostura bien apretadas otra vez y me siento erguida al lado de Domingo. Estoy lista para la orfandad.

      —Tengo hambre —le digo.

      —¿Has merendado?

      —No.

      —¿Nos hacemos unos bocatas?

      —Sí, pero de chorizo.

      —¡Que sean dos!

      Vamos a la cocina, donde siempre hay molletes de sobra. Domingo prepara dos bocadillos y deja la encimera cubierta de migas. Pegamos el primer mordisco de pie. Él me mira, me revuelve el pelo con las manos pringosas de tocar el chorizo y se ríe señalándome con el dedo:

      —Anda, ¿eh? ¡Menuda trola le has colado a la monja!

      Yo también me río con la boca llena y salgo corriendo para llegar antes hasta la tele. Pongo el programa de Miliki y Rita Irasema, que está muy guapa cuando se peina con un lazo.

      —Miliki no tiene malas canciones, socia, pero esto con la hija es muy blando, ¿no?

      —No voy a cambiar de canal.

      Se queda en el sofá unos minutos planeando un pretexto para quitarse de en medio.

      —Me voy a hacer un Cola Cao. ¿Quieres uno?

      —Vale, que además van a empezar Los Pitufos.

      —Uf, qué horror.

      —No están tan mal.

      Se va a la cocina resoplando. Es una suerte porque lo hace todo muy despacio y me deja escuchar la canción entera. Domingo tiene un don especial para reventar la mayor parte de la programación de la tele, especialmente la infantil. Le pone pegas a todo. Su actitud criticona es contagiosa y te acaba agriando el carácter. En parte porque resulta muy convincente. Se sienta a tu lado y empieza con que el final de La Sirenita es mucho más trágico que la historia en sí porque esa pobre chiquilla no tiene edad para casarse y que el cuento de Andersen es el que mola, donde ella muere convertida en espuma por tonta, con que Aurora es un pobre juguete del sistema, con que los príncipes son unos parias. Solo le caen bien las madrastras malvadas, las brujas y los villanos porque al parecer son los únicos que demuestran un poco de personalidad. En este caso sé que está deseando venirse a soltar el rollo de que Papá Pitufo es un nazi, a comentar que dónde se ha visto un pueblo donde todos los tíos tengan cierto carácter y oficio mientras la única tía se dedica a atusarse el pelo y a decidir si se pone el vestido blanco un poco más corto o un poco más largo. A mí me parece envidiable la situación de Pitufina, pero sé que él tiene razón, que los dibujos están plagados de ideas corruptas. Lo que me molesta es que no se dé cuenta de que las películas que a él le gustan un poco también. Parece que el único requisito para que algo le haga feliz es que sea cutre y dé ganas de vomitar, o pesadillas, y si puede ser todo a la vez lo verás vitorear frente a la pantalla. Emplea términos avanzados, no me restringe ninguna escena, ningún libro. Lo único que no puedo hacer según él es llevar minifalda o decir palabrotas. Mi madre coincide. Es por mi propio bien, para que no me asilvestre, me aseguran. Cuando sea mayor podré decidir, me prometen. Me da una rabia que me muero. El episodio ha comenzado. Hoy tengo derecho a disfrutar de cierto placer común sin que me vengan con sermones. No quiero saber nada más sobre este sitio. Me mudo a un bello país que está lejos de aquí, de colores saturados, cubierto de flores pomposas, donde se puede vivir dentro de una seta. Domingo vuelve con dos vasos de cristal en una bandeja. No lo miro pero sé que está poniendo cara de asco. A mí también me dan asco esas películas de vampiras lesbianas de Jesús Franco grabadas con cuatro duros y el Cola Cao que trae, lleno de nata y grumos.

      —Oye, niña, ¿de verdad que te gusta tragarte este rollo?

      —Mira, Domingo, como te pongas a mi lado a quejarte y me pierda lo que dice Pitufina te mato.

      —Es que si no fuera por Gárgamel sería infumable.

      —Te mato, ¿eh?

      —Bueno, bueno. Me voy a echar un rato con tu madre a leer.

      —Eso.

      —Mira que eres redicha, coño.

      —¡Es que hoy ya me he perdido Bola de Dragón por culpa de la monja!

      —Ahí llevas razón, además Bola de Dragón está mucho mejor que esto.

      —¡Y no digas palabrotas!

      Con expresión amarga, se enciende un cigarro y desaparece en el pasillo al tiempo que Pitufina entra en escena. Aprendí a dibujar sus zapatos de un trazo y los voy pintando por todas partes. No me importa si esconden un mensaje envenenado, me vuelven loca esos tacones blancos. Cuando acaba el capítulo me doy cuenta de que están los dos roncando. Me encierro en el cuarto de baño y examino los cosméticos de mi madre con delicadeza. Tiene tres barras de labios. Una roja, una naranja y otra violeta. Un lápiz de ojos negro. Crema para la cara. Polvos de color claro, los que traen el envase con el dibujo de la palmera. Soy capaz de quedarme absorta en la palmera blanca sobre fondo verde una hora entera si nadie viene a molestar. Me asomo a su habitación. El ambiente es fresco y polvoriento. Domingo ha bajado la persiana y está tumbado boca arriba en calzoncillos. Al girarse para abrazarla se le sale un huevo por el lado derecho.

      Entro en la habitación despacio y llego de puntillas hasta la mesita de noche sobre la que descansa un ejemplar del Víbora. Es un número antiguo que ya conozco pero no me importaría nada echarle otro vistazo. Memorizo la posición que ocupaba, con la esquina superior rozando la base de la lámpara, el libro viejo encima y el mechero coronando el conjunto. Lo tengo. Entro en mi habitación y cierro la puerta. Lo aprieto contra mi pecho y pataleo emocionada porque este encuentro me va a suponer una dosis de energía completamente renovadora. El Víbora, el Tótem, el Creepy, el Makoki y Zona 84 son revistas para adultos y se supone que yo no tenía que haberlas visto nunca, pero es tarde. A estas alturas son tan importantes para mí que se han convertido en una necesidad básica. En ellas encuentro a los que ya son mis dibujantes y guionistas favoritos junto a María Pascual, la de los cuentos infantiles. Me amparan Liberatore, Tamburini, Manara, Nazario, Charles Burns, Robert Crumb, Miguel Ángel Martín, Horacio Altuna, Max, Shelton, Onliyú, Silvio Cadelo, Moebius, Crepax, Mónica, Beatriz, Pons, Jaime


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