Vozdevieja. Elisa Victoria

Vozdevieja - Elisa Victoria


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longevo salivando por mi alma. Desde aquel día pasó a llamarme socia, apelativo simpático capaz de resumir nuestras implicaciones a gusto de los dos. Reconozco que a mí tampoco me hacían gracia los romanticismos. En ese sentido estábamos en el mismo barco. Pronto hará tres veranos que vivimos juntos y su presencia todavía me coge por sorpresa en el pasillo. Cuando estamos solos algo me mantiene alerta, el mismo tipo de sospecha que imagino en los niños con hermanos impredecibles. La diferencia es que a él le han otorgado autoridad sobre mí. Sigo añorando la figura de un padre, pero si me dan a elegir, creo que Domingo me cae mejor.

      Mientras caminamos en busca de un paquete de Winston, suplico que nos desviemos para pasar por delante de la juguetería, mi fundamental fuente de consuelo en el barrio. Está cerrada, pero con mirar el escaparate me basta. El año se hace muy aburrido y los Reyes Magos son la única religión a la que me entrego, así que me apetece pensar en eso. La mayoría de los niños ha dejado ya de creer y yo misma he atravesado varias crisis de fe, pero hace tiempo que decidí aferrarme a estas migajas de inocencia con todas mis fuerzas.

      —Odio esperar a que lleguen los Reyes Magos.

      —¿Por qué?

      —Porque es muy largo y ya estoy pensando lo que me voy a pedir.

      —Venga, socia, no me digas que te tragas todavía esa pantomima.

      —¿Pantomima qué es? —pregunto frunciendo el ceño.

      —Una pantomima es un teatrillo de dudosa calidad.

      —¿Cómo? —exclamo haciéndome la tonta.

      —Una farsa.

      Me paro en seco en medio de la calle.

      —¡Oye, no te metas con los Reyes!

      —No me meto con los Reyes, te digo la verdad pura y dura.

      No quepo en mí de indignación.

      —Que tú no creas no significa que sea mentira.

      Me mira con una expresión cínica. Aligero el paso y lo alcanzo ansiosa.

      —¿Y cómo es que os vienen también a vosotros?

      —La Virgen, pues nos compramos regalos y nos los damos ese día.

      —Eso será a ti, mi madre cree en los Reyes y a ella le vienen.

      —Vamos a ver, te estoy diciendo que le compro yo las cosas.

      Enmudezco aplastada.

      —Bueno, bueno, si prefieres seguir con el cuento, allá tú.

      —¿Ah, sí? ¿Y cómo saben lo que quiero?

      —Porque se entera tu madre.

      —Pues hay veces que no digo nada y me llegan las cosas.

      —Porque se entera tu madre.

      Refunfuño. Me da mucha pena que al final no sea verdad.

      —Tu madre tiene sus métodos.

      Estoy sin argumentos, sin esperanza. No doy crédito a su brutalidad y sigo caminando en silencio.

      —Hija, lo siento.

      —No soy tu hija.

      —Bueno, pues mi socia.

      Es evidente que lleva razón él. He sacado el tema y ha respondido con honestidad. Debería agradecerle que no me tome por tonta. Pero voy a fingir que no le creo, que la otra versión me convence. Solo un poquito más. Es demasiado sabroso. No volvemos a hablar hasta llegar a casa. Domingo se viene fumando un cigarro que parece saberle a gloria. Frente al portal del bloque, la canción original de Banana Joe me viene a la cabeza. Adoro esa canción, ojalá no hubieran puesto ya la película para que siguiera sonando en los anuncios.

      —Oye, ¿cuántos Óscar tiene Bud Spencer?

      Domingo se troncha. Tira la colilla a la calle y entramos. No contesta.

      —¿Qué pasa, por qué te ríes?

      —Por nada, por nada.

      —¿Pero sabes cuántos Óscar tiene o no?

      —Ninguno, creo que ninguno.

      —¿En serio?

      —Estoy bastante seguro.

      —¿Pero eso cómo va a ser? ¡Bud Spencer es famosísimo!

      —Ya ves.

      —Pues yo pensaba que le habrían dado por lo menos cuatro o cinco.

      Se sigue riendo mientras subimos las escaleras y no entiendo por qué. Según mi criterio nadie se merece un Óscar más que Bud Spencer.

       2

      Soy la única de la clase que da Ética en lugar de Religión. Llevo ya cuatro colegios y siempre ha sido así. Al principio no sabía lo que significaba ética, confundía la palabra con hípica. Pensaba que me iban a enseñar todo sobre el mundo del caballo, que los demás eran unos pardillos, unos meapilas. Al final echaba la hora semanal con la maestra discutiendo sobre cruzar el semáforo en verde o en rojo, sobre buenos modales y dilemas morales sencillos. Me agradaba estar sola hablando con ella aunque aquello aumentara la sensación marginal que me perseguía como un duende cruel flotando junto a la oreja. Mi madre gasta bromas con la hípica e insiste en que puedo hacer lo que quiera. Creer en Dios, bautizarme, hacer la comunión, incluso montar a caballo alguna vez. Pero yo conozco a ese Dios y no quiero saber nada de él, concretamente desde el segundo día de guardería. El primero estaba sentada sola en la arena del patio deseando que alguien se acercara a jugar conmigo. Me reconfortaba llevar mi vestido favorito, el único que mi abuela no me había hecho, el único que me habían comprado. La falda y las mangas eran de rayas azules y blancas. En la pechera iba cosida una muñeca de espaldas con un sombrero en relieve adornado por un lazo rojo de raso que no me cansaba de acariciar. Una niña se acercó corriendo, arrancó el lazo y se marchó sin decir nada. Yo tampoco hablé. Una vez en casa, mi abuela se fijó.

      —Niña, ¿qué le ha pasado al lacito que traía el sombrero?

      Callé deshonrada, sintiéndome culpable.

      —¿Ya lo has perdido con lo que te gustaba?

      —Me lo han arrancado en la guardería.

      —¡Anda! ¿Y quién ha sido?

      —Una niña.

      —¿Tú le habías hecho algo?

      —No, yo no.

      —¿Y no le has dicho nada a la maestra?

      —No.

      Mi abuela se inclinó para hablarme con seriedad. Su dentadura mellada y verdosa no me daba ningún miedo.

      —Hija mía, tú no te preocupes porque a esa niña el Señor la va a castigar.

      —¿El Señor es Dios?

      —Sí, claro.

      La imagen de un Jesús dulce, castaño y barbudo emergiendo entre las nubes me inundó de consuelo y confianza. Pensé que se haría justicia, que bajo su designio todo se arreglaría solo, como si presenciar un castigo me fuera a servir de algo. A la mañana siguiente volví a la guardería segura como quien lleva un as en la manga. Me dediqué durante toda la jornada a observar fijamente a la compañera rabiosa. Vi a aquella niña erigir el mal con total impunidad a lo largo de muchos días sin recibir jamás escarmiento, lamentándome de no haber decidido resolverlo por mí misma, de haber adoptado una actitud pasiva de la que ya no sabía cómo zafarme. Humillada y estafada, miré con rencor el calendario de 1987 patrocinado por Jesucristo que colgaba en la salita hasta que se acabó el año. Hubo más calendarios pero jamás se me pasó el enfado. Tampoco ayudó a mejorar mi opinión sobre el catolicismo saber que las monjas le habían pegado a mi madre con la regla


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