Vozdevieja. Elisa Victoria
Splash. Sus nombres brillan con letras doradas en mi pecho y me muestran el camino de la salvación, igual que Daryl Hannah agitando la cola de sirena hacia las profundidades del mar. Creo que si no contara con este poderoso ejército me sentiría incapaz de seguir siendo una niña amable y dócil y caería en la más profunda apatía. En algunas portadas del Víbora pone «Comix para supervivientes», sello que me parece bastante hortera pero con el que me identifico de todas formas. En multitud de situaciones difíciles soy capaz de resistir con una sonrisa porque en las imágenes que contienen estas revistas encuentro una fuerza oscura y libre que me llena de esperanza. Bueno, no todas las imágenes. La mayoría son cómics y los hay tremendamente bonitos, divertidos, refrescantes. Pero también los hay feos y retorcidos y nunca sabes lo que te vas a encontrar. Ante las estampas más desagradables, si la historia no tiene gracia y el dibujo es malo, cierro de golpe la revista y quisiera poder vomitar las páginas como quien vomita langostinos en mal estado. En esos casos acudo al cuarto de baño y me lavo la cara y las manos tratando de deshacerme de lo que he visto inútilmente. Otras veces las escenas son espeluznantes pero están bien contadas y los dibujos me gustan. Entonces me quedo atrapada mirando y me invade una admiración peculiar que no sé cómo interpretar. Gracias a la información que me brindan vivo hirviendo. Conozco bien el vocabulario más salvaje, el mundo de los secuestros, las torturas, los suicidios, los asesinatos, las enfermedades mentales, las drogas y las perversiones avanzadas. También me han enseñado historias fantásticas sobre superheroínas implacables, mutantes, ciborgs, flores capaces de amar con delicadeza y pasión, juventudes inadaptadas llenas de rabia y melancolía, posibles mundos futuros, escenarios de ensueño, planetas lejanos, interesantísimas prácticas sexuales, chistes que nunca hubiera imaginado. Estas revistas me han proporcionado las experiencias más intensas que he conocido. Si aprendí a leer tan rápido fue de pura impaciencia porque no podía esperar a enterarme de todo lo que había en las viñetas. Soy consciente de que me llenan la cabeza de ideas para las que quizá no esté preparada, pero por otro lado me traen tales cantidades de belleza y libertad que si tuviera que elegir entre las revistas y las muñecas no sabría qué hacer.
De la mesita de noche hoy he capturado el especial de Navidad de 1989, un número bien jugoso que ya había estado en mi poder pero que se ha llevado desaparecido meses. Al parecer contenía un póster de Liberatore que nunca he llegado a ver. Ay, Liberatore, le debo tanto a esa persona. ¿Seré yo su fan más joven, seremos muchos los menores de diez años encandilados por su forma de colorear, escondidos en habitaciones mientras los padres duermen la siesta? En la portada hay una niña en bragas rodeada de Reyes Magos que le traen películas porno y juguetes guarros de todo tipo. Le tengo cariño a esta portada. Representa todo lo que en mi infinita ingenuidad esperé de la vida durante una corta etapa. La etapa en la que pedía perdón al suelo por haberme caído encima. Al final el suelo tampoco era mi amigo y no podía besarme el culo. Cuántas ilusiones rotas.
3
Es viernes. Mi madre viene a recogerme en coche a la salida del colegio con una maleta y una selección bastante acertada de juguetes. Vamos directamente a comer a casa de la abuela. El camino en coche quema y resulta aburridísimo. No tenemos aire acondicionado. El calor me inspira sentimientos contradictorios. Es como si acentuara los dolores y al mismo tiempo los destilara y los llenara de color. El brazo de mi madre cuelga por fuera de la ventanilla con un cigarro entre los dedos duros y gastados. Su piel brilla como la de una gitana pálida. Examina desafiante a todos los conductores que la rodean. Presta atención a los juguetes que más me interesan, me levanta la mano envuelta en ira a menudo, siempre lleva la escopeta cargada dispuesta a defender nuestra trinchera. En la vida todo es guerra a mayor o menor escala, me dice. En ella parece muy fácil y natural actuar como una guerrera. Temo estar decepcionándola en lo que a agallas se refiere. También siento que en otros aspectos está orgullosa de mí. Me explica que el mundo es un sitio feo y sucio lleno de contraluces, que la gente como nosotras tiene que prepararse para muchos obstáculos que salvar, la mayoría injustos y desorbitados, pero que si le echas valor puedes saltarte lo que sea. Nos podemos saltar a un tío de dos metros con un hacha en la mano si hace falta. Ella a piola. Yo, escalando su cuerpo como una ardilla, poniéndole ojitos a la altura de la cabeza, clavándole un abrebotellas en la nuca cuando esté confiado al estilo de las niñas letales de RanXerox. Nuestra relación es muy intensa, muy estrecha. Me ha tocado nacer en un hogar frágil y cambiante. Lo único que permanece en mi vida es ella. Donde esté ella estará mi casa. Gestiona miedos, precauciones, peligros, instintos animales de todo tipo, y esa gestión la combina con el constante cuidado del entorno y de sí misma. Nos sentimos igual, atacadas por pulsiones poderosas como camiones, muy difíciles de parar. Si por ella fuera se entregaría al vicio sin dudar, como yo. Las dos lo sabemos. Ojalá pudiéramos hablar de ello, pero se hace raro. Esa soltura es muy difícil de alcanzar. Por otro lado me incomoda imaginar la conversación. No pasa nada, no hace falta que lo hablemos. Está en el aire. Ella sabe que no he nacido para ser su hija y yo sé que ella no podía sentirse más lejos de estar preparada para ser madre cuando parió. Estamos aquí por casualidad, resistiendo las tentaciones como un favor de la una para la otra. Es muy duro. Mi casa es un escondrijo lleno de fugitivos.
La sencillez de la placita de la abuela es un alivio. Me gusta que los escenarios se repitan. Al llegar me siento bastante sociable, coincido con Cristina en el patio y me pongo muy contenta de apreciar que se alegra de verme. Quedamos en llamarnos después de la siesta para jugar. Espero ser capaz de mantener mi palabra. La abuela se está fumando un cigarro con cara de mala leche porque hemos llegado tarde.
—¡Hace veinte minutos que está aquí el puchero muerto de risa! —reprocha desde la silla en cuanto entramos por la puerta.
—Pero mamá, ¿y qué culpa tengo yo de que sirvas la sopa antes de tiempo? Si sabes que siempre llego un poco tarde, ¿por qué no te puedes esperar una mijita?
—¡Porque si me has dicho que llegabas a las dos y media lo más normal es que yo os tenga la comida preparada a las dos y media!
—¿Pero tú por si acaso por qué no te esperas a que lleguemos para servir los platos, coño?
Sé cómo acaba esta rabieta y es un tostón. Tiene razón mi madre, así que le hago la pelota a la abuela para que se olvide del asunto. La abrazo y celebro el menú, que incluye croquetas, pringada, pan, refresco y postre. Nos comemos el puchero a temperatura ambiente, que tampoco es para tanto teniendo en cuenta que en la calle se rozan los cuarenta grados. De postre se puede elegir entre arroz con leche, compota de manzana, sandía, helado y fresas con yogur. Me ofrezco voluntaria para traerlos yo. En la cocina a esta hora hay un contraste entre la temperatura de dentro y el fuego que llega desde el patio de atrás que me revuelve las tripas de placer. La estancia es larga y estrecha, una mitad fresca y la otra ardiente. Los muebles tienen una textura plástica muy poco seria, con tonos claros y esquinas redondeadas. Cuando era pequeña estaba deseando ver cómo era desde arriba el cajón de los cubiertos. Al entrar voy directa al armario de las galletas, lo abro e inspecciono el primer estante. Me pongo de puntillas y me asomo al segundo. Hay tortas de Inés Rosales, picos de los largos, galletas de chocolate y pan. No me quejo. Desde abajo veo que en el tercer estante no hay nada interesante. Ojalá llegara hasta ahí por mí misma. Meto las galletas en el frigorífico y recolecto los postres que me han pedido. Voy a tener que dar dos viajes. Dos tortazos de calor son mejores que uno. Te entran el doble de ganas de cagar.
Pronto están las dos roncando con la tele puesta, una en la silla y otra en el sofá.
—Despiértame a las cinco —murmura mi madre con los mofletes blandos.
La bendita siesta. Me estaba reservando el mojón para echarlo con la puerta abierta, la luz apagada y toda la tranquilidad del mundo. Estoy sentada con los pies colgando del váter. La puerta está justo frente a mí. Me quedo mirando el calendario que cuelga al otro lado del salón, en la entrada de la cocina, y de repente me entra miedo. Durante los dos primeros segundos intento plantarle cara pero rápidamente levanto el culo para encender la luz fluorescente. Se enciende el rosa de los azulejos mientras se rompe el mojón y al caer el trozo salpica. Qué le vamos a hacer. Las horas libres se caracterizan por estar sembradas de peligros.