Lola, memorias de una perra. Daniel Carazo Sebastián

Lola, memorias de una perra - Daniel Carazo Sebastián


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y los ronquidos de mi madre —roncaba, ¡vaya si roncaba!—, pero aquellos sonidos iban llegando progresivamente y, poco a poco, me fui familiarizando con ellos. Todo lo contrario de la primera vez que escuché la voz de Ramón:

      —¡Vamos, perra! Sal de ahí un rato, coño, que te vas a poner gorda.

      La fuerza de su voz me asustó, era fuerte y ronca, brusca, algo desagradable. Rápidamente relacioné que, cuando escuchábamos la voz de Ramón, mi madre se ponía atenta, movía el rabo y salía veloz de la caseta, por eso deduje que sus salidas los días previos estaban relacionadas con él. Siempre fue fiel a su humano.

      Para mayor sorpresa mía y cuando ya me estaba acostumbrando a escuchar, algo muy brillante volvió a sorprenderme. Esa nueva sensación no entraba por los oídos, ni fue progresiva; fue diferente, no dolía y, cuando me iba adaptando a ella, me empecé a estimular para disfrutarla y querer saber más de su origen. El motivo de este nuevo cambio no fue otro que el inicio de un nuevo sentido en mi cuerpo: la vista. Por primera vez, mis ojos, cerrados por completo hasta ese momento, se habían abierto.

      Recuerdo que, una vez superado el destello inicial que me había deslumbrado al despegar por primera vez mis párpados, lo primero que vi con algo de claridad fueron los ojos de mi madre, fijos en mí, como si ella supiera lo que iba a pasar. Yo no tenía la capacidad de enfocar, ni por supuesto la agudeza visual que he adquirido posteriormente con la edad, pero recuerdo su mirada como si la estuviera viendo ahora mismo. Mi madre tenía los ojos marrones, circundados por unas manchas oscuras —consecuencia de la falta de condiciones higiénicas— que no les impedían transmitir ternura y amor. Aquellos ojos expresaban perfectamente lo que sentía mi madre hacia mí, y aquella primera impresión me marcó también de por vida. A partir de aquel momento, y durante el poco tiempo posterior que estuvimos juntas, bastaba una mirada entre las dos para que nos lo expresáramos todo, desde el cariño hasta la autoridad.

      A partir del oído y la vista —dos grandes cambios— quise explorar y conocerlo todo. Por ejemplo, pude ser consciente de que dentro de la caseta teníamos zonas oscuras, y por lo general más calentitas, y zonas más luminosas, también más frías; lo que me permitió mejorar algo mi bienestar. También descubrí a mis hermanos, a aquellos cuerpos peludos con los que me podía relacionar de manera más consciente.

      Estos dos sentidos me permitieron ser más independiente, y el hecho de querer verlo todo fue el trampolín que necesitaba para dar un salto progresivo en cuanto a mi actividad motora. Hasta aquel momento me limitaba a arrastrarme por el suelo de la caseta, pero era tanto el esfuerzo que me requería hacerlo —y lo tenía todo tan a mano— que no me esforzaba casi nada. Con el nuevo afán exploratorio quería llegar a todos los rincones, y eso me obligó a usar las patas, a intentar plantarlas para levantar mi pesado cuerpecito y poder desplazarme con más efectividad. Evolucioné de forma progresiva y, para desgracia de mi madre, rápida, además de hacerlo casi al mismo tiempo que mis hermanos. Digo «para desgracia» porque pasamos de ser un grupo fácilmente controlable a ser una banda desorganizada en constante movimiento y revolución. Ya os podéis imaginar el descontrol cuando decidimos que nuestra caseta se nos había quedado pequeña y nos planteamos conocer el mundo exterior.

      El primero que salió fue mi hermano menor, siempre fue el más avanzado, pese a tener unas horas menos que nosotros. Una mañana lo busqué para arrimarme a él, y no lo encontré. No estaba en ninguna de las esquinas de nuestro pequeño mundo. Mi madre parecía no darse cuenta de su ausencia, pues se limitaba a descansar —agotada como estaba— tras habernos alimentado, limpiado y recogido. No sabía qué hacer. Empecé a gimotear y a incomodar a mi madre intentando que ella lo buscara, pero lo que me gané fue una reprimenda por su parte y una orden de callar y dejarla en paz. Me quedé tumbada, pensando, y entonces observé de que el plástico que nos separaba del exterior no estaba colocado como siempre: una pequeña esquina se había quedado levantada y dejaba pasar una corriente de aire fresco. Armándome de valor me acerqué, olisqueé y, cuando ya estaba decidida a asomarme, la voz de Ramón me hizo retroceder:

      —¿Esto qué es? Hay que joderse, que te vas a cagar por todos los lados. ¡Anda para dentro!

      Su gran manaza lanzó dentro de la caseta a mi hermano, que cayó dando varias vueltas de campana sobre sí mismo hasta toparse con la pared del fondo. Me acerqué rápidamente hasta él. Estaba frío a la vez que excitado y nervioso; de hecho, su primer impulso tras recuperarse del revolcón fue volver a la entrada de la caseta. Preocupada por él, intenté evitar que lo hiciera, quería impedir que se llevara otro golpe como el que acababa de sufrir, pero finalmente no hizo falta porque fue mi madre quien, molesta con él por haber interrumpido su descanso, le cogió del pescuezo y le obligó a que se tumbara a su lado sin rechistar. Aquella no fue más que la primera vez que mi hermano accedió al exterior de la caseta… y el desencadenante para que todos nosotros quisiéramos imitarlo.

      La primera vez que salí yo fue una tarde en la que no entraba demasiado frío del exterior. Ya hacía unos días que me asomaba y estudiaba el mundo de fuera de mi entorno. Recuerdo perfectamente aquella luz: una claridad que contrastaba con la penumbra de la caseta y que, hasta que me acostumbré, me hacía daño en los ojos. Tenía tal sensación de inmensidad que no acertaba a ver los límites del patio donde nos habíamos criado. Por fin, un día, sin un motivo especial más que asistir a las cada vez más frecuentes salidas de mi hermano, me atreví y salté fuera de la caseta. Cuando toqué el suelo, lo percibí frío, húmedo y resbaladizo. Inmediatamente se acercó mi hermano, feliz de que alguien se uniera por fin a sus expediciones, y me animó a que le siguiera por todos los lados, orgulloso de ser mi guía en la exploración del nuevo mundo. Me enseñó la esquina donde se almacenaba la basura de varios días, la zona de la vieja barbacoa donde mi madre ocasionalmente disfrutaba con Ramón de agradables tardes compartiendo filetes, el almacén de maderas viejas —prácticamente podridas— mezcladas con hierros y una multitud más de utensilios que yo no conocía. Lo que más me gustó de todo lo que vi fue el único trozo de terreno que parecía estar cuidado y limpio: el huerto de Ramón, donde luego supe que mi humano pasaba las horas muertas por allí. Estaba vallado —seguramente, para evitar nuestro paso—, aunque mi hermano ya había descubierto un agujero en la alambrada que le permitía acceder al interior sin problemas. Entré con él y jugamos, corrimos y mordisqueamos las plantas. Hicimos todo lo que puede hacer un cachorro de apenas mes y medio de edad, entre lo que se incluía —cómo no— dejar nuestras deposiciones sin ningún orden ni cuidado.

      Con el paso de los días y el aumento en la frecuencia de nuestras salidas de la caseta —a las que también se unieron nuestros otros hermanos—, aquel huerto fue nuestro lugar predilecto de estancia y juegos. Nosotros estábamos encantados, pero Ramón empezó desesperarse al darse cuenta de que, en cuanto él se despistaba, allí que nos plantábamos. Era en su huerto donde más nos divertíamos, y donde a él más le enfadaba encontrarnos.

      —¡Me cago en todo, con los perros estos!… ¿No tendréis otro sitio dónde ir a estorbar?

      Y nos cogía de muy malas formas para meternos en la caseta e increpar a nuestra madre.

      —¡Hazte cargo de ellos, perra, que los quito de en medio rápido, eh!

      Y nuestra madre, preocupada, se esforzaba —sin ningún éxito— para que no volviéramos al famoso huerto.

      Capítulo 3

      Separación

      Lógicamente, a medida que íbamos creciendo, nuestra madre fue perdiendo la batalla por nuestro control y, al mismo tiempo, Ramón se cansó de pisar nuestras cacas esparcidas por todo el patio y de tener que estar cada vez más a menudo pendiente de nosotros. Fue entonces cuando, desesperado, decidió empezar a disgregar a nuestra pequeña familia.

      El primero en desaparecer de nuestro lado fue mi hermano menor —será porque seguía siendo el más espabilado—. Recuerdo la tarde en que, a pesar de que no estábamos alborotando —pues estábamos tranquilamente sesteando encima de una vieja colchoneta—, Ramón apareció en el patio extrañamente feliz. A nosotros seguía sin mostrarnos excesivo afecto; aun así, nos alegramos una vez más de verle, nos espabilamos y empezamos a rodearle los pies moviendo


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