Lola, memorias de una perra. Daniel Carazo Sebastián
que escuché por primera vez ese día: Lola, mi propio nombre. Unos padres no pueden ofrecer un bautizo más bonito y original que el que me dieron a mí los míos.
Finalizada la tarea de la higiene me sentí tan cansada y relajada que ya solo me quedaron fuerzas para buscar un sitio tranquilo y dormirme por fin un rato. Limpia, calentita, masajeada, mimada… ¿Qué más podía pedir?
Tampoco fue posible. Dani se despidió de Bea y de la otra humana; que, por cierto, había dejado de arrugar la nariz. Aquella mujer se acercó para plantarme un par de sonoros besos y dijo:
—¡Qué cosita, por Dios! Ahora sí que da gusto tocarla.
Entonces, Dani me cogió en brazos y me metió en una extraña caseta, muy diferente y bastante más grande de la que teníamos en el patio de Ramón. Me depositó en el suelo, encima de una alfombra suave, seca y algo vieja, me acarició y cerró la puerta por la que me había introducido. No me dio tiempo a pensar dónde estaba cuando le vi aparecer por otra pared de la caseta, en la que había otra puerta. Entró y se sentó a mi lado, en un sitio más alto, no en el suelo. Ya me iba a levantar para intentar subirme encima de él cuando escuché un ruido extraño y, de repente, aquella caseta empezó a moverse. ¡Qué susto! No entendía qué estaba pasando. El instinto me hizo aplacarme contra el suelo para no caerme, no quise ni mirar a mi alrededor. Por segunda vez durante ese día, empecé a sentir un horrible de mareo; prácticamente igual al que había tenido cuando Ramón movió tanto la caja de cartón en la que me había metido al salir de su patio y me trajo a casa de Bea. Me daba pánico vomitar y mancharme otra vez; sobre todo, estando tan limpia como me habían dejado. Menos mal que, con mucho esfuerzo, conseguí controlarme y evitar el desastre. Al no estar a oscuras como dentro de la caja, pude fijar la vista en uno de los cristales de la extraña y móvil caseta y concentrarme en observar cómo pasaban por allí los árboles y las nubes del cielo. Eso debió de ser lo que me dio algo de tranquilidad, y por eso no me descompuse. Aun así, no me moví en todo el rato en el que la caseta lo hacía por mí. Llegué a pensar que era el propio Dani quien la movía, porque vi que él se agarraba a una cosa redonda y movía los brazos a un ritmo parecido al bamboleo del habitáculo. De vez en cuando, Dani me miraba y me hablaba, o me acariciaba rápidamente; lo cual me tranquilizaba un poco. Además, el hecho de que él estuviera allí dentro conmigo me hacía pensar que no nos podía pasar nada malo: él, al contrario que yo, se había metido dentro de aquella caseta voluntariamente.
Seguramente aquel sufrimiento no duró mucho, aunque a mí se me hiciera una eternidad. La caseta se movía y se paraba constantemente. Cada vez que se detenía, yo pensaba que ya iba a ser la definitiva; pero, cuando me quería despegar de la alfombra para levantarme, reanudaba el movimiento y me veía obligada a retornar a mi efectiva posición para evitar el mareo. Por eso, cuando por fin se paró por última vez, no me fie del todo y me mantuve muy quieta. Dani me miró y sonrió. Soltó la cosa redonda a la que se agarraba tanto y me acarició una vez más.
—Pobrecita, ¿te has mareado? Ya te acostumbrarás, no te preocupes.
Salió de la caseta por su puerta y reapareció por la puerta de mi lado. Yo seguía tumbada. Me cogió en brazos y, silbando tranquilamente, echó a andar como si no hubiera pasado nada.
—Ahora vas a conocer a todos… pórtate bien —me dijo—, que nunca hemos tenido perro en casa.
Capítulo 5
Familia
Me relajé en sus brazos —pensando que no había entendido realmente lo que me había dicho Dani— hasta que me sobresaltó un grito:
—¡Aaaah! ¿Qué llevas ahí?… No me digas que es…
Yo estaba medio dormida; agotada y mecida por mi nuevo humano había vuelto a encontrar un momento de tranquilidad. Desde que salimos de la extraña caseta ni me fijé por dónde habíamos ido. Solo quería descansar. Por eso aquel grito me asustó y me puso en guardia, de una manera tan brusca que casi caigo de mi refugio.
—¡Mamá, que la asustas! —intervino Dani cogiéndome una vez más en el aire.
Cuando me repuse del sobresalto, miré a mi alrededor. Estaba en una estancia totalmente desconocida. Adiviné que era dentro de una casa porque no se veía el cielo. Enseguida me llamaron la atención los dos humanos nuevos que estaban allí y me observaban con los ojos muy abiertos.
Al fondo de la sala, sentada en una silla —que, por cierto, parecía muy cómoda—, una humana no podía quitar su mirada de mí; ni pestañeaba, estaba como hipnotizada. Curiosamente, tenía la boca abierta, pero no decía nada. Creo que fue ella la que había gritado anteriormente. Por fin se levantó y se acercó a nosotros. Hizo algún ademán de acariciarme; aunque, en cuanto yo movía un milímetro mi cuerpo, ella retiraba la mano asustada y se reía nerviosa. Me di cuenta de que Dani se reía con ella y, como vi que el momento parecía relajado, intenté lamerle la mano en uno de sus tímidos acercamientos. No debí de interpretar bien aquel juego, porque lo único que conseguí a cambio fue otro grito y que volviera rápido a su silla.
El otro humano nuevo allí presente estaba sentado un poco más cerca, en otra silla muy parecida. Era como Ramón —es decir, era un macho—, pero transmitía una sensación totalmente diferente a la de mi antiguo humano: mucho más agradable y atrayente, muy relajante. También me estudiaba con curiosidad. A diferencia de la humana, él estaba muy sonriente; de hecho, enseguida se levantó y vino hacia mí. Después de la experiencia con la humana, cuando vi que me iba a tocar intenté subirme por los brazos de Dani para evitarlo y, sin que yo entendiera nada, empezaron los dos a reírse. Esta vez fue el propio Dani quien me ofreció para que me agarrara con sus manos aquel humano desconocido, al tiempo que dijo:
—¿Os gusta? Se llama Lola.
Recuerdo que en aquel instante pensé en el empeño que tenían los humanos para imponerme su voluntad. Yo no quería cambiar de manos, pero una vez más no me dieron la opción de elegir. Además, me manejaban con tanta facilidad que no tenía la más mínima posibilidad de escaparme: no me quedaba otro remedio que someterme y dejarme hacer. El nuevo humano me sujetó con cuidado, sin hacerme ningún daño —de manera muy diferente a como lo hacía Ramón—. Me empezó a acariciar detrás de las orejas, y rápidamente conecté con él. Así, en aquel día tan intenso, conocí a alguien que posteriormente iba a ser muy importante en mi vida: Dani le llamaba «papá». Yo aprendí después que su verdadero nombre era Juan. Nunca olvidaré aquel primer contacto con él: me levantó en el aire y, sin dejarme caer, me miró desde todos los ángulos posibles, incluso explicó que me parecía a algún perro que había tenido él anteriormente.
Al momento, me dejó en el suelo y se quedaron los tres humanos mirando, a ver qué hacía. Hasta la humana asustada se volvió a acercar; eso sí, manteniendo cierta distancia. Al principio me quedé inmóvil y bloqueada, esperando la reacción de los humanos, y ellos solo me miraban —esperando, quizá, la mía—. Aquello me ayudó a reflexionar que, hasta ese momento, todas mis nuevas experiencias estaban siendo buenas; no me podía quejar, así que decidí dejarme llevar por mi instinto y empecé a husmear a mi alrededor para reconocer el terreno donde estaba. Con prudencia me fui desplazando por la estancia, inicialmente alrededor de los pies de Dani y, poco a poco, fui ganando confianza y ampliando el círculo de acción, cotilleando por todos los lados. Me impresionó que el suelo estuviera tan limpio —incluso brillaba— y fuera muy resbaladizo: se me iban las patas y constantemente me pegaba culetazos; lo cual no me gustaba demasiado, pero a los humanos les debía de divertir mucho, porque no dejaban de reírse y de comentar cada patinazo.
Como no podía ser de otra manera, los problemas no tardaron en llegar: empecé a tener unas ganas terribles de hacer pis. También fui consciente de que, desde que me había hecho de todo en la caja donde me había transportado Ramón, no había vuelto a aliviarme; y eso me apuró más todavía. Los humanos estaban a lo suyo y no se dieron cuenta de mi necesidad. Dani estaba dando muchas explicaciones a la humana sobre mi llegada y mi estancia allí. Yo intentaba llamar su atención, estaba cada vez más nerviosa, y no había manera de que me hicieran caso. Decidí entonces buscar por aquel suelo tan brillante un