Lola, memorias de una perra. Daniel Carazo Sebastián

Lola, memorias de una perra - Daniel Carazo Sebastián


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de darse cuenta entonces de lo que me pasaba, parecían disfrutar todavía más con mi repentina actividad.

      —Fíjate cómo va cogiendo confianza. Tiene toda la pinta de ser muy lista —exclamó Juan.

      «¿Confianza?». Miedo a hacerme pis allí en medio era lo que tenía. ¿Es que no se daban cuenta? Al final no pude más y, a falta de encontrar ese rincón sucio, me intenté esconder todo lo que pude debajo de una mesa, agaché el culo y… por fin, no podía más, casi reviento de haberme aguantado tanto.

      Dani inició una risa ahogada que fue rápidamente abortada por una orden de la humana.

      —Me lo imaginaba. Ya sabes lo que tienes que hacer.

      Dicho esto, ella volvió a su silla e, ignorando la situación, siguió con sus quehaceres.

      Juan sonrió y, mientras él me cogía en brazos, Dani fue a por algo para recoger mi orina —que, por cierto, era enorme—. Tuvo que mover la mesa y todo para recogerla entera. A pesar de que yo me temía lo peor, esta vez no me regañaron —menos mal—, pues creo que eran conscientes de que la culpa había sido suya por no haberme explicado dónde tenía que hacerlo. ¡Cuánto les faltaba por aprender todavía a estos humanos!

      Ya más tranquila pasé un ratito en compañía de los tres, pero yo estaba agotada y, finalmente, Dani me llevó a otra estancia; esta vez más pequeña y con un suelo más frío, aunque igual de limpio. Recuerdo que allí olía fenomenal e intuí al momento que el origen de dicho aroma debía ser comida, ya que alguna vez, en el patio de Ramón, nos venían olores parecidos desde dentro de la casa y nos encantaba disfrutarlos. Incluso en alguna ocasión Ramón había llevado a mi madre algo para comer que olía parecido. Aquella comida era una de las pocas cosas que ella no compartía con nosotros, y mis hermanos y yo interpretamos que teníamos que ser mayores para probarla, respetando siempre su decisión. Por otro lado, yo creo que mi madre pasaba tanta hambre que no nos habría dejado romper aquella regla.

      —Este va a ser tu cuarto, Lola —Dani me sacó de mis recuerdos—, al menos hasta que crezcas, luego ya veremos. Verás que bien vas a estar aquí.

      Dicho esto, me llevó a una esquina, al lado de una fuente de calor que brotaba de un extraño armatoste metálico pegado a la pared, y me colocó encima de un colchón impresionante, superacolchado, suave y ¡sobre todo, seco! Un lujo. Me quedé allí quieta, disfrutándolo y preparándome para dejarme llevar por los brazos de Morfeo, cuando Dani me interrumpió de nuevo para acercarme dos recipientes: uno con agua —limpia, como todo lo que había en esa casa— y otro con unas bolitas marrones que no olían mal, aunque tampoco eran para desatar pasiones; de hecho, ni me fijé prácticamente en ellas. Cuando Dani percibió mi desprecio hacia aquellas bolitas, me las acercó un poco más. Yo lo miré intentando adivinar qué quería que hiciera con ellas, pero no me daba pistas, solo cogió unas pocas y las dejó en el suelo, a mi lado. Recuerdo que pensé «es posible que quiera jugar…». Con lo agotada que estaba, no me apetecía nada; pero, por otro lado, no quería hacerle un feo a mi nuevo humano, así que salí de mi nuevo colchón y le di unas patadas a las dichosas bolitas. Aquel simple gesto hizo que Dani se riera y que yo pensara que había acertado: eran unas bolitas para jugar con él. Repetí entonces unas cuantas veces más la acción y volví a tumbarme en cuanto pude.

      —Bueno, Lola —me dijo acariciándome—, estarás agotada. Mañana será otro día y ya comerás.

      «¿Cómo?». Aquello me hizo nuevamente recordar otro tema: ¡llevaba todo el día sin probar bocado! Un hambre voraz me invadió de repente, y tuve claro que así no podría dormir. Me levanté e intenté decírselo a Dani, lo perseguí por todo el cuarto, intenté enredarme entre sus pies para que me hiciera caso. Él —yo ya empezaba a descubrir que era muy terco— estaba afanado en una nueva tarea, y no me prestó la más mínima atención. Estaba forrando el suelo alrededor de mi colchón con unos cartones muy finos, igual de calentitos que los que —si había suerte— nos ponía Ramón para dormir en su patio; aunque, a decir verdad, al ser tan finos eran mucho más incómodos. Una vez más no entendí a Dani: teniendo el supercolchón, ¿para que iba yo a tumbarme en aquellos cartones? Ni en lo más mínimo se me ocurriría hacerlo. Interpreté que, a pesar de lo ilógico de su acción, lo estaría haciendo por mi bien, y por eso le dejé hacer. Cuando por fin terminó, me quedé perpleja al comprobar que se limitaba a darme un par de caricias y a decirme:

      —Y ahora, a dormir. Lo tienes que hacer sola si no queremos problemas, es lo pactado.

      Me colocó nuevamente en el colchón y salió de allí cerrando la puerta, dejándome prácticamente a oscuras.

      No duré quieta ni cinco minutos.

      Capítulo 6

      Soledad

      Lo primero que sentí en aquel momento fue el silencio y la soledad. Para mí fue una sensación nueva, fui consciente de que nunca había estado sola, había vivido acompañada constantemente de mis hermanos o de mi madre. Aguanté un rato quieta, esperando a que vinieran a por mí o a estar conmigo. No ocurrió nada de eso, por lo que decidí pasar a la acción.

      Me levanté del supercolchón y empecé a cotillear por aquella estancia. En un principio aquello me entretuvo bastante, porque estaba en un paraíso olfativo. La consecuencia de aquella acción fue que la sobredosis de olor a comida me exacerbó aún más el hambre; y el silencio potenció la idea de abandono, por lo que cada vez me ponía más nerviosa. En la semioscuridad encontré la puerta por la que había salido Dani. Estaba totalmente cerrada, solo por el resquicio inferior percibí indicios de movimiento al otro lado. Rasqué un poco en la madera intentando llamar la atención de mi nueva familia humana; aunque no pretendía molestarles, tampoco quería que me dejaran allí toda la noche. Tras insistir un rato, solo obtuve como resultado una voz firme al otro lado:

      —¡Quieta, Lola, acuéstate que ya es hora!

      No se daban cuenta de que justo era eso lo que yo quería: dormirme y descansar; podía aguantar el hambre —ya me había acostumbrado a eso en casa de Ramón—, pero el cansancio no. Como seguían sin venir conmigo, seguí rascando la esquina de la puerta, quizá aumentando el nivel de energía en mi protesta. Tras conseguir únicamente que Dani hiciera dos o tres intentos más de silenciarme llamándome la atención desde el otro lado, entendí que era imprescindible cambiar de estrategia, pues él no entraba a cogerme y yo tenía claro que no iba a pasar allí sola toda la noche… ¡me daba pánico! Entonces surgió de mi interior algo que ni yo misma sabía que tenía. Hasta aquel momento había gimoteado, había gruñido y había expresado sentimientos vocales hacia mi madre o mis hermanos, pero nunca había emitido un sonido lastimero como el que brotó de mi garganta aquella noche. Al oírlo, yo misma me asusté: «¿era posible que aquel tono de voz saliera de mí?». Lo fui repitiendo, comprobando que efectivamente lo generaba yo y que, además, según lo entrenaba, podía modularlo y subir —aún más— el volumen. En esas estaba, gime que gime, cuando por fin la puerta se abrió despacio y apareció Dani al otro lado:

      —Chissssssssst… calla, Lola, que nos echan de casa —me dijo hablando bajito.

      ¡Me puse contentísima! Por fin me había hecho caso. Empecé a corretear por la habitación demostrando mi alegría, dando saltos al supercolchón y volviendo rápido a sus pies. Él me miró divertido y me dejó hacer un rato; luego me cogió en brazos, me estuvo acariciando y masajeando para relajarme y, sorprendentemente, volvió a dejarme acostada.

      —Y ahora a dormir ya, Lola, pórtate bien.

      Cuando vi que me volvía a dejar igual que antes y que su intención era irse, me levanté e impedí que cerrara la puerta —casi consiguiendo que me pillara a mí con ella—. El proceso se repitió varias veces: cada vez que él intentaba irse, yo me levantaba y me trababa entre sus pies. Me estaba quedando ya sin fuerzas; pero, si él quería jugar, no iba a ser yo quien estropeara el momento. Finalmente, Dani decidió sentarse a mi lado y acariciarme sin descanso buscando que me durmiera. Fue muy listo, porque no me pude aguantar y, entre arrullo y arrullo, me quedé inconsciente.

      No sé cuánto


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