Lola, memorias de una perra. Daniel Carazo Sebastián
orgullosa, era un honor que me dedicara ese privilegio por delante de mis hermanos.
—Tú eres perra. Serás la siguiente, que hoy no te toca.
Y me tiró a la colchoneta. Me hice algo de daño al caer pero, como mis hermanos seguían llamando la atención de Ramón, volví corriendo hacía él. Entonces prendió a mi hermano menor, sonrió al verle la tripa y, sin soltarlo, se dio la vuelta para salir del patio dispuesto a entrar de nuevo en su casa. Mi madre se colocó hábilmente delante de él, estorbándole el paso. Ramón la miró un momento, se volvió a fijar en mi hermano —que intentaba zafarse de su manaza— y dijo:
—Quita de en medio, ¿qué pensabas, que ibas a vivir siempre con ellos? Voy a ver si gano al menos lo que comes, cosa que veo difícil.
Mi madre, veterana en aquellas lides, esquivó con audacia la patada que lanzó Ramón, y no tuvo más remedio que dejarle ir. Recuerdo que nosotros nos quedamos al pie de la puerta por donde había desaparecido Ramón, intentando llamar su atención con nuestros débiles ladridos. Él ya no volvió con nosotros. Lo que más nos extrañó fue que mi madre no nos reprendiera por el escándalo; muy al contrario: se metió sin decir nada en la caseta y no salió en toda la tarde. Cuando me cansé de corretear por allí, esperando a que volviera mi hermano y deseando que me contara la aventura que había vivido, entré en la caseta para arrimarme un rato al calor materno. Mi madre no me esquivó, tampoco me hizo mucho caso. Me tumbé a su lado y —lo creáis o no— la sentí llorar. Era un lloro silencioso, interno, que intentó disimular para no preocuparme, pero a mí no me engañó: estaba triste, muy triste. Y, sin saber muy bien por qué, empecé yo también a llorar. Gimoteé todo lo alto que pude. Eso llamó la atención del resto de mis hermanos y les hizo venir veloces a ver qué pasaba e, inconscientemente, se fueron contagiando del sentimiento de tristeza. En poco rato estábamos los tres agotados y acurrucados al lado de mi madre, ya medio dormidos, mientras ella continuaba con su particular duelo.
Mi hermano nunca volvió y, aunque yo notaba que mi madre no abandonó del todo su tristeza, al cabo de los días volvió a actuar con Ramón como si nada hubiera pasado. Volvía a seguirlo fielmente cada vez que la llamaba y le mostraba la fidelidad acostumbrada. También continuaba con su empeño en controlarnos para evitar que nos metiéramos en problemas, siempre con el objetivo de que Ramón se fijara lo menos posible en nosotros. Mis hermanos y yo no entendíamos lo que había pasado y, a pesar de echar de menos a nuestro hermano menor —que había sido nuestro principal inductor a la juerga y a la exploración de nuevas experiencias—, volvimos rápidamente a escabullirnos de aquel control y a trastear por todo el patio… y enfadando con ello todavía más a Ramón.
Hasta que me tocó irme a mí.
Fue otra tarde, en la que relucía un sol espléndido que, sin embargo, no llegaba a calentar. Aquella vez estábamos escarbando cerca de unas plantas a las que Ramón solía llamar «mis lechugas» cuando, al no darme cuenta de su llegada, fui consciente de su presencia demasiado tarde. Nada más sentirlo detrás nuestro intentamos salir todos corriendo —sin olvidar el modo en que había desaparecido nuestro hermano—, pero fue inútil, al menos para mí. Me cogió con su manaza y me levantó del suelo sin darme opción a protestar.
—Ya te dije que tú serías la siguiente. Esta vez quieren una perrita.
Se dio la vuelta y, esquivando a mi madre —que, por supuesto, intentó cerrarle el paso—, me sacó del patio.
Aquella fue la última vez que vi a mi madre. De esa manera tan simple tuve que separarme de ella, de quien había sido mi referencia en la vida hasta ese momento. Ni con el paso de los años he conseguido olvidar la última mirada que me dirigió: anhelante, triste, extrañamente húmeda y, a pesar de ello, transmitiéndome una vez más fuerza y serenidad. No puedo dejar pasar esta oportunidad de decirte que te quiero, madre, allí donde estés —si es que sigues en el patio o en cualquier otro lugar— quiero que sepas que te he recordado constantemente, y que espero que el poco tiempo que pudimos compartir me haya sido suficiente para aprender lo mejor de ti y para que tú hayas podido sentirte siempre orgullosa de tu hija mayor.
Aquella tarde, por primera y última vez en mi corta vida, atravesé la puerta que abandonaba el patio y daba acceso a la casa de Ramón. Intenté mirarlo todo con atención, sin perder la esperanza de encontrarme con mi hermano menor; me fue imposible, ya que Ramón me impedía cualquier movimiento y, inmediatamente, me introdujo en una caja de cartón, cerró la tapa y me dejó a oscuras. No entendí nada. Allí metida me asusté y chillé todo lo que pude llamando a mi madre, pero no sirvió de nada. Recuerdo el miedo que sentí en aquella oscuridad y cómo se acrecentó cuando noté que la caja que me contenía empezaba a moverse. Chillé más fuerte y, cuando me cansé de chillar, intenté escuchar algo que me tranquilizara, algún sonido conocido, pero lo único que conseguí oír fue a Ramón protestando por mi escándalo.
El trayecto hasta donde me llevaba se me hizo eterno. La caja no dejaba de moverse, y empecé a experimentar una sensación nueva: la cabeza me daba vueltas y más vueltas, me estaba mareando. Pensé que iba a morirme allí mismo. Vomité y —reconozco que me da vergüenza decirlo— me hice de todo encima: pis y caca. No pude evitarlo. El suelo de la caja no estaba protegido y lo empapé. Me atemoricé más al pensar en la reacción que tendría Ramón cuando descubriera mi pequeño desastre. En nuestro patio, cada vez que pisaba una de nuestras cacas, chillaba muy enfadado y nos buscaba para regañarnos, pero allí ya estábamos preparados y nos escondíamos en los sitios más inaccesibles para que no pudiera cogernos. Sin embargo, dentro de aquella caja, no tenía escapatoria. Con mucho asco lamí todo lo que pude el suelo para que quedara lo más limpio posible; lógicamente, eso me provocó más náuseas y acabé vomitando todavía más, por lo que finalmente opté por tumbarme en la esquina menos sucia y dejarlo estar. Ya afrontaría la regañina como pudiera.
Pasado un buen rato la caja dejó de moverse, y noté que Ramón la cogía de nuevo. Me espabilé todo lo que pude y puse mi mejor cara. Quería estar preparada para su reacción. Al fin, la tapa se abrió y asomó la cabeza de Ramón. En su gesto pude apreciar claramente asco y enfado, aunque sorprendentemente no lo manifestó, sino todo lo contrario. De su boca salió una voz agradable que yo nunca le había escuchado:
—¡Pobrecita!, si te has hecho cacota. ¿Te has mareado bonita?
Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando y —recordando cómo solía actuar mi madre con él— me animé y empecé a moverle el rabito en señal de buena voluntad. Él volvió a hablar, esta vez dirigiéndose a alguien que debía de estar detrás:
—Si es que nunca ha montado en coche, la traigo directamente de su madre. Nos vais a perdonar que esté un poco sucia. En casa está siempre perfecta, se conoce que la pobre se ha manchado al venir en la caja.
Mientras yo procesaba tal falta a la realidad, Ramón metió su manaza en la caja y me levantó, con tan mala suerte que justo su dedo más pequeño me apretó un poco el culete y expulsé la poca caca que me debía de quedar en el cuerpo. Me encogí y cerré los ojos esperando un golpe que nunca llegó. Por contra, me presentó a alguien:
—Esta es Duquesa. Todo un ejemplar. Ya os digo: no quería deshacerme de ella, pero como me has insistido tanto, me has convencido.
¿A quién se dirigía? Me empezó a corroer la curiosidad y, a riesgo de molestar a Ramón y llevarme la bronca, decidí abrir los ojos. Entonces lo vi por primera vez. Unos ojos verdes me miraban fijamente, me transmitieron tranquilidad y cariño; algo que jamás me faltó junto a él. Me quedé prendada de su mirada, y no reaccioné hasta que noté cómo Ramón aflojaba sus manos y me entregaba a otras desconocidas. No sé por qué no lo evité. Y enseguida me vi asida por unas manos mucho más suaves que las de Ramón, y no solo en el tacto, sino también en la manera de sujetarme. Me quedé quieta, como hipnotizada por el cambio, y tuve claro que ya no quería volver con Ramón, solo me apetecía sentir aquel calor nuevo y volver a mirar aquellos ojos verdes.
—Qué chiquitina. ¿Te gusta? —dijo el humano de ojos verdes.
Me pregunté si habría alguien más allí y, efectivamente, el humano de ojos verdes me mostró a