Lola, memorias de una perra. Daniel Carazo Sebastián
de la cabeza esa imagen de mi madre y ser consciente de que había sido solo un sueño. Me di la vuelta y, cuando abrí los ojos para comprobar si Dani seguía allí sentado conmigo, descubrí que no era así. Me levanté y busqué a tientas por toda la habitación pensando que igual se había tumbado en otro lado; pero no, efectivamente se había ido y me había dejado otra vez sola. Aturdida por el sueño, me costó un poco más localizar la puerta de entrada a la habitación; cuando di con ella, emprendí el ritual anterior otra vez. Primero rasqué un poco para no hacer mucho ruido. Esperé, y nada, ni siquiera oí su voz desde el otro lado. Decidí entonces pasar del rasquido a los gemidos, y luego a los chillidos. Me costó un poco, pero Dani volvió:
—¡Lola… a callar, que es muy tarde! —me lo dijo algo más enfadado que antes.
Me llamó la atención que se hubiera cambiado de ropa: esta vez vino con un curioso pantalón corto de rayas y con una camiseta de manga corta a juego, estaba diferente, como más despistado. Lógicamente, a mí me daba igual: había venido y eso era lo importante. Yo, como ya había descansado algo, me vi con fuerzas para hacerle los honores y empecé nuevamente a corretear desde el supercolchón hasta sus pies, como la vez anterior; esta vez no se rio tanto y cortó el proceso pillándome en volandas y llevándome con autoridad de vuelta al supercolchón.
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