Lola, memorias de una perra. Daniel Carazo Sebastián

Lola, memorias de una perra - Daniel Carazo Sebastián


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de su voz deduje que era una humana, que la de ojos marrones tenía que ser una humana. Nunca había visto a ninguna. Además, al escucharla, me inundó una sensación de bienestar que me recordó a mi madre, y eso solo podía conseguirlo otra hembra.

      —Nos la quedamos —dijo Ojos Verdes dirigiéndose a Ramón—. ¿Diecisiete mil pesetas, entonces?

      —Eso es —contestó Ramón.

      —No es de raza, ¿no? —preguntó Ojos Verdes—. Usted decía que era un schnauzer.

      —Y lo es —contestó Ramón—. Ahora es que, al ser pequeña, no se le nota, pero es de pura raza. La madre fue campeona de España.

      —Ya…

      Creo que hasta yo noté que Ojos Verdes no se estaba creyendo nada. Me miró nuevamente y me acarició, cruzó luego una mirada con Ojos Marrones y suspiró.

      —Venga, no le demos más vueltas. Tenga su dinero, y nos la quedamos.

      Y así es cómo cambié de familia. En un mismo día me despedí para siempre de toda mi vida anterior; primero de mi madre, y en aquel momento de Ramón. Sin dirigirse a mí, él cogió algo que le daba Ojos Verdes, simplemente se dio la vuelta y ya nunca más volví a verlo. Es verdad que, a diferencia de a mi madre, a él no he vuelto a echarlo demasiado de menos.

      Capítulo 4

      Nombres

      Agotada de tanto cambio —y a gusto como estaba en las manos de Ojos Marrones— me dispuse a descansar un poco cuando oí una tercera voz que exclamó:

      —¿Esta es la perrita?… Pero así no te la puedes llevar a tu casa.

      Era otra humana, parecida a Ojos Marrones, aunque más mayor. Se acercó a mí, me miró con curiosidad y, cuando estuvo a una distancia prudencial, retrocedió un poco arrugando la nariz.

      —¡Cómo huele!, pobrecita —inmediatamente se dio la vuelta muy resuelta a cumplir su siguiente intención—. Hay que echarle un agua.

      —¿Bañarla? —preguntó Ojos Verdes—. Si todavía es un cachorro, y no sabemos si está vacunada… que, por otra parte, no tiene ninguna pinta.

      —¿Y qué? —intervino Ojos Marrones—. Si la secamos bien, no pasa nada. Y es verdad que así no la puedes llevar a casa de tus padres. Venga, Dani, vamos a lavarla un poco antes de que te vayas.

      «Dani», así se llamaba Ojos Verdes, mi nuevo humano, y mi primer padre a falta de haber conocido al biológico. Escuché su nombre por primera vez en aquel momento en el que estaban decidiendo darme la primera sesión de higiene de mi vida. Dani era alto, delgado, de gesto serio, pelo rizado, claro, incluso tirando a blanco y cuidadosamente despeinado. Su voz grave, lejos de asustarme, era serena y tranquilizadora.

      Entre él y la mujer más mayor prepararon un barreño de plástico azul, lo llenaron de agua y, sin darme opción a evitarlo, Ojos Marrones inició el movimiento para introducirme en él. Cuando fui consciente de que todo aquello era para mí y me vi a punto de entrar en el agua, intenté escabullirme y salir corriendo para esconderme en cualquier rincón. Una vez más resultó ser una misión imposible: volví a sentir la firmeza de las manos humanas; a pesar del pequeño tamaño de las de Ojos Marrones, me tenían atrapado. Lloré y pataleé al mismo tiempo que la mujer seguía acercándome a la improvisada bañera. Cuando consiguió sumergirme, me preparé para un choque térmico que no llegó. Las únicas veces que había tenido —hasta ese momento— contacto con el agua habían sido en el patio de Ramón, y siempre estaba helada, era agua de charcos del suelo, agua que él echaba en lo que él llamaba «mi huerto» o agua que se empeñaba en echarnos por encima proveniente de un fino tubo que sostenía entre sus manos. El agua donde me había introducido Ojos Marrones estaba calentita, y hasta tuve una sensación de bienestar. Poco a poco me fui relajando y pude disfrutar del momento. Ojos Marrones dejó que me sujetara Dani, y ella empezó a frotarme suavemente con algo que olía muy bien. ¡Qué gusto me dio aquel masaje! No dejó recodo de mi cuerpo sin acariciar, nunca me habían tocado así. Comprobé además cómo se me desprendía la suciedad acumulada en el pelo y quedaba mucho más suave.

      Por desgracia, llegó el momento de terminar el baño y salir del agua. Lógicamente, entonces decidí yo que no quería hacerlo. Tenía muy claro que —cuando estaba en el patio de Ramón— después de mojarme me tocaba permanecer empapada un buen rato, tiritando y helada de frío, hasta que me conseguía secar frotándome contra las viejas y raídas mantas de la caseta. En ese baño que me habían obligado a tomar mis nuevos humanos, estaba tan a gusto que no quería terminarlo y pasar aquel frío, ni por supuesto que Ojos Marrones dejara de frotarme, aunque no tuve mucha opción de rebeldía. Fue ella misma quien me sacó del agua y, en vez de dejarme por el suelo para que me preocupara yo sola de entrar en calor, me puso encima de una mesa, cogió unas mantas de mucho mejor aspecto que las de Ramón y nuevamente empezó a frotarme con ellas por todo el cuerpo, despacio, sin hacerme daño. Aquellas mantas que había traído la humana más mayor eran muy suaves, y además absorbían el agua de mi pelo. Nunca me había restregado contra una manta de ese tipo, y lo agradecí casi más que el baño. Aprendí —escuchando a los humanos— que aquellas mantas se llamaban toallas; no me imaginaba que pudieran ser tan suaves, ni que olieran tan bien, ¡y además eran mullidas! Por supuesto, una vez verificado lo bueno del momento, me volví a dejar hacer sin protestar, disfrutando; pero, una vez más, el placer se interrumpió cuando apareció la humana más mayor con un artilugio en las manos que entregó a Ojos Marrones.

      —Toma, hija, no vaya a coger frío.

      Ojos Marrones entonces apuntó hacia mí con aquel aparato que empezó a hacer un ruido terrible. Me asusté mucho. Había disfrutado tanto del baño y de las mantas nuevas que no entendí la finalidad de aquella acción. El ruido me aturdía y me provocaba dolor de oídos; parecía que aquel aparato iba a acabar conmigo. Pensé que no podía ser todo tan bueno con los nuevos humanos y que había llegado el momento de escabullirme. Aproveché un despiste de Ojos Marrones para dar un salto y escapar de aquel ruido antes de que me pasara algo.

      —¡Cuidado! —chilló Dani.

      Después de saltar me di cuenta de que no había suelo cerca para caer, que me habían colocado a una altura considerable. Por suerte, antes de llegar a darme el golpe, agradecí que me apresaran las grandes manos de Dani y me colocara una vez más en la mesa.

      —Puf… casi se cae —suspiró—. Venga, Bea, termina que te ayudo a sujetarla.

      Aquella fue la primera vez que escuché el nombre propio de Ojos Marrones: Bea. Ella se convirtió en mi nueva madre, la que me daba tanto gusto cuando me sujetaba, me frotaba o acariciaba; más viva que Dani, más decidida en sus movimientos, con un gesto feliz y una sonrisa contagiosa que alegraba su rostro. Bea destiló toda la vida un cariño hacia mí que se me hizo evidente desde el principio, incluso sin que me dijera nada.

      Bea me devolvió a la realidad cuando de nuevo puso en marcha aquel ruido infernal, y con mucha paciencia —para que me acostumbrara a ello mientras Dani me sujetaba con cuidado— terminó de secarme por completo. Aprendí así otra cosa más: aguantando aquel estruendo podía disfrutar del aire calentito que expelía tan extraño aparato.

      Cuando finalizó todo ese proceso, reconozco que me quedé como nueva, tuve una sensación de limpieza muy agradable que jamás había sentido antes, y dudo mucho que mi madre la conociera. Pobrecita. Ahora, desde mis recuerdos, soy consciente de que aquel baño fue uno de los primeros lujos de los que posteriormente he disfrutado en mi vida y a los que ella nunca tuvo acceso.

      Mientras acababan la tarea y recogían el barreño, las mantas y el aparato del ruido infernal, escuché hablar a mis nuevos humanos.

      —¿Nos ha dicho su nombre? —preguntó Bea.

      —Duquesa —respondió Dani—. Al menos, es lo que ponía en el anuncio. ¿Te gusta?

      —¿Duquesa?… No mucho, la verdad. Mejor que elijamos otro nosotros… —Y, tras un momento de reflexión, en el que aprovechó


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