La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
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© Eva Miñana Márquez
Diseño de edición: Letrame Editorial.
ilustrador: Daniel Miñana Márquez
Composición de portada: Diana Mármol Romero
ISBN: 978-84-18344-75-6
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Para mi tribu.
A la memoria y al olvido:
huella y estela del vivir.
1
Sensación de abandono
Llega un momento en el que todo cambia porque todo se va. Cambian los cuerpos, las mentes, las ilusiones y la percepción de los recuerdos; algunos desaparecen y otros son alterados de tal manera que modifican, poco o mucho, lo que de verdad sucedió. Se empieza a olvidar lo soñado y se sueña con lo vivido.
El alma queda invadida por la mayor impotencia jamás sentida y observa tras los cristales cómo se marcha la vida. Se agota, de sonrisa a lágrima, la reserva de esperanza por hacer todo aquello que quedó pendiente, así como la energía por retener lo que sí fue. Lo que duró, lo que tan solo con el legado del recuerdo, en los demás, permanecerá en el instante preciso de la gran pérdida. Decepción para algunos y satisfacción para otros.
Con los años, se aprecia más cercano ese desconocido apeadero en el que desde el momento en que se nace se obtiene plaza sin necesidad de reserva previa. Allí donde nadie entiende de súplicas ni de sobornos; una última cita que admite cambios por demora, gracias al avance científico y al innato instinto humano por sobrevivir, pero imposible de cancelar. Y tal vez pueda parecer injusto que con tanto cambio no varíe la meta de llegada, pero no lo hará. Seguirá siempre allí, esperando. Generación tras generación. No importa la posición que se ocupe al cruzarla. Carece de mérito entrar triunfante el primero o abatido el último. O debería ser al revés: abatido el primero y triunfante el último. Da igual, al cruzar esa línea se acabó. Se va la vida y llega ella. Invencible y eterna.
Teoría, mucha poesía y años de práctica. La vida adiestra, pero cuesta aprender porque hay mucho que aceptar y solo unos pocos alumnos privilegiados logran hacerlo bien. Sin miedo, con resignación y con total complacencia al terminar lo que empezó con la primera inhalación de aire, con ese breve llanto acompañado de temblor.
Por eso les resultó tan difícil aceptar que el tiempo les obligase a llevarla allí, no en contra de su voluntad, pero sí con tristeza al tener que claudicar por considerar inviable cualquier otro remedio. Sabían que sería el paso previo a su partida, pero había llegado el momento; se tenía que hacer y lo harían juntos, como la gran mayoría de las decisiones de esa familia.
La yaya Berta era una mujer con carácter. Viuda desde los setenta y seis y sola desde entonces. Sí, vivía sola en su casa, pero contaba con el apoyo y el continuo ir y venir de todos ellos. A los ochenta empezó a perderse; su mente decidió aminorar esa capacidad extraordinaria que tenía para almacenar información y, tan pronto esta entraba, parte de ella se escapaba por algún lugar abierto o mal cerrado sin quedarse demasiado tiempo retenida y cada vez costaba más que participara del presente con la pretensión de planificar un futuro cercano.
Insistían en generarle nuevos recuerdos, memorias frescas, con la humilde intención de regalarle un atisbo de actualidad al que poder aferrarse y evitar que se marchara del todo y para siempre, pero ese espacio destinado a tal fin parecía estar ya colmado y su insistencia no hacía más que desbordarlo.
Curiosamente, afloraban en su cabeza momentos de la infancia, de su adolescencia e incluso algunos de su madurez, pero ya era difícil que alcanzase a clasificar, entre ellos, todos los acontecimientos más recientes. Se salvaban muy pocas de las tareas o conversaciones del día anterior, y su mirada así lo reflejaba. Por suerte, conservaba prácticamente intacta la facultad de identificación familiar y solo alguna vez confundía parentescos o nombres. Siempre, siempre lograba saber con certeza que ellos eran su familia, o como solía llamarlos: su tribu.
Sus ojos se perdían en algún lugar que los demás no eran capaces de apreciar y, si bien a veces parecían regresar, lo hacían a ratos, después se alejaban de nuevo para rondar tranquilamente por donde solo ella sabía estar. Esos bonitos ojos verdes que fueron menguando con los años pero que nunca dejaron de brillar y que, con el tiempo, se habían vuelto más húmedos.
Ágata estaba equivocada al creer que de tanto llorar en la vida a uno se le acabarían secando los ojos; al menos no ocurrió de este modo con la yaya Berta. A los ochenta y ocho años ella seguía llorando y, a decir verdad, cada vez con más frecuencia.
—Yo paso de ir —dijo Dania—. Eso lo deberías hacer tú, que eres su nieta, y la yaya Tina, que es su hija. Yo, como bisnieta, quedo libre de esta obligación.
—Porque lo digas tú —le recriminó Ágata.
Le indignaba sobremanera esa actitud despegada, como si por tener trece años pudiera desvincularse a su antojo de los asuntos familiares.
—¡Mamá! —se quejó Dania—. ¿No ves que le dará aún más pena si nos ve a todos allí, juntitos, como si fuésemos de vacaciones y después nos marchamos y la abandonamos? En una habitación, en ese lugar horrible que huele fatal.
—Irás, y ese lugar no es horrible —le dijo su madre seriamente—. Es una buena residencia y no huele fatal, aquel día olía a medicamentos, pero yo he estado más veces y te aseguro que huele bien. Bueno, bien… huele a… no huele a nada.
—Huele a viejo pocho —dijo la niña con cara de asco—. Y la yaya Berta, que tiene un superolfato, os va a mandar a todos a la porra en cuanto llegue.
Ya estaba siendo suficientemente doloroso todo aquello, como para que Dania lo complicara un poquito más. Por suerte, llamaron a la puerta. Era Malena, su madrina, la mejor amiga de Ágata, compañera de toda una vida.
—¿Dónde está la yaya Berta? —preguntó con energía y buen humor. Llevaba un vestido rojo chillón y un bolso de charol amarillo que competía con el brillo de sus alborotados rizos. El antídoto personificado contra la depresión.
—Papá ha ido a buscarla a su casa —le contestó Dania de mala gana.
—¿Y ya habrá sabido prepararse la maleta ella sola con lo necesario? —le preguntó a Ágata.
—Mi madre y yo lo organizamos todo hace unos días —le explicó—. Sus cosas ya están en la residencia.
—Bien —dijo Malena aprobando esa iniciativa—,y… ¿le habéis dicho adónde vamos hoy y que se quedará allí?
—No exactamente —contestó Ágata.
—No te has atrevido —añadió su hija.
—¡Basta! —gritó con la intención de callar a la dichosa niña antes de que sacara a pasear su enfado libremente—. Se lo diremos sobre la marcha. En cuanto lleguemos allí y se instale. Hoy pasaremos todo el día con ella y lo entenderá. Aceptó la propuesta cuando se la hicimos y ella misma firmó la solicitud. Estoy convencida de que sabrá ver