La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz

La maldición de la yaya Berta - Eva Miñana Marquéz


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38 años. No tenemos hijos, porque él nunca ha querido niños y no es que me sienta estafada por ello, porque lo dejó muy claro desde el principio, pero yo sí quiero. Y me he dado cuenta de que prefiero la maternidad, aunque sea en solitario, a una vida sin descendencia con él por mucho que lo ame. Te veo a ti con Dania y… joder, Ágata, yo quiero eso. Siempre lo he querido y confiaba, tonta de mí, en que mi reloj biológico se detendría y dejaría de torturarme, pero no ha sido así. Cada vez resuena en mi interior con más fuerza y ya no puedo ignorarlo por más tiempo. Se me agota la estación de siembra.

      —Si dejas a Fernando, morirá —sentenció la yaya Berta ocupada en recolocar dentro del armario todo lo que había sacado.

      —Nada, yaya. Tú no te preocupes. Guarda tus cositas —le dijo Malena.

      —¿Piensas que lo digo en broma? Si lo dejas, morirá —repitió la yaya.

      —Todavía no lo ha dejado —contestó Ágata— y, en el caso de que lo haga, te aseguro que no morirá. Tal vez se deprima y trate de convencerla para que vuelva con él y… no sé… llorará y lo superará. El tiempo lo cura todo —dijo intentado alejar esa amenaza de muerte.

      —Morirá como murió tu abuelo y como murieron todos los demás. Todos los hombres que hemos abandonado en esta familia acaban muertos. Es la maldición.

      —¿Qué maldición? —preguntó Malena asustada.

      —No hay ninguna maldición —aseguró Ágata—. Yaya, al yayo no lo dejaste. Se marchó él. Se suicidó.

      Lo dijo sin pensar. Se le escapó. No era momento de evocar fantasmas. ¿Cómo empezar un nuevo capítulo en la vida si retrocedían de golpe tantas páginas?

      Apretó los dientes esperando que aquello no se convirtiera en la apertura de la gran caja de los recuerdos tristes, de los recuerdos mal curados, porque ninguno de ellos había sido capaz de entender ni de asimilar por qué el abuelo Julio se suicidó.

      —Tu abuelo no se suicidó. Lo maté yo —confesó la yaya Berta.

      —¡Berta!

      Se giraron las tres sobresaltadas hacia la puerta.

      Allí de pie vieron a una señora mayor que con suerte alcanzaría el metro cuarenta. Llevaba el pelo muy cortito y lo tenía completamente blanco. Unas gafas con cristales muy gruesos le agrandaban exageradamente los ojos; vestía una bata azul celeste con cuadritos blancos y dos bolsillos delanteros en los que escondía sus manos, que empujaban contra la tela como si lucharan por ser liberadas. Calzaba unas zapatillas de toalla color azul marino muy abiertas por la punta para aliviar los deditos curvos por la artrosis y, ante el conjunto de semejante imagen, se les llenó el corazón de ternura, lo que apaciguó el sobresalto anterior.

      —Soy Rosita, tu compañera de cuarto —dijo a modo de presentación y les regaló una sonrisa repleta de dientes postizos. Era la simpática caricatura de lo que algún día había sido.

      Se acercó a la yaya y se puso de puntillas para estamparle dos besos en las mejillas. Si Berta era bajita, Rosita le llegaba por el hombro.

      —¿Usted ocupa la otra cama? —preguntó la yaya Berta.

      —¿Qué es eso de usted? —se quejó Rosita—. Seguro que soy más joven que tú. ¿Qué edad tienes, Berta? Yo ochenta y cinco. Hace tres que vivo en La Gaviota. Tenía otra compañera, pero se fue —sacó por fin las manos de los bolsillos y las alzó acompañadas por su mirada como si invocara al Espíritu Santo.

      —Hola, yo soy su nieta. Me llamo Ágata —dijo rápidamente intentando evitar que les contara el motivo de la marcha de su antigua compañera.

      —Qué guapa. ¿Y tú quién eres? —le preguntó a Malena.

      —Yo soy una amiga de la familia. Mi nombre es Malena.

      —Eres mucho más que amiga —aseguró Berta—. Eres de la tribu, cariño. Por eso te digo que la maldición te perseguirá a ti también.

      —¿Qué maldición? —preguntó Rosita.

      —Nada. No es nada —se apresuró a responder Ágata.

      —¿Por qué huyes de lo evidente? —continuó la yaya Berta—. Ninguna podrá escapar. Me pasó a mí, le pasó a mi hija y ahora le ocurrirá también a Mali. Y te pasará a ti, si también tomas en el futuro esta decisión.

      —Cuenta, Berta, cuenta —la animó Rosita—. Por fin algo interesante en este cementerio de elefantes. Parece mentira. Tanto viejo aquí metido, con tantas cosas que deben de tener para explicar y se lo guardan todo para llevárselo a la tumba. Aquí nadie se moja a no ser que se mee encima. Claro que muchos ya no se acuerdan de sus vidas. Qué triste es envejecer mal. Hay que hacerlo bien. Si tuviese cuarenta años menos, si pudiese regresar al pasado… anda que no cambiaría mi cuento.

      Rosita se sentó en su cama, balanceando los pies sin descanso al no tocar el suelo y se quedó mirando fijamente a Berta esperando a que esta iniciara su relato.

      —Yo no me casé virgen —dijo Berta como introducción a su historia.

      Rosita sonrió complacida y Ágata miró a Malena, quien le sugirió silencio colocando el dedo índice sobre los labios.

      —En mi época eso estaba muy mal visto —continuó la yaya—, pero yo era guapa, qué narices. Sí, tenía muchos pretendientes y me gustaba divertirme. En la juventud hay que tontear y yo tonteaba, y dejaba que me adularan. Siempre fui prudente, no quería avergonzar a mis padres ni a mis hermanos. Era la única chica de cuatro hijos y encima la pequeña. Me las tenía que arreglar bien para que no me pillaran. Quedaba con uno y con otro en las caballerizas o en el huerto o donde pudiésemos encontrarnos. No lo hacía con todos, no os vayáis a creer que era una fresca. Lo que de verdad me gustaba era escuchar los poemas y las cartas de amor que los muchachos que me rondaban me escribían y alguno de ellos se llevaba premio. Solo los que llegaron a ser mis novios.

      —Yaya, ¿estás segura de lo que dices? —le preguntó Ágata antes de que avanzara en sus memorias.

      —Tuve cinco novios antes de tu abuelo Julio. Él fue el sexto y el último.

      —¡No veas…! —exclamó Malena dando a entender que no había perdido el tiempo—. Y eso que te casaste joven.

      —A los veinticinco me casé. Embarazada de tu madre —confirmó la abuela mirando a su nieta, que abrió los ojos y la boca como un pez agonizando fuera del agua.

      —Se liaría la de Dios en tu casa —dijo Rosita entusiasmada.

      —Nadie lo supo. Si lo sabían, callaron y todo sucedió como algo natural. Por suerte, Valentina se retrasó y nació casi un mes después de lo previsto, y nosotros aseguramos, en cambio, que el parto se había adelantado. Antes no había tantos aparatos ni tantos estudios como ahora. La gente rezaba para que todo saliera bien; un bebé sano, sin saber si sería niño o niña. La incertidumbre hacía que el momento del alumbramiento fuese lo más esperado tras esos largos meses de gestación. ¿Cómo iban a saber con certeza el día que una salía de cuentas? Esto son inventos modernos de hoy en día que no hacen más que pretender controlarlo todo. Qué obsesión con saber.

      Berta sacudió la mano en el aire como intentando alejar una espesa niebla inexistente y continuó:

      —Como iba diciendo, tu abuelo y yo dijimos que Valentina nació prematura a los ocho meses. La familia se sorprendió de lo grande que fue, pero mi madre lo justificó con mi buena salud y alardeaba después de la excelente calidad de la leche de nuestra tribu. Todos quedaron convencidísimos. —Sonrió mientras asentía—. Éramos jóvenes y nos queríamos mucho, así que nadie se extrañó de que, tras nueve meses del sí quiero, naciera nuestra Valentina en un parto natural supuestamente prematuro. —Ladeó la cabeza con gesto pensativo y añadió—: Lo que no llegué a entender nunca es que no se opusieran a nuestras prisas por celebrar la boda. En cuanto le confesé a tu abuelo Julio mi primera falta, organizó el festejo a toda prisa y a las dos semanas ya


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