La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
es Núria? —preguntó Rosita.
—Ostras, eso fue muy fuerte —dijo Malena—. No tendría que haber acabado así, era una broma.
—¿Y esto qué sería? —se quejó Ágata—. Menuda insensatez. ¿De verdad jugarías con los sentimientos del hombre al que amas, al que has amado tanto? ¿Serías capaz de dejarlo a merced de caer en un cruel engaño, que después lo consumiera en la impotencia de lograr un imposible y de no poder recuperar lo perdido por su culpa? Una culpa no merecida porque en realidad no sería suya, sino tuya. De todas vosotras, mejor dicho.
—En realidad sería un susto —intentó aclarar Malena—. Tal vez así entenderá que tiene que ir más allá en lo nuestro. Si de verdad me ama, no caerá en la trampa. Se dará cuenta de que ha llegado el momento de dar un paso más. Y ese paso no conduce a otro lugar que a la procreación.
—¿Tú has visto a esta mujer? —le preguntó Ágata a su amiga mientras señalaba a Valeria con las palmas de sus manos hacia arriba—. ¿De verdad te crees que Fernando o cualquier hombre normal dejaría escapar la oportunidad de enroscarse por su cuerpo si ella lo provocara?
—¿Me estás diciendo que, si incitara a Eduardo, él caería en sus redes? —le preguntó Malena.
—No te lo digo, te lo garantizo.
—¿Qué pasa, no puede decir que no?
—Sí, tal vez dos o tres veces ante semejante provocación. A la cuarta...
—Pues vaya mierda de amor y qué falta de confianza tienes en él.
—Es un hombre, Mali. Y ella es la imagen de un personaje de cómic erótico hecha realidad. Si le va detrás e insiste, picará. Seguro que a más de un yayo le ha dado un patatús mientras lo atendías, ¿a qué sí? —le preguntó a Valeria.
—No, a nadie le ha ocurrido nada por mi culpa que yo sepa. Se alegran mucho de verme, eso sí —confirmó con una sonrisa—. Pero nada más. Pensad que aquí vengo sin arreglar, con el uniforme y normalmente con el pelo medio recogido.
—Fíjate. Sin arreglar… —se cachondeó Ágata.
—¿Qué le pasó a la chica esa que decías?, ¿era Núria? —preguntó Rosita totalmente intrigada.
—Esto es absurdo, igual que aquello. ¿Cómo te dejas convencer para participar en algo así? —le preguntó Ágata a Valeria.
—Sería un trabajo. Nada más —respondió la colombiana—. Necesito el dinero.
—Os contaré lo que le ocurrió al marido de Núria. Para que os deis cuenta de que una estupidez como esta puede tener graves consecuencias: Se juntaron tres amigos, imbéciles todos.
—No te pases —le pidió Malena—. Son amigos nuestros.
—Bien —continuó Ágata—, pues se juntaron «tres genios» con la intención de poner a prueba a sus mujeres. Uno de ellos tenía una amiga que trabajaba en una escuela para niños especiales, de esos superdotados que hay por el mundo. Le pidió hacer uso de una de sus aulas de observación para un proyecto experimental del comportamiento humano, a lo que ella accedió.
—¿Y eso? —preguntó Berta.
—Era una prueba que consistía en observar la reacción de sus mujeres ante la confesión, evidentemente falsa, de una mujer recién llegada a su entorno que aseguraría ser la amante de sus maridos.
—¿De los tres a la vez? —preguntó Rosita alucinada.
—No, mujer, la prueba la hicieron por separado y se curraron un buen montaje: cada uno presentó en su ambiente privado y familiar a una nueva compañera. Dijeron que se trataba de una colaboradora externa de la empresa para un tema de auditorías y de recursos humanos, que acababa de mudarse y que la pobre no conocía a nadie.
—¿Y quién era? —preguntó Berta.
—Esa supuesta compañera —respondió Ágata— era una actriz muy sexy, como Valeria. A partir de ahí, la recién llegada debía coincidir a menudo con ellos en sus salidas a cenar, los fines de semana… llamaba a casa a cualquier hora, mandaba mensajes constantemente… Vamos, que trataba de poner celosas a las mujeres, despertando sospechas y generando dudas, miedos y desconfianza. Había sido contratada para eso, así que debía aplicarse a conciencia en su papel. Hasta aquí, lo normal. Imagino que las tres esposas ya estarían con la mosca detrás de la oreja porque siempre incomoda que aparezca un cuerpo diez en tu círculo y que encima parezca intimar algo más de lo debido con tu pareja resulta incluso agotador.
—Claro —dijo Rosita.
—Transcurridos un par de meses de esta preparación —continuó Ágata—, el experimento debía concluir con la puesta en escena, bajo observación, de la supuesta confesión de amor de la susodicha con el marido de cada una de las víctimas implicadas. Una a una y por separado. Nunca coincidieron las tres parejas y la actriz. El entramado de encuentros se organizó con mucho cuidado para que eso no ocurriera.
—¿Cómo? —preguntó Berta.
—Llegado el día, establecieron tres citas en privado: la seductora y cada una de las mujeres de los amigos liantes, en la escuela especial, que simulaba ser uno de los lugares de trabajo de la actriz. Ella las llamó y quedaron en verse allí, el mismo día, pero a distintas horas.
—Qué víbora... —soltó Berta.
—El encuentro tuvo lugar en una habitación poco decorada —siguió Ágata—, con una mesa en el centro, un par de sillas, unas estanterías de madera pegadas a una pared y un enorme espejo bien centrado en otra. Imagino el nerviosismo interno de las víctimas ante la incógnita de su reclamo.
—Pobrecillas —dijo Rosita.
—Los tres amigos aguardaban detrás de ese espejo, que evidentemente por el otro lado era una ventana, con la esperanza de descubrir lo que sus mujeres serían capaces de hacer por ellos. Micrófonos en On y visión nítida sin distracciones.
—¿Y qué pasó? —preguntó Valeria.
—El primer acto fue para la mujer del que tenía la amiga que de verdad trabajaba en esa escuela y, una vez sentadas cara a cara, la actriz confesó estar perdidamente enamorada de su marido.
»Reacción: «¡Aléjate de él! ¿Cómo te atreves? ¿No ves que está casado?». La actriz fue más allá, admitiendo que ya era tarde. Estaban juntos, su amor era correspondido y él no sabía cómo decírselo, pero tenía que saberlo. Por eso la había citado.
»Reacción: «¡No es verdad! No me lo puedo creer, él es mi vida. Yo le quiero y él me quiere…». Llantos y desconsuelo. Desesperación por parte de ella y satisfacción por parte de él, orgulloso al apreciar tanto amor, tanto dolor ante su posible pérdida. Fin del primer acto.
—¡Qué horror! —exclamó Rosita.
—Se desveló el engaño y tras una rabieta todo se arregló y la mujer obtuvo un fin de semana romántico en una casita rural como recompensa.
—Bueno, algo es algo —dijo Berta.
—El segundo acto no salió tan bien —dijo Ágata—. Tras la primera parte con la confesión del enamoramiento, llegaron los insultos: «¡Hija de la gran puta! ¿De qué coño vas? Te hemos acogido entre nosotros porque estabas sola, recién llegada y ¿lo pagas así? Márchate a tu puto pueblo. Ni se te ocurra escribirle otro mensaje». El marido, hinchado de gloria al ver a su mujer defendiendo lo que era suyo. La actriz fue más allá dejando al descubierto la relación que ya existía entre ellos, que ya era tarde, que estaban juntos y que no había vuelta atrás, que la que tenía que marcharse no era ella.
—Hay que reconocer que se metía en el papel —comentó Berta.
Ágata continuó:
—Se sucedieron unos segundos de silencio que aumentaron la tensión y… a puñetazo limpio