La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz

La maldición de la yaya Berta - Eva Miñana Marquéz


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quizá sí sabía de alguno que continuó rondándome una temporada. Pero pronto desaparecieron todos y nuestra vida fue solo nuestra. Poco a poco me fui enterando de que todos mis amores anteriores habían muerto. No se salvó ni uno. Y lo curioso es que fueron muriendo por orden.

      —¿Cómo por orden? —preguntó Rosita.

      —Fallecían respetando el orden establecido por mi abandono. El primero que murió fue el primero al que dejé, mi primer novio, y así sucesivamente —aclaró Berta.

      —Eso son casualidades y más en tu época, que la gente moría joven por causas que ahora serían impensables —dijo Ágata intentando derrumbar su absurda teoría.

      —Fue la maldición —insistió su abuela.

      —Interesante. Muy interesante —asintió Rosita mientras se acariciaba la barbilla.

      Aparecieron entonces Dania y Eduardo. El tiempo había volado y ya tenían hambre.

      —¿Cuándo iremos a comer? —preguntó la niña sin ocultar las ganas de largarse de allí.

      Ágata miró la hora en el despertador de Rosita, que parecía tener un altavoz instalado en su interior amplificando el tictac sin demora. Eran las dos menos cuarto.

      —Ya. Vamos ya, si queréis —propuso deseosa también de escapar.

      —Pues sí, vamos ya —dijo Rosita—. ¿Adónde vamos?

      Se miraron todos con cara de póquer sin saber cómo esquivar a Rosita.

      —¿Usted no come aquí en la residencia? —le preguntó Eduardo.

      —Cada día, hijo mío. Cada santo día. ¿Quién me iba a decir a mí que hoy sería un día especial? Me alegro mucho de que estés aquí, Berta. Vamos a celebrarlo. Justo en la calle de atrás hay un restaurante donde ponen buena carne. Me lo dijo Alfonso, uno de los enfermeros, el más guapo. Ese sabe de todo.

      —Bueno —dijo el marido de Ágata—, pues vamos todos. Así la yaya podrá conocer mejor a su nueva compañera y, de paso, nos cuenta qué tal se está en la residencia. No me parece una mala idea.

      Dicho eso, la yaya Berta y Rosita cerraron sus armarios con llave siguiendo los consejos de la entendida veterana, quien aseguraba que ocurrían cosas misteriosas y desaparecía ropa, sobre todo camisones y bragas.

      Bajaron al jardín y avisaron a Valentina y a Juan, que estaban sentados en un banco de piedra lanzando miguitas de pan al lago.

      Notificaron su salida y aplazaron la charla con la directora y el papeleo pendiente para la vuelta. Matilde del Valle les dio permiso para llevarse a Rosita a comer, asegurando que estaría feliz de poder salir un día sin compañía del personal de la residencia. Sin los blancos, como ella los llamaba por sus batas y sus zuecos níveos.

      El restaurante recomendado resultó ser muy acogedor y Rosita tenía razón, la carne era excelente. Casi se pelearon con ella a la hora de pagar porque no aceptaba de ningún modo que la invitaran, pero Berta la convenció y Rosita lo agradeció infinitamente.

      La verdad es que todos se alegraban de que la yaya Berta tuviese una compañera como ella y que no le hubiese tocado una mujer aburrida o de esas que no dejan de lamentarse. Lo único que sí pedía Ágata era que no la incitara demasiado a dar rienda suelta a su imaginación, que no la alentara a inventar para acabar ambas confundiendo realidad con ficción, mezclando recuerdos con fantasía.

      La historia de Rosita les pareció muy triste. No tenía a nadie. Había sido hija única, al igual que su difunto esposo, así que no existieron para ella cuñados ni sobrinos y su marido falleció muy joven por culpa de un malintencionado cáncer de pulmón, sin haber llegado siquiera a los cuarenta.

      Tal vez le quedaría algún primo lejano, desconocido hasta el momento, que podría restablecer un vínculo de parentesco, un lazo consanguíneo que habría aportado luz a sus sombras, pero Rosita no supo nunca cómo indagar en esas ramas tan rotas de su familia; quizá por eso se quedó tan chiquitina, recogida en sí misma.

      Fue madre a los treinta años y ese hijo lo llenó todo de ilusiones y alegría, sentimientos quebrados al morir su marido y del todo arrebatados cuando, años más tarde, su retoño acabó casándose con una pedorra, como ella la llamaba, que le quitó todo lo que tenía, incluido el cariño que madre e hijo se profesaban antes de que apareciera en sus vidas.

      No consiguió enfrentarlos, no le interesaba, pero sí los distanció. Lo suficiente para que Rosita se soltara del pilar que la sostenía, quedando indefensa y vulnerable. Pero resultó ser mucho más fuerte de lo imaginado y Rosita resistió conformándose con ver feliz a su hijo. Por desgracia, su amado hijo murió en un trágico accidente de moto a los treinta y cinco años y, a partir de ese momento, su nuera no solo no se quitó la máscara de pedorra, sino que le añadió un roñoso velo para mostrarse mejor con la verdadera maldad que tenía.

      Rosita se quedó totalmente sola: sin marido, sin hijo y sin la posibilidad de llegar a ser abuela. La pedorra se las ingenió para vaciarle la cuenta bancaria. No dejaba de inventarse cosas para convencerla, poco a poco, para que le prestara dinero; un dinero que prometía ser devuelto, pero que nunca regresó al lugar del que procedía.

      Primero fueron los ahorros que guardaba en casa y, después, todo lo que tenía en el banco. Se aprovechaba de la extraordinaria bondad de su suegra, que luchaba incansablemente para resurgir de esa profunda tristeza que trataba de atraparla y hurgaba allí donde más la pudiese lastimar para arrebatarle de ese modo toda su fuerza junto con las ganas de vivir y lidiar por lo que era suyo.

      Un día le llevó un sobre con unos documentos que aseguraba que debía firmar urgentemente si quería salvar lo poco que le quedaba. Rosita tuvo la gran suerte de estar enferma y le pidió que se lo dejara sobre la mesa, que en cuanto pudiera levantarse lo firmaría todo, igual que había hecho otras muchas veces. La pedorra le explicó que se trataba de papeleo farragoso que no hacía falta que leyera, simplemente tenía que firmarlo en cada uno de los apartados que habían sido marcados con una cruz y, una vez estampada su rúbrica, lo podía volver a depositar en el mismo sobre que ella misma pasaría a recoger esa semana.

      Cuando se encontró mejor, no lo leyó, pero antes de firmarlo se lo mostró a su vecino Armando: un hombre muy querido en su barrio que regentaba el kiosco de prensa de la esquina y que, según ella, fue su salvador. Siempre le ayudaba con las bolsas de la compra, le arreglaba los desarreglos de su casa y le regalaba revistas y pasatiempos.

      En cuanto Armando leyó todos aquellos papeles, rápidamente le alertó de que aquello que iba a firmar eran unos poderes cediendo la propiedad de su piso a la pedorra, dejándola a ella en la calle con las manos vacías.

      Así fue como Rosita no solo no firmó esos documentos, sino que vendió su piso con la ayuda de Armando y lo depositó todo como pago de su indefinida, aunque no infinita, estancia en La Gaviota. Ya no tendría que preocuparse nunca más por nada. Cambió de banco y domicilió su pequeña pensión en la nueva entidad, suficiente para sus gastos particulares: chocolatinas, novelas policíacas, sopas de letras y otros caprichos que de vez en cuando se concedía e incluso le sobraba para ir generando unos nuevos ahorrillos que, llegado el momento, alcanzarían para un funeral bien digno.

      La pedorra desapareció y ya no volvió a saber de ella, de sus maldades ni de sus patrañas, y Rosita se instaló entonces en un nuevo mundo sin mayor amenaza que el resto de su vida. Con esa incertidumbre que empuja a tenerlo todo listo a pesar de ignorar para cuándo.

      Vivía protegida, rodeada de viejitos y cuidada por el personal de la residencia, pero sin raíces capaces de procurarle el alimento esencial, ese verdadero amor que tuvo y perdió. Se mantenía en pie gracias a los buenos recuerdos y, sobre todo, gracias a su carácter positivo, a su gran habilidad para convertir en algo grande y maravilloso todo aquello en lo que se embarcaba y, cuando conoció a la yaya Berta, supo que se cumpliría su mayor deseo: volver a formar parte de una familia.

      Después de comer, pasearon por los tranquilos alrededores de La Gaviota guiados por Rosita: un lugar


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