La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz

La maldición de la yaya Berta - Eva Miñana Marquéz


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habla. Nada, ningún idioma; ni el suyo ni ninguno. Se comunican todos mediante un lenguaje parecido al de los signos que emplean los sordomudos, pero no lo entienden y nadie los entiende. Es más, la gente del pueblo se asusta al ver que producen ruido por la boca al dirigirse a ellos, lo que les demuestra que no son sordos. Los estudiantes intentan escribir en un papel y dibujar lo que necesitan, pero tampoco logran nada. El lenguaje escrito de los habitantes de ese pueblo es tipo morse: puntitos y rayas de distintos tamaños e inclinaciones que se alternan. No existen las letras ni los números. Sin embargo, el resto les resulta familiar: la gente va vestida como ellos, como nosotros, vamos, las casas son modernas, la mayoría de dos plantas, con terrazas como la nuestra que combina acero y cristal, pero en su caso con toldos amarillos o azules. Las calles están bien asfaltadas y son anchas, los coches pequeños y eléctricos, silenciosos al máximo. Todo es silencioso. Solo se perciben los sonidos de la naturaleza y los ruidos normales al hacer algo: objetos que caen al suelo, puertas que se cierran… pero se dan cuenta de que ninguna de sus máquinas suena. ¿Qué escondes en esa caja?

      —Cosas de la yaya Berta: recuerdos, fotos, cartas…

      —A ver, ¿puedo verlas?

      ¿Por qué no? Ágata escogió lo que quiso mostrarle y las dos se acurrucaron juntas en la cama de Dania mientras leían en voz alta algunas de las postales que Berta había recibido. Eran hermosas.

      No le mostró el cuadernillo de La Maldición ni le mencionó nada al respecto. Necesitaba valorar si esa información era apta para ella.

      Dania empezaba a descubrir las sensaciones físicas que todo lo romántico es capaz de provocar del corazón y la mente a la piel, de los oídos y la vista a un cosquilleo en el paladar. Dudó si contarle a su madre que había un chico en su clase que le gustaba. Hacía tiempo que le gustaba, pero ignoraba por completo si esa atracción era mutua y temía ser descubierta. Para Dania, como para cualquier adolescente, no podía haber nada peor que quedar en ridículo delante de sus compañeros. Calló.

      —¿Tú tuviste muchos novios antes de papá? —le preguntó.

      —Algunos. Novios, novios, pocos. Pero rolletes unos cuantos.

      —¡Mamá! —exclamó sorprendida—. ¿Eras una…?

      —No, hombre, no. Lo normal en mi época. Tampoco iba a casarme con el primero, ¿no? ¿Cómo iba a saber si tu padre era el mejor si no podía compararlo con otros?

      —¿Y papá es el mejor?

      —En muchas cosas sí.

      —¿En cuáles no?

      —¿No estabas viendo una serie?

      Ágata le besó la frente y se levantó de la cama. Guardó todo lo que había sacado de la caja de nuevo en su interior y la miró con ternura. Ella también tenía ganas de contarle secretos, pero, al igual que Dania, calló.

      —No tardes en apagar la luz que, aunque no tengas exámenes, mañana hay cole y tienes que madrugar. No son horas.

      —Diez minutos más. Faltan diez minutos para que se acabe este episodio.

      —¿Cuántos episodios tiene la serie?

      —Me he descargado las tres temporadas y cada temporada tiene siete episodios.

      —¿Y por cuál vas? Supongo que es una serie para tu edad y que no habrás hecho fullería en la descarga.

      —Es para doce años y está incluida en nuestro paquete televisivo. Voy por el cuarto episodio de la primera temporada.

      —Diez minutos, ¿ok? Buenas noches, vida.

      —Buenas noches, mamá.

      4

       Efectos secundarios del olvido

      Berta se adaptó fácilmente a su nueva vida. Lo logró gracias a Rosita, quien no se separaba de ella y le enseñaba todo lo que tenía que saber de ese lugar para gozar de ciertos privilegios y pasar inadvertida cuando fuese necesario.

      —Creí que echaría más de menos mi casa —le confesó a Rosita— y añoro sus paredes, mi cocina, la terraza… pero empezaba a sentirme muy sola, ya no salía tanto como antes y el encierro me pesaba mucho. Me mostraba con crueldad que mi retiro solitario era el único camino sin pérdida a mi futuro. Años atrás, Valentina se enfadaba mucho conmigo porque no podía localizarme, todo el día en la calle. Pero eso se acabó. Un día me perdí, ¿te lo puedes creer? No se lo digas, ¡eh! Me perdí en mi propio barrio y no sabía regresar a casa. Tuve que preguntar y pedir indicaciones y por suerte andaba cerca, en la avenida Mistral, pero no reconocía el lugar y me asusté mucho.

      Berta no era consciente de las numerosas veces que se había perdido. De todas esas ocasiones en las que Valentina o Ágata tuvieron que ir a buscarla a los lugares más insospechados, encontrándola totalmente desorientada y agotada de tanto andar.

      —¿Sabes, Rosita? —continuó Berta—. Desde ese día ya solo bajaba para comprar lo necesario o para ir al médico; no podía pedir más atenciones a mi tribu, porque ellos tienen sus vidas, con cada minuto de su tiempo organizado y ocupado. Lo llevan todo anotado en sus teléfonos.

      —¿Te imaginas que en nuestra época hubiese existido semejante aparato? Pueden hacer fotos en cualquier momento de cualquier cosa. Ya no hay excusa que justifique un olvido. Fíjate cómo le suena la alarma a Valeria cuando tiene que conectarse para poder hablar gratis con su familia. Qué guapo es su hijo. ¿Cómo podrá soportar con tanta alegría esa enorme distancia?

      —Lo hace por él —contestó Berta—. Si ella no estuviese aquí y no mandase el dinero que manda, su hijo no tendría ninguna posibilidad de hacer todo lo que hace.

      —¿Y tú crees que compensa? No lo ve crecer, no lo tiene cerca, no puede besarlo ni jugar con él.

      —No es algo que nosotras podamos entender. Solo los que se encuentran en esa situación sabrán valorar realmente si ese sacrificio es recompensado o no.

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